—Sólo falta un ratito para las ocho, así que cerraré la tienda y podremos hablar más tranquilos; a estas horas ya no suele venir casi nadie.
Nos hizo pasar a una pequeña trastienda llena de cajas con libros. Sobre una mesa camilla reposaba un servicio de té usado, y en el suelo dormitaba, filosófico, un enorme perro peludo. Hice un gesto de sorpresa al verlo.
—No se asusten, por favor, ésta es Nelly, mi perra, un hermoso ejemplar de mastín del Pirineo completamente inofensivo. Siéntense. —Acarició el lomo del animal con infinita delicadeza. Éste suspiró—. Ustedes dirán, aunque les advierto que quizás no sepa contestar a las preguntas que quieren hacerme.
—Juan dice que es usted la mejor experta en perros del país.
Sonrió, ligeramente sofocada.
—Espero que no le hayan creído.
Tenía clase, era además inteligente y rápida; enseguida entendió los matices de la historia de Espanto en el Carmelo. Se quedó pensando un momento tras oírla, luego preguntó:
—¿Mostraba su perro una actitud de interés cuando lo conducía por las calles?
—¿Interés?
—¿Llevaba la nariz pegada al suelo, sin distraerse para oler otras cosas, sin detenerse?
—Me temo que no, lo olisqueaba todo, especialmente al principio, luego fue concentrándose más.
—¿A qué distancia estaban de ese campo de entrenamiento cuando comenzó a concentrarse?
—Calculo que, más o menos, a unos cuatrocientos o quinientos metros.
—¿Había alguna perra en celo entre los animales reunidos allí?
—No lo sé, es probable que sí. Podemos enterarnos si es preciso.
—Verán, si el perro se hubiera guiado por la memoria, es porque ese lugar, por algún motivo, resultaba agradable para él. Quizás su dueño lo llevara allí de paseo, quizás allí le daban alguna golosina. Jamás los habría conducido a un sitio donde hubiera vivido una experiencia negativa, aunque fuera una única vez. Si por el contrario, siguió un rastro concreto ese día, tuvo que ser algo muy atrayente, una perra en celo, por ejemplo. Quinientos metros es una distancia considerable, casi la máxima en la que el olfato de un perro es efectivo. También hay que contar con las condiciones atmosféricas, que son una variable muy determinante. ¿Hacía viento ese día?
Garzón y yo nos miramos, cazados en nuestra ignorancia.
—¿Usted lo recuerda, subinspector?
—Ni idea.
—Bien, en fin, eso no es tan grave. Digamos que, por sí mismo, un grupo de perros no constituye motivo suficiente como para atraer la atención olfativa. Claro que podía haber, como les he dicho, una perra en celo, o quizás comida de la que emplean los entrenadores como recompensa para los perros que ejecutan bien las maniobras.
—La entrenadora se llama Valentina Cortés.
—Tiene fama de ser muy buena.
—¿La conoce?
—No personalmente, pero en este mundo del perro todos acabamos sabiendo de los demás.
—En definitiva, que no es significativo que Espanto nos llevara hasta allí. Quizás no había estado nunca antes.
—Entérense de lo de la perra en celo, es un dato importante.
Garzón sacó una libretita y apuntó.
—Hay otra pregunta que quiero hacerle, Ángela, y, por lo que veo, es usted la persona indicada para contestar cualquier cosa sobre perros.
—¡Oh, no diga eso! —Estaba encantada con mis palabras.
—Se trata de los perros utilizados en la Facultad de Medicina. ¿Para qué los quieren y de dónde suelen sacarlos?
—Bueno, supongo que los necesitan para investigación. La raza ideal para la investigación médica es el beagle, un simpático perro inglés de tamaño mediano cuyo cometido genérico es la caza. El beagle caza faisanes, liebres... pero incluso le han enseñado a cazar ¡peces! Luego se descubrió la similitud de algunos de sus tejidos orgánicos con los humanos, y empezó a usarse en todas las facultades de Medicina del mundo. Suelen tener sus propios criaderos y establos.
—¿No necesitan ser abastecidos de modo irregular, por ejemplo, con perros robados?
