Robert Silverberg - La fiesta de Baco
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- Название:La fiesta de Baco
- Автор:
- Издательство:Caralt
- Жанр:
- Год:1977
- Город:Barcelona
- ISBN:84-217-5129-8
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—En cierto sentido. Hemos hecho nuestra síntesis entre el paganismo y el cristianismo ortodoxo, y hemos tratado de retroceder desde el ritual simbólico al acto literal. ¿Sabes dónde se perdió el cristianismo? En el mismo lugar donde descarrilaron todas las otras religiones: en el punto en que la experiencia espiritual fue reemplazada por el culto mecánico. Mira a los lamas, haciendo girar sus molinos de oraciones. Mira a los judíos, murmurando cosas del faraón en un lenguaje que han olvidado. Mira a los cristianos, haciendo fila para comulgar, ¡tomando un trocito de pan y un sorbo de vino y no sintiendo nunca el terror y el esplendor de saber que están comiendo a su dios! Las religiones se transforman demasiado pronto en doctrina. Se transforman en profesiones de fe, fórmulas, talismanes, vaciedad. «Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo, que fue concebido por obra del Espíritu santo. Nació de santa María, virgen...» Palabras, sólo palabras. Nosotros, John, no creemos que el culto religioso consista en recitar narraciones de antiguas historias. Queremos que sea inmediato, real. Deseamos ver a nuestro Dios, saborear a nuestro Dios, transformarnos en nuestro Dios.
—¿Cómo?
—¿Sabes algo acerca de los antiguos cultos de Dionisos?
—Sólo que eran salvajes y sangrientos, con mucha bebida, orgías y quizá sacrificios humanos.
—Sí, sacrificios humanos. Pero antes de los sacrificios humanos vinieron los sacrificios divinos, el dios que da su vida por su pueblo. En los cultos dionisíacos prehistóricos el mismo dios era desgarrado y devorado; era la figura central en un rito místico de destrucción en el que sus extáticos adoradores se saciaban con su carne cruda, una comida sacramental que les permitía llenarse del dios y adquirir bienaventuranza, mientras el dios muerto se transformaba en el chivo expiatorio de los pecados humanos. Y luego el dios renacía y todas las cosas se transformaban en una, gracias a su renacimiento. Por eso, en Grecia y en Asia Menor, los sacerdotes de Dionisos eran desgarrados en trozos como representantes del dios, y sus adoradores compartían sangre y carne en fiestas caníbales de amor. En tiempos más civilizados se sacrificaron animales en lugar de hombres, y aun después, cuando la religión de Jesús reemplazó las diversas religiones dionisíacas, el pan y el vino se transformaron en las especies de la comunión, en metáforas de la carne y la sangre del dios. En el nivel simbólico, todo era lo mismo: devorar al dios, lograr contacto con el dios de la manera más directa, experimentar el rapto del éxtasis cuando uno está poseído por el dios, unir lo que la sociedad ha separado, romper todas las fronteras y todos los grilletes, entregarnos a nuestro santo, nuestro santo loco, el dios borracho que es nuestro santo, el loco dios santo que abate muros y une todas las cosas. ¿Sí, John? Nos integramos a través de la desintegración. Nos disolvemos en el gran océano. Ardemos en el gran fuego. ¿Sí, John? Entrega tu alma alegremente a Dionisos el santo, John. Recupera tu integridad en su bendito fuego. Has estado dividido demasiado tiempo.
Los ojos del Orador habían adquirido un brillo terrorífico.
—¿Sí, John? ¿Sí? ¿Sí?
Una noche, en el comedor, Oxenshuer bebe demasiado vino. La sed lo asalta gradual e inesperadamente; al principio sólo bebe unos sorbos mientras come, según su costumbre, pero cuanto más bebe, más se le seca la garganta, hasta que, cuando la carne llega a la mesa, se siente impelido a echar mano de la jarra cada pocos minutos, llenando su copa, vaciándola, llenándola, vaciándola, llenándola, vaciándola. Está mareado y se pone bullicioso; en la mesa, alguien empieza a cantar un himno, y Oxenshuer se une a él, aunque no sabe bien la letra y desentona. Los que lo rodean ríen, palmean su espalda, cantan aún más fuerte haciéndole señas, alentándolo a que cante con ellos. Ernie y Matt beben tanto como él, y ahora, cada vez que su copa se vacía, la llenan antes de que él pueda hacerlo. Una de las chicas de servicio trae una garrafa llena. Siente un escozor en los lóbulos de las orejas y en la punta de la nariz, siente una franja cálida en el pecho y los hombros y comprende que se está emborrachando, pero deja que suceda. Aquí reina Dionisos. Ya ha estado bastante tiempo sobrio. Y se le ha ocurrido que su ebriedad quizás haga que lo admitan en los festejos nocturnos. Pero eso no sucede. La cena termina. El Orador y los otros ancianos que se sientan a su mesa se van del salón. Es la señal para que los demás se retiren. Oxenshuer se pone de pie. Vacila. Se balancea. Se recupera. Ríe. Coge del brazo a Matt y Ernie.
