—¡Quieto, estáte quieto! —le grité.
La entrenadora hizo gestos tranquilizadores en el aire.
—¡Cójalo en brazos! —me ordenó. Obedecí como pude—. ¡Ahora tápele los ojos con la palma de la mano! ¡Eso es!
Espanto se quedó inmóvil. Entonces ella le tocó la cabeza, lo acarició, le permitió que la oliera. El perro aflojó la tensión, se tranquilizó.
—Ya puede soltarlo.
—No entiendo por qué...
—No se preocupe, siempre pasa lo mismo. Los perros que me ven entrenando luego tienen pánico de mí. Es por los gritos y la fusta.
—No me extraña que tengan miedo... —terció Garzón—, la verdad es que está usted muy impresionante.
La mujer soltó una sonora carcajada.
—¡Todo es puro teatro, créanme! Pero los perros no distinguen entre apariencia y realidad, son demasiado nobles para eso. ¿Viven por aquí?
—No —contesté—. Hemos venido por un asunto de trabajo y nos ha llamado la atención su entrenamiento.
—Hay mucha gente que se para a vernos. Nuestros mejores espectadores son los jubilados, ¡y los niños durante el fin de semana!
—¿Enseña a los perros a atacar? —preguntó Garzón.
—Les enseño a defender al amo, también a obedecer cualquier orden y a seguir un rastro. Es mi oficio.
—¿Cualquier perro puede aprender a hacer esas cosas, incluso éste? —Señalé a Espanto.
—En principio... pero yo sólo trabajo con razas específicas de defensa.
—Y supongo que, con los tiempos que corren, no le faltarán clientes.
—No puedo quejarme. Hay muchos aficionados, además tengo a la gente que viene por necesidad: comerciantes que quieren entrenar a su perro para que les guarde la tienda, guardas de seguridad...
—Me parece apasionante —dijo el subinspector.
—¿De verdad se lo parece?
—¡Naturalmente!, debe de ser algo lleno de emociones.
Garzón no sólo había tomado la voz cantante contraviniendo mis órdenes, sino que le estaba echando imaginación. Su estilo cordial dio buenos frutos.
—Oigan, yo ya he terminado por hoy. ¿Por qué no tomamos una cerveza en ese bar?
—¡Estupendo! —dijo Garzón.
Yo repliqué:
—A mí se me ha hecho algo tarde, tengo que volver al despacho. ¿Quedamos allí dentro de un par de horas, Fermín?
Los dejé envueltos en aquella nube de exclamaciones y coincidencias felices, rumbo al bar. Garzón lo había hecho muy bien; si había algo que averiguar él lo averiguaría. Su contertulia parecía de palabra fácil.
Me llevé a Espanto a casa y allí lo dejé, descansando de tantas emociones. Yo me dirigí a la tienda del veterinario. Me atendió su tan cacareado ayudante, que no era una bella mujer, sino un joven de pinta vulgar y mirada aburrida. Tuve que esperar hasta que Juan Monturiol hubo acabado todas sus visitas. Pasé el tiempo ojeando revistas, todas sobre perros. Era increíble; comprendí que en torno al perro giraba un mundo que yo no había podido ni sospechar: veterinarios, fabricantes de comida para perros, cuidadores, entrenadores... Bueno, era obvio que la gente no sólo se dedica a leer el periódico y pasear; bajo la corteza uniformizante de la ciudad resulta haber un montón de aficionados a cosas raras: enólogos, adoradores del sol, especialistas en setas y amantes de los perros.
Juan apareció por fin vestido con bata blanca. Despedía cortésmente a una señora que arrastraba un caniche. Me miró y, quizás sólo fuera imaginación mía, los ojos se le agrandaron un poco.
—¿Algún problema? —preguntó, y noté que, por lo que diablos fuera, sonaba en plan irónico.
—Sólo será un instante —me vi obligada a disculparme.
Hizo que pasara y me sentara en la silla preparada para visitas con can. Olía a desinfectante. Un grupo de angelicales cachorros en grupo miraba desde un cuadro.
—He venido a hacerte una pregunta técnica, por curiosidad. Quiero saber lo siguiente: si un perro anda buscando un rastro y te conduce donde hay otros perros... —Era difícil darle forma casual a algo tan preciso, pero no hicieron falta disimulos. Me interrumpió.
