Alicia Bartlett - Muertos de papel

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Muertos de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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Un periodista del corazón especialista en divulgar las noticias más escandalosas es asesinado en su propia casa. La inspectora Petra Delicado y el subinspector Fermín Garzón se encargan del caso. La lista de sospechosos se extiende a todos los personajes del gran mundo y la farándula que se habían visto perjudicados por las publicaciones de sus distintos devaneos.
No es un ambiente que guste demasiado a los dos policías. Además, su caso se verá complicado con el asesinato de una joven azafata de congresos con el que parece guardar relación. Todo se convierte en una complicada maraña de la que nadie saldrá limpio al final.

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—Gracias, Petra. Ya lo sé, tonterías ni una. He visto demasiadas cosas desde donde estoy como para acercarme siquiera al abismo.

Me tranquilicé yo también, no sabía si Moliner era un hombre violento, pero cuando se dispone de un arma siempre es preferible tomarse las cosas con serenidad.

Distraída por lo que acababa de suceder, entré en el despacho de Abascal. La información que éste me reservaba no era de las que hacen saltar de entusiasmo. Desde su punto de vista de experto, el crimen muy bien podía haber sido cometido por un profesional. ¿Cómo justificar entonces el degüello posterior? Puesto que, según la autopsia, había sucedido inmediatamente después del tiro, cabía deducir que el presunto sicario había recibido un claro encargo de encarnizamiento con la víctima; es decir, podía tratarse de una venganza. Una especie de asesinato a la carta.

—¿Es habitual una cosa así?

—No —confesó el inspector—. Como comprenderás, ese tipo de encargos no se hace tan al detalle. Hay algunos casos, por ejemplo bandas mafiosas, en que se dan escarmientos ejemplares, pero si se trata de hacer desaparecer a un tío lo más rápido es tirar de pistola.

—Digamos entonces que una venganza así es improbable pero no imposible.

—Ésa sería una buena manera de decirlo. El tipo aseguró la faena con el disparo y luego añadió la saña.

—A no ser que quisiera remarcar claramente que se trataba de una venganza con el solo propósito de despistarnos.

Cabeceó admitiendo la posibilidad.

—¿Y qué me dices del autor?

—Te voy a dar las señas de un par de confidentes, tipos que conocen a gente armada con esa munición, pero debo advertirte que será muy difícil sacarles información.

—¿No son confidentes fiables?

—Un asesinato profesional es algo muy serio, Petra. En cuanto preguntas por un sicario es como mencionar al diablo. Terreno peligroso, eso todos lo saben.

Me pasó un papel con nombres y señas. Suspiré. A mí tampoco me hacía ninguna gracia meterme en el pantano del disparo profesional, hubiera preferido sin duda el simple navajazo amateur, que era lo sólito y habitual. Las informaciones generales que me dio a continuación sobre la actuación de los sicarios en España no contribuyó tampoco a alegrarme. Me contó que unos años atrás todos eran extranjeros, gente sin un duro o con una entrada ilegal en el país. Entonces encargarles un trabajo era barato, desde palizas hasta asesinatos, y atraparlos resultaba relativamente fácil. Más tarde las cosas habían empezado a sofisticarse y se escogían asesinos más preparados, también extranjeros. Cazarlos empezó a ponerse complicado porque, una vez cometida la fechoría, tenían un billete de avión esperándolos y echarles el guante se hacía imposible sin la intervención de la Interpol. Los precios subieron hasta medio millón. En vista de que el negocio era próspero, los sicarios españoles entraron en acción. Su baza era la seguridad, puesto que raramente estaban dispuestos a huir a otro país. Se movían con extraordinaria discreción y casi nadie estaba dispuesto a denunciarlos si no mediaba una buena cantidad de pasta. Sus honorarios rozaban en la actualidad los dos millones por un crimen. Algunos estaban emboscados en sociedades de cobro a morosos que se investigaban con asiduidad, pero nunca se habían hallado pruebas para emplumarlos.

—Hablas como si España fuera un lugar ideal para los sicarios.

—De todo tiene la culpa el buen clima del país, los extranjeros han venido de nuevo, esta vez una enorme cantidad de mafiosos o delincuentes en fuga decide retirarse a nuestras costas. Ya conoces Marbella.

—Sí, y supongo que tanta caza mayor no se pone a tiro con facilidad.

—Exacta deducción, Petra; de modo que mantén los ojos siempre abiertos aunque te entre el polvo.

Sí, pensé, polvo en los ojos y barro en los zapatos, pocos envidiarían esta situación.

Garzón me esperaba en comisaría sosteniendo en la mano un completo dossier. Le pasé la nota de Abascal con los nombres de los dos confidentes. La miró frunciendo sus bondadosos ojos de ciervo.

—¿Le suenan de algo?

—No, no pertenecen a mi plantilla. Mis confidentes son de muy poca monta, inspectora. Con ellos nunca atraparemos a un asesino a sueldo.

