Robert Silverberg - La fiesta de Baco

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La fiesta de Baco: краткое содержание, описание и аннотация

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Sí, los interrogatorios. El coronel Schmidt, el doctor Harkness, el comandante Thompson, el doctor Burdette, el doctor Horowitz, ordenando datos. Sus voces cuida­dosamente suaves, sus modales informales, sus ojos, todos iguales, traicionando sus obsesiones.

—Otra vez, por favor, capitán Oxenshuer. Dejó de re­cibir la señal, ¿no? Y después la otra línea quedó muer­ta y dejó de recibir telemetría. ¿Y entonces?

—Entonces hice una medición direccional. Efectué una exploración térmica y tripliqué los infrarrojos. Fijé una cuerda salvavidas a la toma de muestras y salí a buscar­los. Pero el alcance de la toma era de sólo diez kilóme­tros y la tormenta de polvo, demasiado fuerte. La tor­menta de polvo. Era horrible. Me alejé quinientos me­tros y ustedes me ordenaron que volviera a la nave. Yo no quería volver, pero me lo ordenaron.

—No queríamos perderlo a usted también, John.

—Pero quizá no era demasiado tarde en aquel mo­mento. Quizá.

—No había forma de que llegara hasta ellos en un vehículo de corto alcance.

—Hubiera encontrado la forma de recargarlo. Si me hubieran dejado. Si la arena no se hubiese arremolinado a mi alrededor de esa forma. Sí. Sí.

—Creo que ya hemos cubierto este punto.

—Sí. ¿Podemos pasar a los datos topográficos, capitán Oxenshuer?

—Por favor. Por favor. En otro momento.

Pasaron tres días antes de que advirtieran su estado. Seguían pensando que era el antiguo John Oxenshuer, el que se divertía, durante el entrenamiento, invirtiendo los datos de su simulador de aterrizajes sólo por bromear; el que había conectado el micrófono del secretario de De­fensa antes de una conferencia de prensa en Houston; el que había cantado villancicos indecentes en una piadosa fiesta navideña para las familias de los astronautas de 1986. Ahora, viéndolo oscuro y metido en sí mismo, ter­minaron por llegar a la conclusión de que había sido transformado por Marte, y finalmente lo enviaron al equipo psiquiátrico principal, constituido por Mendelson y McChesney.

—¿Cuánto tiempo hace que se siente así, capitán?

—No lo sé. Desde que murieron. Desde que salí hacia la Tierra. Desde que penetré en la atmósfera terrestre. No lo sé. Quizás haya empezado antes. Quizá siempre es­tuve así.

—¿Cuáles son los síntomas habituales de la perturba­ción?

—No quiero ver a nadie. No quiero hablar con nadie. No quiero estar con nadie. Especialmente conmigo. Estoy harto de mi propia compañía.

—¿Cuáles son sus planes, ahora?

—Vivir tranquilamente y volver a la normalidad.

—¿Diría que lo que más le inquietó fue la duración del viaje, o la cantidad de tiempo que tuvo que pasar solo a la vuelta, o su pena por la muerte de...?

—Oiga, ¿cómo quiere que lo sepa?

—¿Quién podría saberlo mejor?

—Eh, yo no creo en ninguno de ustedes, ¿saben? Son quimeras. Váyanse. Desvanézcanse.

—Nos han dicho que ha solicitado la baja y la máxima pensión por invalidez, capitán.

—¿Quién les ha dicho eso? Es una sucia mentira. Es­taré bien dentro de poco. Volveré al servicio activo antes de Navidad, ¿se enteran?

—Claro, capitán.

—Váyanse. Desaparezcan. ¿Quién los necesita?

—John, John, no fue culpa tuya. No te pongas así.

—Ni siquiera pude encontrar sus cuerpos. Quise bus­carlos, pero no había más que arena por todas partes; are­na, polvo, cráteres, confusión. No había señales ni marcas; era imposible, Claire, era imposible.

