Robert Silverberg - La fiesta de Baco

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Robert Silverberg

La fiesta de Baco

Despertad, durmientes. El sueño es separa­ción; la caverna de la soledad es la caverna de los sueños, la caverna del espectador pasivo. Estar despierto es participar en la fiesta, en la gran comunión, con la carne y no con la fantasía.

Norman O. Brown: Love’s Body

Éste es el amanecer del día de la Fiesta. Oxenshuer sa­be, aproximadamente, qué debe esperar, porque ha espiado alos niños en sus catecismos. Algunos de los adul­tos le han hecho indicaciones y ha hablado largamente con el sumo sacerdote de esta extraña y apocalíptica ciudad. Y, sin embargo, pese a todos los conocimientos paciente­mente reunidos, en realidad no sabe nada del aconteci­miento de hoy. ¿Qué sucederá? Vendrán a buscarle Matt, que ha sido designado hermano suyo, y Will y Nick, que son sus patrocinadores. Lo conducirán por el laberinto hasta el lugar del santo, hasta la casa del dios, en el cen­tro de la ciudad. Le darán vino hasta saciarlo, hasta que sus mejillas y su barbilla chorreen y su túnica esté man­chada de rojo. Y él y Matt lucharán, en una especie de contienda, de lucha libre, de enfrentamiento; aún no sabe si será real o simbólica. Lucharán ante toda la comuni­dad. ¿Qué más, qué más? Habrá himnos al santo, al dios... el dios y el santo son uno, Dionisos y Jesús, cada uno un aspecto del otro. Cada uno una manifestación de la divinidad que llevamos dentro de nosotros, ha dicho el Orador. Jesús y Dionisos, Dionisos y Jesús, dios y san­to, santo y dios, ¿qué importan las palabras? Ha oído a la gente cantar:

Éste es el dios que arde como el fuego,
éste es el dios cuyo nombre es música,
éste es el dios cuya alma es vino.

Fuego. Música. Vino. El fuego que cura, el fuego que une, en el que todas las cosas se volverán una sola. Jun­to a su resplandor irregular beberá, beberá y beberá; danzará, danzará y danzará. Quizás haya alguna clase de encuentro sexual — una orgía, quizá — porque el sexo y la religión están estrechamente unidos para estas gentes: una comunión de la carne abriendo el camino a la comu­nicación de los espíritus.

Voy a la casa del dios y su fuego me consume,
grito el nombre del dios y su trueno me ensordece,
tomo la copa del dios y su vino me disuelve.

¿Y entonces? ¿Y entonces? ¿Acaso podría saber qué pasará antes de que haya pasado? «Entrarás en el océa­no de Cristo», le han dicho. ¿Un océano? ¿Aquí, en el de­sierto de Mojave? Bueno, un océano figurado, un océa­no metafórico. Aquí todo es metáfora. «Dionisos te lleva­rá hasta Jesús», le dicen. Ve, niño; nada hasta Dios. Je­sús aguarda. El santo, el santo loco, el viejo dios borra­cho que es su santo, el loco y santo dios que suprime los muros y hace que todas las cosas sean una, te conducirá a la bienaventuranza, querido John, querido y fatigado John. Entrega tu alma con alegría a Dionisos el Santo. Vuelve a ser uno en su bendito fuego. Has estado dividi­do mucho tiempo. ¿Cómo puedes yacer muerto en Mar­te y andar, vivo, por la Tierra?

Cúrate, John. Éste es el día.

Desde Los Ángeles, la antigua carretera de San Bernardino se dirige hacia el Este, atraviesa suburbios de plástico, atraviesa Alhambra y Azusa, pasa por la su­cursal de Covina Hills del cementerio de Forest Lawns, y roza San Bernardino, que crece como una colonia de hongos y se está transformando en un pequeño Los Án­geles, pero no tan pequeño. La carretera continúa y en­tra en el desierto como un cinturón gris y plano, sepa­rando las colinas secas y marrones. Ésta era la ruta que John Oxenshuer había elegido, finalmente, para huir. No estaba buscando ningún sitio en particular; sólo iba a la caza de un lugar seco, un lugar arenoso, un lugar don­de pudiera estar solo: necesitaba recrear, durante las que bien podían ser las últimas semanas de su vida, al­gunos aspectos del árido Marte. Después de considerar varias posibilidades, se fijó en aquella ruta, atraído por la forma en que la carretera parecía perderse en el de­sierto, al norte del mar de Saltón. Hasta en aquella época supercivilizada, un hombre podía desaparecer fá­cilmente allí.

