Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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De pronto, oí su voz detrás de mí.

—Petra, ¿qué te parece si continuamos con aquella copa que quedó en el aire?

—¿Sigue apeteciéndote beber conmigo ahora que sabes que soy policía?

—Me apetece saber con quién estoy bebiendo, y ahora sí lo sé. Cerraré la tienda a las ocho.

—Pasaré a recogerte.

También jugaba duro. ¡Naturalmente que sí! ¿O es que acaso creí que había sido casual el que se presentara el otro día en mi casa para traer él mismo las compras? Aquel tipo era terrible, había estado a punto de hacerme creer que era yo la arquera invencible cuando en realidad estaba actuando como cervatilla despistada. Y no hay nada que me fastidie más en esta vida que representar ese papel. Pero la partida cinegética no había hecho más que empezar, de modo que ya veríamos quién sería el primero en cobrar la pieza.

A las dos horas en punto de haber dejado a Garzón a merced de aquella domadora de fieras, volví a comisaría y me quedé esperándole. Se retrasó más de 30 minutos, cosa insólita en él. Al cabo de este tiempo apareció contento y pimpante, apestando a cerveza como un minero gales.

—No sabe lo fascinante que puede llegar a ser el mundo de los perros, Petra —soltó por las buenas—. Y no se imagina hasta qué punto Valentina es capaz de dominar a esos bichos.

—¿Valentina?

—Sí, la entrenadora. Se llama Valentina Cortés.

—No parece haber tenido dificultades de relación.

—Bueno, es una mujer muy abierta y cordial. Naturalmente he estado sonsacándola. En principio no me parece que haya nada sospechoso. Creo que Espanto nos llevó hasta allí por casualidad.

—Tendremos que verificar si ésa es la única posibilidad.

—Como quiera, pero no creo que la mujer tenga nada que ver en el caso.

—¡Vaya, Garzón!, tal se diría que Valentina no sólo domestica perros, sino también policías.

Se mosqueó como en la época en que yo solía buscarle las cosquillas:

—Inspectora... no sé qué contestarle a eso sin faltarle al respeto.

—¡No se pique, amigo mío! —le dije dándole un par de sonoros mamporros en la hombrera—. Si quiere tener un buen motivo para estar de mal humor, enseguida voy a dárselo.

—¿Qué quiere decir?

—Que no tenemos tiempo para comer.

—¿Por qué?

—He hablado con nuestro hombre en el bar Las Fuentes. Después de una semana de espionaje, ha llegado a la conclusión de que sólo hay parroquianos habituales a la hora del café. Lo demás es gente de paso. Si alguien conocía a Lucena, ha de estar allí después del almuerzo, por lo visto esos clientes son de los que no fallan. De modo que hemos de ir a buscar a Espanto a mi casa, y llegar al bar no después de las tres y cuarto.

—¿Sigue empeñada en que ese maldito chucho haga de detective?

—¿«Maldito chucho»?, ¿no decía que los perros eran fascinantes?

Me acompañó de mala gana. Si había algo sagrado para Fermín Garzón, aparte del cumplimiento del deber, era la necesidad de alimentarse. Lo convencí diciéndole que podía pedir un bocadillo en el bar Las Fuentes, y en el coche lo distraje haciéndole preguntas sobre la entrenadora.

—Ya sabe, tiene su propio negocio con los perros. Sus padres eran payeses y vivían en el campo. A ella le gusta mucho el campo, me ha dicho que, cuando se retire, comprará con sus ahorros una finquita, es la ilusión de su vida. Nunca se ha casado. Vive sola en una casa pequeña, en Horta.

Evidentemente el interrogatorio había versado sobre la vida privada, o al menos ése era el tema que la interrogada prefirió tratar. En cualquier caso, tampoco Garzón hubiera podido hacerle preguntas sustanciosas sin que a ella le pareciera sospechoso.

Recogimos a Espanto, que investido ya de un cierto aire de perro policía responsable, no parecía acordarse de los contratiempos pasados durante la mañana. Llegamos al pringoso bar Las Fuentes justo cuando las vaharadas del aceite frito empezaban a mezclarse con las del café. Nuestro espía estaba en la barra, nos lanzó una mirada de connivencia. Sentí piedad por él. Una semana metido en semejante antro debía haber sido terrible.

