Alicia Bartlett - Muertos de papel

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Muertos de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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Un periodista del corazón especialista en divulgar las noticias más escandalosas es asesinado en su propia casa. La inspectora Petra Delicado y el subinspector Fermín Garzón se encargan del caso. La lista de sospechosos se extiende a todos los personajes del gran mundo y la farándula que se habían visto perjudicados por las publicaciones de sus distintos devaneos.
No es un ambiente que guste demasiado a los dos policías. Además, su caso se verá complicado con el asesinato de una joven azafata de congresos con el que parece guardar relación. Todo se convierte en una complicada maraña de la que nadie saldrá limpio al final.

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«Nacha Domínguez, la pequeña de los Domínguez, parece que por fin va a casarse con su novio de última hornada, el cantante hispanoamericano Chucho Álvarez. No sabemos el éxito que Chucho tiene en su país; pero lo cierto es que aquí no lo conoce nadie. Da igual, la pareja carece de problemas económicos porque de todos es sabido que ella ha heredado un pastón de su abuela. Lo que no sabemos es si se lo ha gastado todo en la operación de estética que se ha hecho para la boda. Puede que no sea ya nunca más una mujer rica pero no cabe duda, a tenor de toda la silicona que le han puesto en los labios, de que siempre podrá besar al novio con enorme pasión.»

Tartamudeé varias veces hasta conseguir decir:

—¡Pero esto es terrible, Fermín, infamante!

Garzón contestó con una sonora carcajada.

—¡Pues qué se creía, inspectora!

—¿Cómo se puede ser tan rastrero, tan malintencionado, tener un estilo tan zafio?

—Era el natural de Valdés, no le costaba nada encontrar ese punto.

—¡Vaya tipo!

—Ése era Valdés y ése era el mundo en el que se movía, y en el que tendremos que movernos a partir de ahora usted y yo.

—Lo intuía, y por eso he querido retrasar al máximo nuestra entrada en el baile, pero nunca pensé que la indignidad llegara a tanto.

—Vamos a tomar un bocado y luego pasamos a la televisión.

—No sé si tengo estómago para comer.

—Ya verá la empanada que he preparado, le encantará.

Por muchos ingredientes que contuviera la empanada de mi compañero, nunca superaría la mezcla de mal gusto, rencor y bajeza que cocinaba Valdés. Comprendí en qué consistía el cambio de estilo en la prensa rosa al que aludía el artículo leído ayer, pero no podía comprender el porqué de su éxito. ¿Quién podía revolcarse con gusto en semejante fango? Sin duda las personas sobre quienes recaían los primores de tal bazofia periodística nunca estarían en la lista de ningún premio Nobel, ni eran grandes hombres, ni benefactores de la humanidad. A buen seguro ni siquiera podía afirmarse de ellos que fueran personas íntegras y cabales, pero en cualquier caso ¿qué gozo cabía extraer de su humillación pública?

Garzón no era de mi parecer. Él opinaba que la mayor parte del género humano anda más que atribulado con su vida diaria. En el trabajo, en el hogar, en sus relaciones corrientes, el ciudadano medio debe bajar la cabeza y tragar amargura con una frecuencia alarmante.

—¡Por eso les gusta comprobar que aquellos que aparentemente tienen más suerte son tratados al final por el mismo patrón! —concluía entre migajas de empanada.

—Es un triste consuelo.

—No hay consuelo alegre, inspectora, y éste encima es barato, y se puede comentar con los amigos, y se puede exagerar, y comparar con casos conocidos y...

—¡Va usted a acabar diciéndome que nos encontramos ante una panacea social!

—En cierto modo lo es, aunque no creo que sea ésa la razón por la que la fórmula se cultiva cada vez más, sino por el dinero que produce.

—Una fórmula sucia y rastrera.

—También las patatas lo son, y mire cuánta gente se alimenta con ellas. Y hablando de comer, ¿qué le ha parecido mi empanada?

—Francamente sobrenatural. ¿Cómo la ha hecho?

—Con paciencia y amor.

—¿No piensa descubrirme la receta?

—Me parecería impropio de bregados policías estar intercambiando recetas de cocina. Mejor tomamos un postre de basura concentrada.

Metió una cinta de vídeo en su aparato y bajó la intensidad de la luz.