—Eres policía, ¿verdad?
—¿Puedo preguntarte cómo lo has sabido?
—Si a alguien le anuncian un muerto por teléfono y tiene que salir precipitadamente de casa caben dos posibilidades: o es médico o es policía. De haber sido médico, dado el paralelismo de nuestras profesiones, me lo hubieras comentado cuando visité a tu perro.
—Con semejantes dotes de deducción quizás debieras ser tú también policía.
—Si me haces una buena oferta... ¿Qué grado tienes?
—Soy inspectora.
Silbó. Estaba reproduciendo paso a paso una de las típicas reacciones de quien se entera de tu condición de policía.
—¿En qué puedo ayudar a la ley?
Me armé de paciencia.
—Esta mañana hemos llevado a mi perro hasta el lugar donde se cometió un delito, con la esperanza de que encontrara el rastro de algo conocido. Y... en efecto, ha seguido un camino. Hemos ido tras él y... bueno, ahora empieza la duda, nos ha llevado hasta un solar donde hay un campo de entrenamiento y un buen montón de perros. Dime, ¿crees que es significativo que nos condujera hasta allí, quiere eso decir que estaba familiarizado con la ruta, o se limitó a oler a los otros perros en la distancia y fue encaminándose hacia ellos?
Se rascó el pelo trigueño, brillante. Estaba serio y pensativo. Abrió la boca para expresar una duda inicial. No era atractivo, ni resultón, ni bien parecido; era guapo, guapo medular, guapo hasta los tuétanos.
—¿A qué distancia estabais de ese centro?
—¡Oh, bueno! No sé, dos largas calles, una de ellas formando ángulo.
—Verás, es bastante difícil asegurarlo, cualquiera de las dos posibilidades es factible; de hecho, es muy fácil que haya predominado el olor de los otros perros pero... no me atrevo a decirte nada definitivo, no soy un experto en perros.
—¡Pero eres veterinario!
—Sí, conozco la anatomía del animal, sus hábitos, las circunstancias de su reproducción y todo lo relacionado con sus dolencias. Pero los perros son mucho más que eso, ¿sabías que en Estados Unidos hay incluso psiquiatras caninos? Se trata de un animal complejo, no en balde ha sido durante toda la Historia el compañero del hombre; se le han contagiado nuestras neurosis y manías.
Cuando sonreía, el espectáculo de sus labios carnosos y dientes blancos era casi insoportable.
—Entonces será mejor que recurra a la sección de perros que tenemos en la policía.
Volvió a rascarse el pelo llevándome esta vez casi hasta el delirio.
—No sé si es lo indicado. Seguro que en esa sección tendrán noción sólo de entrenamiento, no de comportamiento. Es demasiado restrictivo. Además, casi siempre suelen ceñirse a una raza: el pastor alemán.
Se levantó y fue hacia un fichero. Rebuscó. Tenía un occipital propio de la más clásica estatua griega.
—Lo que voy a hacer es darte la dirección del mejor experto canino de la ciudad. Tiene una tienda dedicada en exclusiva a libros de animales y lo sabe todo sobre perros, todo.
Sacó un tarjetón azul y copió los datos en una de sus recetas.
—El nombre de la tienda es Bestiarium y ella se llama Ángela Chamorro.
—¿Una mujer? —pregunté.
—¿Te sorprende? —regresó a la ironía.
—En absoluto.
¡En absoluto! ¿Era aquello una fina respuesta, algo que se pareciera a un rasgo ingenioso, a una carambola verbal? ¿Dónde había dejado mi mordacidad característica para con el otro sexo? Siempre me ocurría lo mismo: cuando iba de Diana Cazadora, que era justo cuando más falta me hacían los dardos, solía quedarme con el carcaj vacío.
Le di las gracias y empecé a despedirme. Puede que aquella experta fuera providencial para la investigación, pero resultaba un escollo para mí. Ahora ya no tendría libertad para acercarme a aquel bombón con la excusa de hacerle preguntas técnicas. Por fortuna aún contaba con Espanto; sería menester inventarse alguna enfermedad benigna pero insidiosa para mi perro, aunque fuera una pequeña fobia psicológica copiada de los chuchos americanos.
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