Robert Silverberg - La fiesta de Baco

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La fiesta de Baco: краткое содержание, описание и аннотация

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* * *

«Gulliver» es una cámara de cultivo que se inocula a sí misma una muestra del suelo. La muestra se obtiene mediante dos tiras de cor­del de barrilete de siete metros y medio de longitud, enrolladas sobre pequeños proyectiles. Cuando los proyectiles son disparados, los cor­deles se desenrollan y caen en tierra. Entonces, un pequeño motor que hay dentro de la cáma­ra los recoge, junto con las partículas de tie­rra adheridas. La cámara contiene un medio de cultivo cuyos elementos nutritivos orgánicos están clasificados con carbón radiactivo. Cuando ese medio es inoculado, los microorganis­mos que lo acompañan metabolizan los com­puestos orgánicos y liberan dióxido de carbo­no radiactivo. Éste llega a la entrada de un contador Geiger, que mide la radiactividad. El desarrollo de los microbios hace que la tasa de producción de dióxido de carbono aumente de forma exponencial, lo que constituye una indi­cación de que el gas se está formando biológicamente. También está prevista la inyección, du­rante el proceso, de una solución que contiene un veneno metabólico que puede ser usado pa­ra confirmar el origen biológico del dióxido de carbono, y para analizar la naturaleza de las reacciones metabólicas.

* * *

Durante toda la tarde, la tortuga atravesó la llanura, y el cielo pasó del púrpura oscuro al negro total. Las es­trellas, que en Marte no titilan, y son visibles hasta de día, se volvieron más brillantes a medida que pasaban las horas. Apareció Fobos, a toda velocidad, y después llegó rondando el pequeño Deimos, y Oxenshuer, paseán­dose por la nave, midió esto y aquello, vigiló la pantalla y escuchó la charla de Dave Vogel. Control de Misión ha­cía comentarios de tanto en tanto. Y durante esas horas, la temperatura marciana comenzó su diario descenso por la escala celsius. A mil kilómetros de distancia, se produ­jo, de forma inesperada, una inversión de gradientes ter­males, que originó fuertes corrientes en la tenue atmós­fera marciana, arrancando motas de arena roja de las co­linas y empujando salvajes nubes escarlata hacia el Este, hacia Gulliver. A medida que la tormenta de arena se vol­vía más intensa, los satélites de observación en órbita al­rededor de Marte la registraron y enviaron fotografías a la Tierra. Después de la demora normal en la transmisión, la tormenta fue debidamente anotada en Control de Mi­sión como un peligro potencial para los hombres que iban en la tortuga, pero por alguna razón —las investigaciones de la NASA no lograron encontrar el culpable de tan inex­plicable fallo en las comunicaciones—, nadie envió la necesaria advertencia a los tres astronautas en Marte. Dos horas después de haber terminado su solitaria cena a bordo de la nave, Oxenshuer oyó decir a Vogel:

—Bueno, Johnny, finalmente hemos llegado a Gulliver, y en cuanto instalemos las luces saldremos a ver qué de­monios hay aquí.

Después, la tormenta descargó con toda su furia. Oxenshuer no supo nada más de sus dos compañeros.

Cuando acampó para pasar la noche, sacó en primer término de su mochila su baliza de servicio, uno de sus recuerdos de la NASA. A la luz verde e inextinguible del lustroso instrumento, extendió su saco de dormir en el sitio más plano y desprovisto de guijarros que encon­tró; luego, descubriendo que no tenía sueño, se puso a armar su alambique solar. Aunque ignoraba cuánto tiem­po iba a pasar en el desierto —una semana, un mes, un año, siempre—, había llevado consigo alimentos concentrados para un mes, pero sólo una cantimplora de agua, con la que calmaría su sed durante la primera noche. No contaba con encontrar allí pozos ni arroyos, como no ha­bía contado con eso en Marte. A diferencia de las ratas canguro, capaces de vivir indefinidamente comiendo gra­no seco y produciendo agua metabólicamente, oxidando hidratos de carbono, Oxenshuer no podía prescindir por completo del agua. Pero el alambique solar lo sacaría de apuros.

Comenzó a cavar.