—En fin, lo del tipo de los bajos fondos que vende perros, ¡o cadáveres!, a la Facultad yo diría que pertenece a otros tiempos, aunque ¿quién sabe? Otra cosa son los laboratorios privados, las firmas de cosmética, en eso hay mucha opacidad. Ustedes ya saben que existe un fuerte rechazo social a la vivisección. El resultado es que cierran sus puertas a cal y canto, nadie sabe qué perros utilizan, de dónde los sacan o cómo lo hacen. No se arriesgan a una mala propaganda. Poco tienen que hacer en ese mundo las sociedades protectoras de animales.
Su limpia mirada se perdió en el aire.
—¿Creen que lo que les he dicho puede servirles para sus indagaciones?
Estaba encantada de colaborar.
—¡Naturalmente que nos ha servido!
—Aunque debo advertirles que, tratándose de perros, no hay nada seguro, nada definitivo. Los perros no son máquinas, son seres vivos, tienen reacciones imprevistas, sentimientos, personalidad propia, tienen incluso... bueno, estoy convencida de que incluso tienen alma.
Nos miró, arrobada por la mística de su propio discurso.
—Yo... —abrió la boca Garzón por primera vez en toda la entrevista. Ella le escuchó, atenta.
—Dígame.
—Disculpe, pero me pregunto si podría comerme una de esas galletitas. —Señaló el plato a medio consumir que había junto a la taza de té vacía.
Ella quedó descolocada, y luego soltó una carcajada feliz:
—¡Querido amigo, discúlpeme usted a mí! Enseguida voy a prepararles un té, ni siquiera se me había ocurrido.
Garzón se despepitaba en explicaciones tardías:
—Es que no he comido en todo el día por cuestiones del servicio y empiezo a sentir una debilidad...
Ella se compadecía preparando té desde la cocinilla adosada:
—Me imagino que andar todo el día de pesquisas debe de ser muy cansado, ¡y peligroso!
Miré a Garzón y le dediqué un cabeceo reprobatorio como se hace con un niño imprudente. Se encogió de hombros, frívolo, dejándose querer. La perra peluda nos miraba.
Salimos de la librería pasadas las diez de la noche. Habíamos comido galletas y bebido té; supimos que Ángela era viuda de un veterinario, que su tienda funcionaba a las mil maravillas y que adoraba a los perros. A este respecto y, una vez roto el hielo y recobrado el humor tras el tentempié, Garzón se dedicó a contarle las curiosas costumbres que había en su lejano pueblo de Salamanca con los perros de la trashumancia. Ella le escuchó embelesada, como si aquellos chuchos esteparios fueran el tema de conversación más interesante que había tratado jamás.
Llegué a casa rendida, confusa. Espanto corrió hacia su comida y se lanzó a comer como un poseso. Definitivamente, aquel can era el alter ego de Garzón. Tiré mi abrigo sobre el sofá y le di a la tecla del contestador automático:
—«Petra, soy Juan Monturiol. He estado esperando a que me recogieras, pero ya son las ocho y media. Me voy a casa. Supongo que cuando uno queda citado con una policía, estas cosas pueden pasar. Espero que, al menos, hayas encontrado al terrible asesino en serie de las películas americanas.»
«¡Coño!», susurré, y luego fui elevando la intensidad del taco hasta la blasfemia. Me había olvidado por completo. ¿Hasta qué punto de idiocia estaba llevándome el trabajo? ¿A qué jugaba, a ser una detective de novela? ¿Qué prisa tenía por descubrir al asesino? No iba a ser menos asesino por unas horas más en libertad. Me había perdido una sonrisa cautivadora, un torso de estibador, ¡un auténtico culo griego! Y lo peor era que Juan Monturiol iba a interpretar mi plantón como una cabezonada, una cuestión de principios en cuanto a «quién lleva la iniciativa». Justo lo que no debía interpretar, primero porque era verdad que yo podía pensar esas cosas, y segundo porque aquello complicaría innecesariamente la relación y dilataría el proceso de encamamiento. Me acometió un ciclópeo mal humor.
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