Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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Espanto había acabado de comer y se acercó a mí moviendo la cola.

—¡Largo de aquí, chucho asqueroso! —solté con un gesto de rechazo. Se quedó mirándome sin comprender, los ojillos negros fijos en mí—. Está bien, ven conmigo —le dije luego, compadecida de su desconcierto. Me senté y él se colocó sobre mi regazo, esponjado y feliz. Creo que fui yo quien se durmió primero.

4

Encontramos a don Arturo Castillo, catedrático de Farmacología de la Universidad de Barcelona, tomándose un carajillo en la cantina de la Facultad. Llevaba bata blanca, grandes gafas de concha y varios bolígrafos aflorando por su bolsillo superior. Se reía a mandíbula batiente con uno de sus colaboradores cuando lo interpelamos. Reaccionó como si se hubiera pasado toda la vida recibiendo polizontes e invitándolos a desayunar. Porque eso fue lo que hizo, ofrecernos un café y contarnos cómo en aquel bar confluían estudiantes, enfermos del Clínico y las más variadas ramas de la docencia médica. Era un individuo extravertido y cordial que probablemente escapaba de la soledad de sus investigaciones charlando algún rato en aquel ruidoso punto de encuentro. Le pedimos que nos llevara a un lugar más discreto y nos metió en su despacho. Seguía sin mostrar curiosidad por saber lo que queríamos de él. Cuando fui al grano preguntando si conocía a Ignacio Lucena Pastor no dio señales de asentimiento.

—¿Es algún estudiante? ¿Algún estudiante ha cometido un delito? Espero que no se trate de ningún asesinato, aunque pensándolo bien, cualquiera de mis alumnos podría ser un criminal.

Soltó una carcajada divertida. Le enseñamos la fotografía de Lucena.

—Se trata de este hombre. Según tenemos entendido, le proporcionaba perros para sus experimentos, doctor Castillo.

—¡Pero si es Pincho!, ¿quieren ustedes decir Pincho?, ¡pues claro que lo conozco! No he sabido nunca cómo se llamaba en realidad. Hace ya mucho tiempo que no viene por aquí. Es un tipo bajito, con una pinta curiosa, poco hablador. ¿Por qué está en una cama de hospital?

—Ya no está en una cama de hospital, está muerto. Lo han asesinado. Lo mataron a golpes hace unos días.

Se puso serio.

—¿A Pincho? ¡Dios, no tenía ni idea!

—Alguien nos dijo que se preciaba de ser su amigo.

Estaba impresionado, confuso.

—Bueno, mi amigo... cada vez que me traía un perro charlábamos un rato, tomábamos una cerveza en el bar. Sí, supongo que estaba muy ufano de tener ese contacto conmigo, todo daba a entender que era un hombre de un medio muy humilde.

—¿Utilizaba los perros para la experimentación?

—En realidad la Facultad cuenta con su propio criadero. Pero, eventualmente, podíamos comprar uno de esos perros para las prácticas de los internos. Eso ya ha dejado de hacerse por completo, pero en la época de Pincho aún era algo frecuente.

—¿Llegó usted a preguntarle alguna vez por el origen de esos perros?

—Pues no, la verdad.

—¿Podían proceder de robos?

—¡Ni hablar!, eran perros sin raza, sin ningún valor crematístico. Hay cientos de ellos en la perrera municipal. Si dejamos de utilizarlos fue por las malas condiciones que presentaban, muchos estaban enfermos, tenían parásitos, y de ninguno de ellos podía saberse la edad con certeza. Todo eso convertía los experimentos en poco fiables.

—Entonces, ¿por qué no se abastecían ustedes de la perrera?

—Pagando las vacunas y los papeleos legales resultaba mucho más caro. Además, Pincho los depositaba a domicilio, era una comodidad. El pobre necesitaba el dinero, y como hacía tanto tiempo que nos servía... Luego dejó de venir sin ninguna explicación.

—Doctor Castillo, ¿cree que podría usted recordar los nombres de algunos de aquellos perros que compró la Facultad? ¿Quizás los tiene apuntados?

—Si tenían nombre yo nunca quise saberlo. Investigar con perros no es agradable, ¿saben? Vengan, voy a enseñarles algo.