—Hermanos —dice—. Hermanos.
Salen juntos del comedor, pero fuera, en la gran plaza, Matt le dice:
—Será mejor que esta noche no vayas a vagabundear por el desierto, porque te romperás el cuello.
De modo que siguen excluyéndolo. Vuelve por el laberinto con Matt y Jean hasta su casa, lo llevan hasta su cuarto, le dan una jarra de vino, por si aún siente sed, y se marchan. Oxenshuer se tira en la cama. Su cabeza da vueltas. El hijo de Matt se asoma y pregunta si se siente bien.
—Sí —le dice Oxenshuer—. Sólo necesito quedarme un rato acostado.
Siente vergüenza de estar tan borracho, pero se recuerda a sí mismo que en esta ciudad de Dionisos nadie tiene que pedir disculpas por beber demasiado vino. Cierra los ojos y aguarda el retorno de la estabilidad. En la oscuridad, una visión llega hasta él: la muerte de Dave Vogel. Con una extraña y brillante claridad, Oxenshuer ve el paisaje de Marte desplegándose en la pantalla de su mente, pequeñas colinas cuyas laderas descienden hasta amplias llanuras picadas de cráteres, peñascos roídos y desolados, cielo purpúreo, partículas rojas y ásperas llevadas por el viento. La tortuga ha iniciado hace rato su viaje hacia el Oeste, en dirección a Gulliver. Richardson conduce y Vogel se ocupa de tomar fotografías, controlar los miles de sensores e inclinarse hacia el micrófono para relatar lo que ve. Ahora están en Gulliver, preparándose a salir de la tortuga, cuando los sorprende el súbito comienzo de la tormenta de arena. Sin previo aviso, el cielo se vuelve rojo a causa de las capas ondulantes de arena que se precipitan sobre ellos como copos de nieve en una ventisca. El vehículo queda cubierto durante los primeros momentos de la tormenta. Pocos minutos después, hay un metro de arena sobre el techo curvo y transparente de la tortuga. Sus ocupantes no ven nada, y la arena cae cada vez con mayor rapidez a medida que aumenta la intensidad de la tormenta. Richardson aferra los controles, pero las ruedas de la tortuga no se mueven.
—Nunca he visto una cosa así —murmura Vogel.
El vehículo tiene antenas extensibles, pero cuando Vogel las estira al máximo descubre que, aun así, quedan cubiertas por la arena. Los ojos de la tortuga están ciegos; sus antenas, enterradas. Se están ahogando en arena. Dunas enteras se están amontonando encima de ellos.
—Nunca he visto una cosa así —repite Vogel—. No puedes imaginarlo, Johnny. No ha durado cinco minutos y ya debemos de tener encima tres o cuatro metros de arena.
El motor de la tortuga se esfuerza por liberarlos.
—Johnny, no te oigo. Johnny. Responde, Johnny. No hay más que silencio en la banda de comunicación tortuga-nave.
—Eh, Houston —dice Vogel—. Estamos en medio de esta maldita tormenta y parece que he perdido contacto con la nave. ¿Podrían alertarla?
Houston no responde.
—Control de Misión, ¿me oyen? —pregunta Vogel.
Todavía piensa que se podría establecer un relé tortuga-Tierra-nave, pero lentamente comprende que también ha perdido contacto con la Tierra. Todas las transmisiones se han interrumpido. Sudando dentro de su traje espacial, Vogel grita al micrófono, mueve los controles, conecta los bancos de comunicación a prueba de fallos sólo para descubrir que todo ha fallado: la arena ha invadido la tortuga y los envuelve como una mortífera manta.
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