Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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Salió con paso semiatlético en busca del encargado de la perrera. Entonces la enfermera se acercó a nosotros y nos miró irónicamente.

—El doctor Castillo es una autoridad internacional en experimentación farmacológica, una eminencia reconocida que asiste a congresos en todo el mundo. Aunque ustedes ya saben que los hombres sabios suelen ser un poco excéntricos, ¿o quizás no lo saben?

Asentimos culpablemente, cogidos en falta por nuestra dichosa mirada. Después de ese discurso la enfermera desapareció. Garzón estaba demasiado alterado como para hacerle caso.

—¿Se da cuenta, inspectora?, ¡esas putas libretas ya no son tan misteriosas! Los nombres ridículos son de perro, las menciones de tiempo son las edades y las cantidades es lo que pagaron por ellos.

—Sólo una arroja luz sobre el tema, la otra sigue siendo oscura. De todas maneras, no se ponga contento demasiado pronto.

Entró un hombre mayor vestido con mono azul. Se le veía inseguro. También reconoció a Lucena como Pincho, y dijo no haberle preguntado nunca de dónde sacaba los perros. Estaba tan paralizado que Garzón se vio en la obligación de tranquilizarlo.

—Oiga, esto no es más que un interrogatorio normal como en cualquier investigación. No estamos acusándole de nada.

—Es que el doctor Castillo acaba de decirme que han matado a Pincho, y aunque yo no lo conociera de nada... no sé, muerto así... ¡Y no será que yo no vea a perros morirse!, pero una persona siempre impresiona más, ¿comprenden?

—Creo que sí —dije.

—Ese Pincho no debía de ser trigo limpio. Alguna vez se lo había dicho al doctor, pero como él es un santo de altar, tan bueno con todo el mundo, pues no quería privarlo de ganar unas pesetas.

—¿Por qué piensa que no era trigo limpio?

—No sé, por la pinta. Además, yo siempre estuve seguro de que tenía algún apaño raro con la Guardia Urbana o con los de la perrera. Es la única manera de que consiguiera tantos perros. No iba a ir cazándolos por la calle. Hubo una época en la que teníamos muchos alumnos internos y se necesitaban muchos perros. Pues bueno, ¡siete le pedías y siete te traía!, ya me dirá usted, tantas facilidades... uno llegaba a pensar mal.

—¿Se ponía en contacto con él en algún teléfono?

—No, venía siempre por aquí, como esto de los perros tampoco es de un día para otro...

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—¡Dejó de aparecer hace muchísimo tiempo! A veces lo habíamos comentado con los de aquí: «A este tío o le ha tocado la lotería o se ha muerto».

—¿No pensaron que podía haber encontrado trabajo?

—¿Trabajo? Mire, yo no sé casi nada, soy muy ignorante, pero en lo de localizar la vaguería nunca fallo, y créame, Pincho no era de los que trabajan.

Aquel sencillo currante con ojo clínico nos había mostrado un camino probable. Si Lucena conseguía todos los perros que le pedían, era obvio que tenía un sistema para obtenerlos. La deducción del hombre era evidente: contaba con un contacto corrupto, corrupción de menor cuantía, en la Guardia Urbana o en la perrera municipal. Lo que procedía era dar con él.

Garzón concedía más importancia al tema de las libretas contables, que en efecto tampoco era manco. El contenido de una de ellas había quedado completamente aclarado, nos ayudaba además a localizar los hechos temporalmente. La última fecha de venta de un perro a la cátedra databa de dos años atrás. Parecía pues evidente que, desde hacía dos años, Lucena ya no se había conformado con ganar diez mil pesetas por perro en la Facultad de Medicina. Pero su actividad no se detuvo ahí: teníamos la libreta número dos, que demostraba una prolongación de sus negocios. En ésta, las cantidades sufrían un incremento tan notable, que se hacía difícil inferir a qué se debía. Como decía Garzón, sin duda seguían siendo perros el objeto de las transacciones: parecidos nombres, parecidas edades junto a ellos... lo único que cambiaba era el montante del dinero.