El dueño miró a Espanto con mala cara, pero como seguramente nos recordaba, no se atrevió a echarnos. Nos sentamos en una mesa y pedimos café, Garzón un bocadillo de tortilla. En una mesa vecina había organizada una partida de dominó. Iban entrando hombres solos, algunos se saludaban, otros no. Espanto no hacía indicación de reconocerlos. Yo no le quitaba el ojo de encima al dueño, necesitaba advertir cualquier mueca o señal de aviso que pudiera hacer. El tipo estaba sereno, no nos prestaba atención. Malcarado y metódico, servía cafés y copas de brandy que olía a aguarrás. Garzón reclamó su tortilla inútilmente; la cocinera se había marchado ya. Una catástrofe. Pasó media hora que se me antojó eterna. El subinspector movía una pierna espasmódicamente como si siguiera el ritmo de una enloquecida orquesta de dixieland. Espanto, por el contrario, dormitaba tranquilo tumbado en aquel suelo lleno de colillas, bigotes de gamba y servilletas de papel. Le acaricié la cabeza para ver si se despabilaba. Me lameteó la mano, tierno. Fue entonces cuando erizó las orejas y, mirando hacia la puerta, se puso en pie. Movía el rabo y tiraba de la correa pugnando por marcharse. Lo solté. Ya cerca de la barra había un tipo que acababa de entrar. Espanto corrió hacia él, dando grititos, y apoyó las patas delanteras en una de sus piernas. El tipo lo saludó, sonrió y se dirigió al dueño del bar.

—¡Eh!, ¿qué hace éste aquí? —preguntó espontáneamente. Nada más haber hablado comprendió que algo iba mal y miró alrededor, inquieto. Garzón ya estaba a su lado.

—Somos policías —dijo—. ¿Conoce usted a este perro?

—No, no. No sé de quién es.

—Será mejor que no diga nada ahora y nos acompañe a comisaría.

No recuerdo qué protestas desarticuladas balcuceó, pero el subinspector le ordenó callar en voz baja y contundente. En comisaría dejamos a Espanto en el coche. Los guardias llevaron al hombre a un despacho. Garzón y yo parlamentamos a solas antes de interrogarlo.

—Si es mínimamente listo, por mucho que sepa no dirá nada. Dudo de que el testimonio de un perro tenga validez legal.

—¿Le hará ponerse en pelotas como hizo aquella vez con un sospechoso? —me preguntó.

—¡Ni hablar!

—¿Por qué?

—Es feo como un diablo.

Era tan horrible como Lucena, con un aspecto canallesco, granujiento, pobre, corrupto, desgastado, roto, derrotado. Y la prueba reina de su total marginalidad la proporcionaba el hecho de que, teniendo aquella pinta, se adornara. Llevaba pantalones de pana rojos y, cerrando el cuello de la camisa floreada, usaba un lazo de cuero pasado por una especie de medallón metálico, al modo de Búfalo Bill cuando se ponía de etiqueta. Dijo llamarse Salvador Vega, y empezó negando que conociera a Ignacio Lucena Pastor. Era débil y estaba asustado. Garzón enseguida se dio cuenta y decidió intimidarlo con su estilo más brutal.

—¿A qué te dedicas?

—A la artesanía.

—¿A la artesanía de qué?

—Hago palomas y pájaros de escayola. Algunos los pinto de colores y los vendo a las tiendas de baratillo, otros los dejo tal cual y me los compran en las tiendas de manualidades.

—¡Coño! —dijo Garzón—. ¿Usted cree, inspectora, que alguien puede ganarse la vida pintando palomas?

El tipo se puso nervioso.

—¡Les juro por Dios que es eso lo que hago! Si quieren los llevo a mi casa y les enseño el taller con los moldes de plástico y las figuritas. Me gano la vida así. No me falta dinero para vivir, pago el alquiler, las facturas, ¡hasta tengo una furgoneta para repartir el material! Vamos ahora mismo si no me creen.

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