A última hora de una tarde de noviembre, dos se­manas después de su cuadragésimo cumpleaños, cerró el departamento que había alquilado en el boulevard Holly­wood, y sin despedirse de nadie condujo sin prisa hasta la carretera. Allí, entregó el control a la red electrónica de carreteras, que se apoderó de su auto y lo metió en la corriente de tránsito. La red lo controló hasta Covina. Cuando vio que la colina cubierta de estatuas de Forest Lawn se acercaba a su derecha, se preparó para volver a conducir. Una milla más allá del vasto cemen­terio, una señal luminosa le avisó que debía hacerse cargo del volante. El coche continuó deslizándose a la velocidad de 140 kilómetros por hora. A cada momento, el pasado reciente se desprendía de él, poco a poco.

¿Es posible ahogarse en un desierto? Vamos a inten­tarlo, Dios. Haré un trato contigo. Tú dejas que me aho­gue aquí. ¿De acuerdo? Y yo me entregaré a ti. Deja que me hunda en la arena, deja que me bañe en ella, deja que lave el Marte que llevo en mi alma; deja que me ahogue, Dios, deja que me ahogue. Libérame de Marte y seré tuyo, Dios. ¿De acuerdo? Ahógame en el desierto y me rendiré, por fin. Me rendiré.

Al atardecer estaba en Banning. Súbitamente, algún gesto de despedida a la civilización le pareció apropia­do y se arriesgó a detenerse para cenar en un pequeño restaurante mexicano. Estaba lleno de familias que ha­bían salido a cenar y Oxenshuer temió que lo reconocie­ran. Mira, gritaría alguien, allí está el astronauta de Mar­te, ¡el que regresó! Pero, por supuesto, nadie lo descubrió. Se había dejado crecer unos bigotes espesos y rubios que casi borraban sus labios finos y tensos. Su cuerpo delgado, de hombros anchos, ya no tenía el porte erguido del astronauta. En los diecinueve meses que ha­bían pasado desde su retorno del planeta rojo había comenzado a encorvarse un poco, a cultivar una re­dondez en la parte alta de la espalda, como si algún peso colgado de su esternón tirara de él hacia delante y hacia abajo. Además, los hombres del espacio son olvidados con rapidez. ¿Cuánto tiempo habían sido recordados los nom­bres de los heroicos exploradores lunares de su niñez? Borman, Lovell y Anders. Armstrong, Aldrin y Collins. Scott, Irwing y Worden. Cada uno de ellos tuvo unas ruidosas semanas de fama y luego desapareció en las páginas borrosas de un almanaque; todos, quizás, excepto Arms­trong. Los niños lo estudiaban en la escuela. El paso que dio lo transformaría en una figura mítica, junto con Co­lón y Magallanes. Pero, ¿y los otros? Olvidados. Sí. Los hé­roes de ayer. Oxenshuer, Richardson y Vogel. ¿Quiénes? Oxenshuer, Richardson y Vogel. Ése que está allí, comien­do tamales y enchiladas y bebiendo una botella de Doble-X, es Oxenshuer, el que regresó. ¿Y los otros dos? Murie­ron. ¿Dónde murieron, papaíto? Murieron en Marte, pero Oxenshuer regresó. ¿Cómo se llamaban? Richardson y Vogel. Murieron. ¡Oh! En Marte. ¡Oh! Y Oxenshuer no. ¿Cómo se llamaban?

Sin ser reconocido, olvidado y a salvo, Oxenshuer ter­minó su cena y volvió a la carretera. Ya era de noche. La luna estaba casi llena. Las montañas, claramente delinea­das contra la oscuridad, relucían con un resplandor cobrizo. No hay luz de luna en Marte, excepto el débil y apresurado brillo de Fobos, eclipsándose y apareciendo en su nerviosa trayectoria de Oeste a Este. Fobos le pareció inquietante; tampoco le gustó el tembloroso Deimos, que parecía una estrella, un puntito de luz desplazándose como un cohete. Oxenshuer siguió conduciendo, dejando atrás las zonas cubiertas de urbanizaciones y entrando en el verdadero desierto, salpicado aquí y allá por ciudades balnearias: Palm Springs, Twentynine Palm, Desert Hot Springs. Enormes carteles lo invitaban a los aburridos placeres de baños y saunas, Ignoró esas tentaciones sin di­ficultad. Lo que buscaba era la sequedad.

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