—Quizás le pagaban más por hacer lo mismo en otra parte.

—¿Aportar perros para experimentación?

—Exacto. ¿Y dónde se hace investigación que no sea en la Universidad?

—En la industria farmacéutica, tal y como nos dijo Ángela Chamorro.

—¿Tanto paga la industria por unos cuantos perros callejeros?

—No sabemos a cuánto anda la carne de perro en el mercado negro.

Miré al subinspector con una cierta desesperación.

—¡Todo esto es tan macabro, y al mismo tiempo tan grotesco! ¿Se da cuenta de que estamos metidos en un asunto absurdo?

—Por ese asunto absurdo se cargaron a un tío.

—A un tío del que ni siquiera sabemos la identidad real.

—Ya lo dijo usted una vez, inspectora. La Historia no sabe quién era en realidad Shakespeare, pero escribía obras literarias. Bueno, pues puede que nosotros no sepamos quién fuera Lucena Pastor, pero traficaba con perros.

—¡Traficaba con perros, hay que joderse!

Garzón miró de pronto qué hora era.

—Me voy, Petra, tengo una cita para comer.

—¿De trabajo?

—No, privada. La veré en comisaría.

—Póngase en contacto con el sargento Pinilla en cuanto llegue. Dígale que investigue en la Urbana y en la perrera municipal. Es imprescindible averiguar quién le proporcionaba los perros a Lucena.

—Si es que ese alguien existe.

Lo miré, preocupada. Repetí gravemente:

—Si es que ese alguien existe.

Pensar que quizás iniciábamos un movimiento en sentido completamente equivocado era lo peor. Producía una sensación de estupidez, como un niño que, jugando al escondite, busca en el rincón opuesto a donde están sus compañeros riéndose. Encima, aquel maldito caso no suscitaba en mí ningún tipo de pasión, carecía de componentes emocionales. La víctima, insignificante, no ponía en funcionamiento los mecanismos de la justicia vengativa como lo habían hecho las chicas violadas de mi asunto anterior. De hecho, ni por un instante habíamos supuesto que Lucena fuera inocente. Desde el principio estuvimos convencidos de que, en cierto modo, él se había buscado la paliza que le costó la vida. Algo terrible si se piensa a fondo, porque lo único de lo que habíamos partido para llegar a esa conclusión era en realidad su aspecto, es decir, los indicios sociales que revelaba su aspecto. ¿Le hubiéramos atribuido culpabilidad de haber tenido la pulcra pinta de un ejecutivo? Pero Lucena era como uno de aquellos perros con los que comerciaba: sin raza, sin belleza, cambiados de nombre con cada dueño, reclamados por nadie cuando morían. Con la única diferencia de que los perros inspiraban piedad porque eran inocentes.

Y bien, ¿debía deprimirme por mi actuación hasta la fecha frente a aquel hombrecillo? ¿Era adecuado autocensurarme por no sentir deseos vehementes de aclarar su asesinato? Ya le había rendido homenaje llevándole su perro al cementerio, mucho más de lo que hubiera aprobado cualquier persona razonable. ¡Al infierno pues con Lucena!, haríamos lo que buenamente pudiéramos por cazar a su asesino, justo lo que nos dictara el ejercicio estricto del deber.

Como no tenía hambre, decidí llenar el descanso del mediodía saliendo a dar una vuelta con Espanto. Enseguida nuestros pasos se encaminaron hacia la tienda-consulta de Juan Monturiol. ¿Empezaba yo a transitar por rutas fijas como los animales, o era que, también como ellos, me dejaba llevar por los instintos? Paseamos en círculos alrededor del local; al fin y al cabo, a Espanto igual le daba. Por fin, a las dos menos cinco salió el dependiente y a las dos en punto lo hizo el propio Monturiol. Fui hacia él. Llevaba una chupa estilo comando que le favorecía. Levantó las manos al verme.

—¡Lo tengo todo en regla, inspectora, no soy culpable!

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