—¿Qué pasa con los asesinos a sueldo, es que forman una especie de élite?

—Los buenos, sí. Los malos suelen ser unos desgraciados de lo más tirado que hay. A ésos solemos pescarlos en tres días. Forman parte de colectivos marginales, o son enfermos terminales que no tienen nada que perder, o delincuentes habituales con problemas de pasta. Unos chapuzas.

—El nuestro no parece un chapucero. Abascal dice que es un auténtico profesional.

—Pues ahí mis confidentes tienen poco que rascar. No se preocupe, ya me haré cargo yo de interrogar a esos dos de la lista.

—No es necesario, lo haré yo.

—Puede ser peligroso. No hay confidente que no pueda ser un agente doble.

Me pasé un rato sonriéndole y mirándolo a la cara hasta que logré incomodarlo.

—¿Qué pasa? —preguntó al fin.

—¿Cuál es el trato no escrito, Fermín? ¿Usted hace lo peligroso y yo lo moderadamente peligroso?

—No, no, inspectora; era sólo por caballerosidad.

—Eso me pareció.

Me miró con mala uva. Llevaba razón en lo que estaba pensando, no se merecía una jefa como yo.

Lo cierto es que la aparición de la figura de un sicario en nuestro caso me inquietaba vivamente. Mi experiencia en la policía no llegaba hasta ahí. El desconocimiento del que hacía gala era total. Sin embargo, confesarle a Garzón los resquemores que sentía se traduciría ipso facto en un deseo de protección por su parte, y eso no podía consentirlo. Garzón en plan paternal era muy pesado. Debería mantenerme en un equilibrio prudente, y no aceptar ninguna responsabilidad sin haberme informado bien. Para colmo de desmotivaciones, recibimos el informe sobre la agenda de Valdés y no arrojaba la más mínima luz. Los números de teléfono anotados eran contactos profesionales de rutina y otros de tipo personal como su dentista. Era un hombre que se las había compuesto para dejar a su paso rastros de aire.

La revista de Barcelona en la que Valdés trabajaba no era propiamente una revista del corazón. La calificación bajo la que se presentaba al público era «publicación femenina de actualidades», y se llamaba Mujer Moderna . La hojeé concienzudamente antes de aparecer por la redacción, pero no encontré nada que pudiera considerarse de verdadera actualidad. Es más, todo lo que allí se consignaba hubiera podido ser actual en el Antiguo Egipto. Modas, maquillaje, peinados, decoración, recetas de cocina y algunos cotilleos del mundo de la farándula, la nobleza y el dinero. En este último apartado del chismorreo se inscribía la columna de Valdés. Leí la que tenía en las manos sin esperar encontrar nada excepcional. Y en efecto, así fue. Valdés hablaba de presentadores de televisión a los que yo nunca había oído nombrar y de cantantes y bailarines igualmente desconocidos para mí. Algo sí me resultó familiar: el estilo envenenado, chulesco e irrespetuoso de su prosa. No entendí muy bien su presencia en un medio como aquél. ¿Por qué una dama dispuesta a enterarse de qué hacer con su celulitis, o qué ponerse para salir a cenar, o cómo cocinar un besugo, podía desear de repente revolcarse en un artículo tan malicioso? En principio, todas las actividades que proponía la revista presentaban un carácter placentero y carente de agresividad. ¿Cuál era la continuidad lógica entre mirar qué cortinas estaban de moda para colgar en el salón y enterarse de una ruptura matrimonial en el mundo del espectáculo? De pronto, una pregunta tan errática como aquélla me indujo a volver atrás. Localicé las páginas de decoración. Fue todo un hallazgo; estaban dirigidas por una mujer: Pepita Lizarrán. No había fotografía que acompañara a la firmante de la sección. Valoré si el estilo de los muebles que figuraban en ella tenía algo que ver con el de los muebles que Valdés había puesto en su casa. No estaba tan versada en artes decorativas como para determinar puntos de identidad. Todo lo veía parecido: cortinas de colores discretos, cuadros impersonales... Tampoco el texto me facilitó rasgos sobre la personalidad de la autora. Podía ser una chica joven, de mediana edad o muy mayor. Decía a propósito de un sillón verde botella: «La calidez de la tapicería junto con la forma, pensada para la comodidad, pueden proporcionarnos largas horas de lectura y relajación. Es el placer con cuatro patas.» ¡Joder, quién podía dar el más mínimo detalle de su modo de ser hablando de un sillón! Si a mí me hubieran propuesto escribir varias líneas sobre un tema así, seguro que hubiera caído en los mismos lugares comunes. Me pregunté qué haría Pepita Lizarrán en la revista siguiente cuando tuviera que describir otro sillón. Pero no eran ésas las preguntas que debía plantearme, me estaba dejando llevar por el ambiente de frivolidad que el caso entrañaba. Fui en busca de Garzón.

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