—Preparada, inspectora, vamos a seguir solazándonos con las hazañas del muerto, como sucedía con el Cid Campeador.

Unos títulos de crédito ruidosos informaban del inicio de un programa llamado Latidos . En un plató decorado con colores estridentes se mostraba un semicírculo de sillas en las que se sentaban diferentes hombres y mujeres. Frente a éstos había una especie de estrado con un solo asiento donde se aposentaba el invitado de honor. Garzón me sopló en voz baja que los del tribunal eran los periodistas, todos al mando de Valdés, que ocupaba un lugar eminente y dirigía la sesión de preguntas y respuestas. La primera encartada era una muchacha joven de aspecto rozagante. «Ésta es la esposa del actor Víctor Doménico, que la acaba de abandonar por una azafata de Iberia», volvió a apuntarme mi compañero. Asistimos entonces a un espectáculo curioso, una especie de juego repugnante en el que los periodistas incitaban a la invitada a hacer declaraciones punzantes y envenenadas contra el hombre que ahora era su enemigo. De modo sibilino, conociendo bien la psicología humana y probablemente la escasez de luces de la chica, los periodistas del hemiciclo tocaban los puntos candentes en los que estaban seguros de que ella iba a hacer una cascada de afirmaciones airadas. Pues bien, cuando las hacía, cuando confesaba demasías como que su marido era pendenciero y bebedor en la intimidad, o que había contratado a una abogada para poder dejarla en la ruina, era el momento indicado para que el propio Valdés saltara sobre ella y la convirtiera de acusadora en acusada. Con los ojos abiertos como platos vi a aquel hombrecillo de mirada penetrante y nariz ganchuda soltar frases llenas de furia como: «¿Y no es cierto que tú lo incitabas a beber con tus continuos coqueteos entre sus amigos?» o «Pero tú también has contratado a un abogado que tiene la consigna de tirar a matar, incluso de pagar a testigos falsos». La infeliz se defendía como podía, en muchas ocasiones demostrando que también los imbéciles poseen una vesícula de veneno presto a ser escupido sobre el adversario. Si he de decir la verdad, todo aquello me pareció un espectáculo perturbador que movía a sentir vergüenza ajena y a lamentar que los lobos fueran una especie en extinción por culpa de dejar más espacio al hombre civilizado.

Cuando todo aquel despropósito hablado a gritos concluyó, el subinspector rebobinó la cinta en silencio y me miró de modo interrogante.

—¿Qué le ha parecido?

—Insultante.

—Sabía que le parecería espantoso.

—Pero lo que a mí me parezca no es lo peor, Fermín. Lo peor es lo que esto demuestra. Cualquiera, absolutamente cualquiera de los tipos a quienes Valdés humilla así, ha podido cargárselo.

—No sea ingenua, Petra, la gente a quien entrevista Valdés cobra por ir a su programa y sabe muy bien a lo que va.

—Parece que no conozca usted los recovecos del alma humana. Ya me imagino que están dispuestos a cualquier cosa cuando se presentan como presa del tigre, pero ¿y después, cuando solos en su habitación recapacitan y piensan y regurgitan lo que ha pasado? Estoy convencida de que alguno de ellos no ha podido digerir su papel. Póngase usted mismo en la piel de quien intenta dormir después de haber sido vapuleado en público por ese hombre. ¿No le aflorarían a la mente momentos de la entrevista, la cara aviesa de Valdés acosándolo, sus ojos carroñeros, la salivilla que despide su boca?

Garzón se quedó pensando. Realmente estaba proyectando imagen por imagen mi melodramática puesta en escena.

—¡Hombre... visto así...! ¿Nos inclinamos entonces por la hipótesis de la venganza?

—¡Un momento, nada de eso! No nos inclinamos por nada ni ante nadie. Pero me parece evidente que habrá que investigar en los lugares de trabajo de la víctima.

—Sin perder nunca de vista a su ex mujer.

—Ni a su hija ni a su amante fantasma.

—Ni nada ni a nadie.

—Eso es. Vamos a ver, Fermín, prepare las visitas a las dos revistas en las que trabajaba y también a la televisión. Entérese del organigrama, de quiénes eran sus jefes y sus subordinados, de sus horarios y de los recursos con los que contaba para sus programas.

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