Metódicamente, formó un agujero cónico de un me­tro de diámetro y medio metro de profundidad, y colocó una jarra de cuello ancho en el punto más profundo. Jun­tó trozos de cactos y rompió palas de chumbera, igno­rando las chollas llenas de espinas, y los colocó en los costados del pozo. Luego, lo cubrió con una hoja de plásti­co transparente sujeta con piedras, de modo que el plástico estuviera en contacto con la tierra sólo en los bordes del pozo y colgara a pocos centímetros de los trozos de cactos y de la jarra. El trabajo le llevó veinte minutos. La energía solar haría el resto: cuando la luz del sol pa­sara a través del plástico y calentara la tierra y las plan­tas, se evaporaría agua, se condensaría en gotitas en la parte inferior del plástico y gotearía dentro del jarro. Con cactos tan jugosos como aquellos podía contar con un litro diario de agua dulce en cada pozo que excavara. El alambique era un equipo de emergencia, concebido para ser usado en Marte. Allá no había servido para nada, pero Oxenshuer no temía quedar en seco en aquel desierto, mu­cho más hospitalario.

Ya estaba bien. Se quitó los pantalones y se metió en el saco de dormir. Por lo menos, estaba donde quería estar: encerrado, protegido, pero al mismo tiempo solo, no rodeado, lejos de su pasado, en un mundo seco.

No podía dormir; su cerebro funcionaba activamente. Las imágenes de los últimos años flotaban con insisten­cia y debían ser purgadas, una por una. Para empezar, la cara de su esposa. (¿Esposa? No tengo esposa. Ahora no.) Le costaba recordar los rasgos de Lenore, la forma de su nariz y la curva de sus labios, pero todavía cargaba con la sensación de que existía. ¿Cuánto tiempo habían estado casados? Once años, ¿no? ¿Doce? ¿Cuál era la fecha del aniversario? ¿El 30 de marzo, el 31? Estaba seguro de que la había amado. ¿Qué sucedió? ¿Por qué rechazó el contacto con ella?

—No, por favor, no hagas eso. Todavía no puedo.

—Hace tres meses que has vuelto a casa, John.

Sus ojos verdes, tristes. Su sonrisa tierna. Ahora era una desconocida. La cara de su ex-esposa se transformó en bruma y la bruma se congeló, formando la cara de Claire Vogel. Una imagen más definida: ojos oscuros y brillantes, boca estrecha, mejillas delgadas, enmarcadas por mechones sueltos de cabello oscuro. La viuda de Vo­gel, llevando su pena con dignidad y tratando de consolarlo.

—Lo siento, Claire. Desaparecieron. Eso fue todo. No pude hacer nada.

—John, John, no fue culpa tuya. No te pongas así.

—Ni siquiera pude encontrar sus cuerpos. Quise bus­carlos, pero no había más que arena por todas partes; are­na, polvo, cráteres, confusión. Ni señales ni marcas; era imposible, Claire, era imposible.

—No importa, John. ¿Qué importan los cuerpos? Hicis­te lo que pudiste; lo sé.

Sus palabras lo reconfortaron, pero no lo absolvieron de su culpa. Su beso —ligero, casto— lo inquietó. La pre­sión de sus grandes pechos contra el suyo le hizo temblar. Recordó a Dave Vogel, a mitad de camino de Marte, ha­blando con amor de los pechos de Claire. Sus jarras, los llamaba. ¡Chico, si pudiera poner las manos sobre las ja­rras de mi mujer en este momento! Y Bud Richardson, más enfadado que divertido, le dijo que ya bastaba, que no conjurara fantasías que no podrían ser satisfechas has­ta que pasara un año.

Claire se desvaneció de su mente, empujada por el bri­llo de los flashes. Las cámaras flotantes, suspendidas en el aire, lo estudiaban desde todos los ángulos. Las caras tensas y serias de los periodistas trataban de desenterrar rasgos de humanidad. ¡Miren al solitario superviviente de la expedición a Marte! ¡Miren sus ojos torturados! ¡Miren sus mejillas chupadas! Allí está el Presidente en persona, muchachos, ¡deseando la bienvenida a John Oxenshuer! ¡Qué pensamientos deben atravesar la mente de este hom­bre, el único ser humano que anduvo por las arenas de un mundo extraño y volvió a nuestro planeta cotidiano! ¡Cuánto debe sentir la tragedia de los dos astronautas que dejó allí! Allá va, allá va John Oxenshuer, entrando en la cámara de información...

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