Robert Silverberg - La fiesta de Baco

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—¿No querrá decir san Dionisio? ¿Con i? Dionisos era el dios griego del vino.

—Dionisos —confirmó el de los grandes ojos azules—. Dionisio es otro, un francés; hemos oído hablar de él. Queremos decir Dionisos.

Extendió la mano.

—Me llamo Matt, señor Oxenshuer. Si se queda para la fiesta, yo seré su hermano. ¿Qué le parece? — El sonido de su nombre lo sobresaltó.

—¿Han oído hablar de mí?

—¿Hablar de usted? Bueno, en realidad no. Miramos en su cartera.

—Venga con nosotros —propuso el tuerto—. No quie­ro perderme el desayuno.

—Gracias, pero creo que no aceptaré la invitación. Vine aquí para alejarme de la gente por un tiempo.

—Nosotros también —dijo Matt.

—Ha sido llamado —aclaró el tuerto con voz ronca—. ¿No lo entiende, hombre? Ha sido llamado a nuestra ciu­dad. No vino aquí por accidente.

—¿No?

—No hay accidentes —manifestó Nariz Ganchuda—. Nunca. En el regazo de Jesús, ni uno. Lo que está es­crito, está escrito. Usted fue llamado, señor Oxenshuer. ¿Puede afirmar lo contrario?

Apoyó ligeramente la mano en el brazo de Oxenshuer.

—Venga a nuestra ciudad. Venga a la Fiesta. Oiga, ¿por qué quiere sentir miedo?

—No tengo miedo. Sólo busco la soledad.

—Bueno. Lo dejaremos solo, si eso es lo que quie­re. ¿Verdad, Matt? ¿Verdad, Will? Pero no puede decir que no a nuestra ciudad. A nuestro santo. A Jesús. Venga, vamos. Will, lleva su mochila. Que llegue a la ciudad sin ninguna carga.

Los rasgos acusados y severos de Nariz Ganchuda es­taban suavizados por el brillo de su fervor. Sus ojos os­curos resplandecían. Una extraña y persuasiva calidez pasó de él a Oxenshuer.

—No dirá que no. No lo hará. Venga a cantar con nosotros. Venga a la Fiesta. ¿Y bien?

—¿Y bien? —preguntó Matt.

—Para dejar su carga —dijo el tuerto Will—. Para unirse a los cánticos. ¿Y bien?

—Iré con ustedes —dijo finalmente Oxenshuer—. Pero mi mochila la llevaré yo.

Se hicieron a un lado y aguardaron en silencio mien­tras reunía sus cosas. En diez minutos, todo estuvo en orden. El sol iluminaba de lleno la ciudad, ahora, y los tejados brillaban con un resplandor encendido por aquel flujo luminoso.

—Muy bien —dijo Oxenshuer, levantándose y cargan­do la mochila a la espalda—. Vamos.

Pero se quedó donde estaba, mirando fijamente ade­lante. Sentía la luminosidad dorada de la ciudad como una fuerza fieramente tangible en sus mejillas, como el calor que brota de un crisol de metal derretido. Enca­bezados por Matt, los tres hombres echaron a andar, en fila india, moviéndose con rapidez. Will, el tuerto, que iba atrás, se detuvo para mirar interrogativamente a Oxenshuer, que seguía inmóvil, en trance ante la visión de aquel brillo sobrenatural.

—Ya voy —murmuró Oxenshuer.

Siguiendo el ritmo que marcaban los demás, fue tras ellos ágilmente sobre el terreno árido y quemado, hacia la Ciudad de la Palabra de Dios.

En el desierto costero del Perú hay lugares donde nunca se ha registrado lluvia. En la península de Paracas, a menos de veinte kilómetros al sur del puerto de Pisco, la arena roja carece de vegetación: ni una hoja, ni una cosa viva, ningún arroyo pasa por allí. El núcleo hu­mano más próximo está a varios kilómetros de distan­cia, donde hay pozos que aprovechan las aguas subte­rráneas y crecen algunos juncos. No hay ninguna zona más árida en el hemisferio occidental; es el epítome de la soledad y la desolación. El paisaje psicológico de Pa­racas es muy parecido al de Marte. John Oxenshuer, Dave Vogel y Bud Richardson pasaron tres semanas acampa­dos allí, en el invierno de 1987, probando sus equipos de emergencia y familiarizándose con la textura emocional del ambiente marciano. Bajo las arenas de la penínsu­la se hallan los cuerpos resecos de un pueblo antiguo, desconocido para la historia, junto con algunos de los más maravillosos tejidos que haya visto el mundo. Los nativos, buscando objetos vendibles han saqueado las necrópolis de Paracas, y ahora los huesos de sus ocupantes yacen esparcidos en la superficie. El viento cubre y descubre alternativamente fragmentos de las telas más toscas, abandonadas por los excavadores, todavía fuer­tes y flexibles, después de casi dos milenios.