Las imágenes se rompían, se desvanecían, se marchaban. Vio puntos luminosos sueltos girando sobre su cabe­za, el caleidoscopio de los cielos, todo el despliegue sicodélico de la astronomía, ondulando y girando, y luego el cie­lo se calmó y no quedó más que la cara de Claire y el di­minuto disco rojo de Marte. Los acontecimientos de dieci­nueve meses se contrajeron, concentrándose en un punto luminoso de tiempo, se volvieron nada, desaparecieron. El silencio y la oscuridad lo envolvieron. Yaciendo tenso y rí­gido en el desierto, miró con desafiante fijeza a Marte, ce­rró los ojos, borró el disco rojo de la pantalla de su men­te y lenta, gradualmente, a pesar suyo, se rindió al sueño.

Unas voces lo despertaron. Voces masculinas, bajas y profundas, que hablaban de él en un zumbido indistinto. Vaciló un momento en la frontera del sueño y la reali­dad, inseguro de sus percepciones, dudando de su capaci­dad de respuesta; luego, sus reflejos militares se hicie­ron cargo de él y despertó instantáneamente, abriendo los ojos, sentándose con un rápido movimiento, ponién­dose de pie en el siguiente y colocándose en posición de­fensiva.

Juzgó la situación. Faltaba una media hora para el amanecer. Las cimas de las montañas, hacia el Oeste, es­taban manchadas de rosa. Había tres hombres de pie, de­trás mismo del lugar donde había montado la baliza. El más bajo le igualaba en estatura, y todos estaban tos­tados por el desierto, eran fuertes y presentaban aspec­to decidido. Llevaban los cabellos y las barbas largos e iban vestidos de forma rara, como pastores, con túnicas sueltas de muselina o algodón verde. Aunque sus ex­presiones eran francas y amistosas y no parecían llevar armas, Oxenshuer se sintió turbado al comprender que era vulnerable en aquel desierto, y su presencia le pa­reció amenazante. Su intrusión en su aislamiento le irritaba. Los miró con desconfianza, balanceándose sobre la punta de los pies.

Uno, más alto que los otros, un hombre enorme de ojos azules y mejillas rellenas, dijo:

—Tranquilo. Vamos, tranquilo. Parece que quieres pelear.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?

—Vinimos a ver si estaba bien. ¿Se perdió? — Oxenshuer señaló su ordenado campamento, su mochila, su saco de dormir.

—¿Tengo aspecto de haberme perdido?

—Está muy lejos de cualquier parte —dijo el que es­taba más cerca de Oxenshuer, un rubio despeinado que llevaba un parche en un ojo.

—¿Sí? Creía estar a poca distancia de la carretera. — Los tres hombres se echaron a reír.

—No tiene ni idea de dónde está, ¿verdad? —preguntó el tuerto.

Y el tercero, de barba oscura y nariz aguileña, le in­vitó:

—Mire hacia allá.

Señalaba detrás de Oxenshuer, hacia el Norte. Lenta­mente, sospechando un truco, Oxenshuer se volvió. La noche anterior, en la oscuridad iluminada por la luna, el terreno parecía llano y vacío en aquella dirección, pero ahora veía dos mesetas a pocos cientos de metros de dis­tancia, y entre ambas, una empalizada de madera. Detrás de ésta eran visibles los techos bajos de unos edificios, teñidos de rosa y naranja por el amanecer. ¿Un pobla­do allí? En el mapa no había nada, y por su aspecto era un pueblo de dos mil o tres mil habitantes. Se pre­guntó si habría sido transportado durante la noche, por arte de magia, a otra parte más alejada del desierto. Pe­ro no: allí estaba el alambique solar, allí estaban el ma­torral y los cactos. Frunciendo el ceño, Oxenshuer inquirió:

—¿Qué es ese sitio?

—La Ciudad de la Palabra de Dios —informó con cal­ma el de la nariz ganchuda.

—Tiene suerte —dijo el tuerto—. Ha llegado hasta no­sotros casi a tiempo para la fiesta de san Dionisos. Cuan­do todos los hombres se vuelven uno. Cuando todas las enfermedades se curan.

Oxenshuer comprendió. Fanáticos religiosos. Un re­tiro secreto en el desierto, En el Estado proliferaban los cultas apocalípticos en gran número, ahora que el fin del siglo estaba a sólo diez años de distancia y las fiestas del milenario se acercaban. Frunció el ceño. Sentía el desagrado innato de la gente del Este por la irracionalidad californiana.

Echando mano a sus reservas de lejano catolicismo, ob­servó con ligereza:

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