Nos llevó a una gran sala contigua, el laboratorio. Algunas personas con bata blanca se movían entre mostradores, aparatos médicos y material químico. El doctor Castillo se colocó frente a una camilla. Allí, despatarrado e inconsciente, yacía un perro mediano de piel clara con manchas doradas. Tenía la tráquea abierta y de la incisión sanguinolenta partía un grueso tubo que acababa en una especie de cardiógrafo. Hacía ruido al respirar. Los cables conectados a su cuerpo iban transmitiendo un esquema a un papel pautado. Era un espectáculo bastante desolador.

—¿Se dan cuenta por qué no es agradable? Después de la experiencia quedan completamente incapacitados. Les administramos una inyección letal. Al menos no sufren. Pero hay que tener valor para verlos cuando están vivos. Intentan jugar contigo, te lamen las manos... Cuando entran aquí se quedan silenciosos, inactivos, no hacen nada por huir o salvarse. Si los miras a los ojos comprendes que saben que van a morir.

—¡Es terrible! —exclamé, impresionada.

—¡Así se hace la Ciencia! Por eso no quiero saber nada de los perros hasta que están colocados en la mesa de operaciones y anestesiados, mucho menos sus nombres. Es Martín, el encargado de la perrera, quien se ocupa de ellos, quien los cría y alimenta, y mis ayudantes los preparan para la investigación. ¡Es uno de mis pocos privilegios de ser jefe!

—¿Podemos hablar con Martín?

—Es una buena idea, quizás sepa más cosas sobre Pincho. Era quien trataba con él, quien le pagaba, quien recibía los perros.

—Hay algo más que puede hacer por nosotros, doctor Castillo, ¿podría usted comprobar si alguna de estas cantidades corresponde a pagos que su departamento hizo a... Pincho?

—Miraremos en el ordenador. Acompáñenme.

Volvimos a su despacho. Nos mostró un ordenador, con gesto satisfecho.

—¡Fíjense qué trasto! Es lo último en informática. He tenido que pelearme con toda la administración universitaria para que me asignaran un presupuesto capaz de pagado. Pero es perfecto, como un servidor polivalente. Igual almacena información científica que lleva las cuentas del supermercado. ¡Y miren qué calidad de impresión!

Se inclinó sobre el teclado y escribió: «¡Viva la Pepa!». Garzón y yo nos miramos de soslayo con cierta sorpresa incrédula. Una enfermera que trajinaba con expedientes en un cajón captó nuestra mirada y sonrió. El subinspector sacó de su cartera la libreta número dos de Lucena y se la mostró a Castillo.

—¿No figuran fechas? —preguntó éste.

—No.

Echó una mirada a las cantidades, leyó en voz alta:

—Cincuenta mil, cuarenta mil... —empezó a negar con la cabeza—, no, no, ¡por Dios!, no hace falta ni pensarlo. Nunca pagamos tanto dinero a Pincho por esos perros.

—Está bien, probemos con estas otras cantidades.

Le alargó la libreta número uno.

—Diez mil, ocho mil quinientas..., sí, esto ya es más posible.

Manipuló el ordenador, buscó, y no tardó en localizar lo que queríamos. Todas las cantidades correspondían, efectivamente, a pagos realizados a Lucena por perros adquiridos. Allí sí había fechas. La última transacción databa de dos años atrás. Pedimos al cátedro que nos sacara una copia de aquella lista. Advertí que en ella faltaban las menciones a extrañas fracciones de tiempo que sí estaban en la contabilidad del muerto.

—Oiga, doctor, ¿se le ocurre a qué pueden referirse estas anotaciones: seis meses, dos años...?

—¿Eso?... —preguntó distraídamente—. Sí, claro, es la edad aproximada del perro.

Garzón se dio un sonoro golpe en la frente.

—¡La edad del perro! ¡Pues claro!

—Sólo la edad aproximada. Ya les he dicho que es interesante saberla para calcular las variables que puede tener el resultado del experimento. En estos casos no era exacta, aunque he de decir que Pincho sabía calcularla muy bien. Sin duda entendía de perros. ¡Pobre, qué final ha tenido!

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