Los cuervos vuelan muy alto sobre el Mojave. Cogerían los huesos de cualquiera que muriese allí. No hay cuervos en Marte. Los muertos se transforman en mo­mias, no en esqueletos, porque nada se pudre en Marte. Lo que muere en Marte queda enterrado en la arena, in­vulnerable al tiempo, imperecedero, eterno. Quizás al­gún arqueólogo, empeñado en una búsqueda, fútil pero inevitable, de los restos de las razas perdidas del anti­guo Marte, encuentre los cuerpos resecos de Dave Vogel y Bud Richardson, bajo una duna de arena roja, dentro de diez mil años.

Vista de cerca, la ciudad parecía menos mágica. Su planta era redondeada y sus calles curvas formaban ani­llos concéntricos detrás de la pequeña empalizada, cuyo propósito era, evidentemente, simbólico: marcaba su con­torno entre las mesetas. Los edificios eran casas bajas y estucadas de cinco o seis habitaciones, sin pretensio­nes ni distinción, todas similares sino idénticas en su estilo: estructuras en tonos pastel, como se encuentran por todas partes en el sur de California. Parecían tener unos veinte o treinta años y su aspecto era poco elegante; estaban muy juntas y llegaban hasta la calle. No tenían jardines ni garajes. Amplias avenidas que se dirigían al centro del círculo cortaban los anillos de edificios cada pocos cientos de metros. Aquél parecía un distrito resi­dencial, pero no se veía gente en las ventanas ni en las calles. Tampoco había coches aparcados; era como un plato cinematográfico, limpio, vacío y artificial. Los pa­sos de Oxenshuer resonaban con fuerza. El silencio y el surreal vacío lo inquietaban. Sólo algún que otro triciclo abandonado descuidadamente ante una casa daba prue­bas de una presencia humana reciente.

A medida que se acercaban al núcleo de la ciudad, Oxenshuer vio que las avenidas se estrechaban y luego dejaban lugar a un laberíntico enredo de calles más pe­queñas, tan intrincadas como las de cualquier antigua ciudad europea. Su enloquecedor trazado parecía deli­berado y cuidadosamente diseñado, quizá con el propósi­to de proteger la zona central, separándola de la antisép­tica y prosaica zona de casas de los anillos exteriores. Los edificios que bordeaban las calles del laberinto eran de carácter institucional: tenían tres o cuatro pisos y eran de ladrillo, con escasas ventanas y entradas estrechas y poco acogedoras. Parecían hoteles del siglo XIX; quizá fueran almacenes, lugares de reunión u oficinas munici­pales. Todos estaban desiertos. No había establecimien­tos comerciales a la vista, ni tiendas, ni restaurantes, ni bancos, ni compañías de seguros, ni teatros, ni puestos de periódicos. Quizás esas cosas estaban prohibidas en una teocracia. Oxenshuer sospechaba que eso era aquel lugar. Evidentemente, la ciudad no había evolucionado al azar de la libre empresa, sino que fue planeada, hasta el último callejón, para el uso exclusivo de un orden comunal cuyos miembros habían superado las necesida­des burguesas de una ciudad corriente.

Matt los guió con paso seguro por el laberinto, eligiendo sin equivocarse las conexiones que los llevaban cada vez más cerca del centro. Giraba y doblaba abrupta­mente en cada cruce, sin volver nunca sobre sus pasos. Finalmente, se encaminaron por un pasaje apenas más ancho que la mochila de Oxenshuer y se encontró en una plaza inesperadamente amplia y grandiosa. Era un vasto espacio abierto, donde había lugar para varios miles de personas, pavimentado con guijarros que brillaban a la cegadora luz del desierto. A la derecha había un edifi­cio colosal de dos plantas, que abarcaba un lado entero de la plaza: trescientos metros, por lo menos. Era tan triste como un cuartel; una construcción deprimente y utilitaria de contra chapado y aluminio, pintada de color verde oscuro, pero en toda la pared que daba a la plaza había ventanas altas con vidrios de colores, tan incon­gruentes como gardenias rosadas floreciendo en un roble seco. Una imponente cruz de metal que se levantaba so­bre el centro del techo a dos aguas lo sacó de dudas: era la iglesia de la ciudad. Enfrente, al otro lado de la plaza, había otro edificio igualmente enorme y construi­do según los mismos planos, pero evidentemente secu­lar, ya que sus ventanas eran normales y no tenía cruz. En el lado más alejado de la plaza, frente al punto por donde habían entrado, se elevaba una estructura más pequeña, de piedra oscura, de un estilo gótico imposible, llena de bóvedas, torrecillas y arcos. Señalando por tur­no los edificios, Matt dijo:

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