—Comprendo —dijo con una voz modulada en graves—. Yo soy el veterinario. Este es mi negocio y arriba está el consultorio, pero como mi asistente ha salido, si quiere puedo echarle un vistazo aquí mismo.
Asentí. Se acuclilló junto a Espanto.
—¿Cómo se llama? —preguntó desde el suelo.
Dudé un instante, luego confesé:
—Espanto.
Levantó la vista, me miró con unos ojos que descubrí verde intenso, sonrió evidenciando una dentadura perfecta.
—¿Sabe qué edad tiene?
Negué. Abrió la boca de Espanto, la observó.
—Calculo que unos cinco años. ¿Sabe quién fue su dueño anterior?
—Sí, un amigo.
—Se lo pregunto porque a menudo debemos contar con los hábitos ya adquiridos de un perro que ha tenido dueño previo.
—Ya —dije, intranquilizada.
—No parece tener ningún problema de salud. ¿Le ha dicho su amigo si está vacunado?
—No, no me lo comentó, y ya no puedo preguntárselo... se ha ido de viaje.
—Está bien, le renovaremos las vacunas anuales para mayor seguridad. —De pronto descubrió algo que le llamó la atención. Cogió la oreja de Espanto —. ¡Eh, fíjese, tiene una cicatriz! Parece un mordisco, sin duda el mordisco de un perro grande y fiero, la cicatriz es muy profunda.
—¿Es reciente?
—No, en absoluto, parece bastante antigua. Aquí ya no le crecerá nunca más el pelo, aunque casi no se le nota, no le afea en absoluto.
Solté una estúpida carcajada de falsete.
—¿Cree que podría ser aún más feo?
Se puso en pie. Era alto y tenía las espaldas anchas, el pelo trigueño muy corto. Me miró con censura.
—No hay ningún perro feo, ninguno. Todos tienen un detalle de belleza. Sólo hay que saber descubrirlo.
—¿Descubre alguno en el mío? —pregunté muy en serio.
Se inclinó apoyando las manos en las rodillas, consideró los atributos de Espanto.
—Tiene una mirada muy noble, y unas pestañas largas y rizadas.
Me incliné yo también.
—Es verdad, no me había fijado.
Ambos nos percatamos a un tiempo de lo ridículo de la situación y nos enderezamos más circunspectos de lo que era necesario. Entonces las cosas fueron mucho más deprisa, el veterinario ofició como tal y vacunó al bicho. Luego cambió de cometido y se dispuso a venderme todo lo que necesitaba mi nuevo compañero. Enseguida comprendí que Machado, amante de ir «ligero de equipaje», jamás hubiera podido permitirse tener un perro. Adquirí un collar y una correa, un champú antiparasitario, un cepillo de púas, un bebedero automático, un comedero, un saco de pienso, una cesta-cama, unas toallitas limpiaorejas y otras limpiaojos. En fin, un ajuar que ya hubiera querido para sí la hija de un magnate. Naturalmente no podía transportar todo aquello, de modo que el veterinario se quedó con mis datos y prometió que su ayudante lo llevaría aquella misma tarde a mi domicilio. Tuve que rellenar una ficha de cliente. Como no tenía deseos de ser objeto de miradas curiosas ni de dar explicaciones, en la casilla destinada a profesión escribí «Bibliotecaria».
Una vez en casa me serví un par de dedos de whisky y me senté a leer el periódico. Espanto aprobó mis hábitos hasta el punto de relajarse y dormir. Quizás fuera verdad, quizás sus pestañas eran extraordinariamente curvadas. Un hombre curioso, aquel veterinario, y sensible. Sin duda bien parecido, o sería mejor decir guapo, guapo a secas, muy guapo. Con seguridad tendría esposa y cinco hijos, o sería homosexual, o su «asistente» resultaría una joven de veinte años con la que estaría liado; cualquier circunstancia que supusiera dificultades para aquello que me di cuenta estaba apeteciéndome una barbaridad: irme a la cama con él. Lo que le había dicho a Garzón no era más que la verdad, mis ligues en los últimos dos años habían dejado un saldo mediocre, insatisfactorio. Creo que globalmente podían clasificarse como demasiado tipificados. Suspiré.
Al cabo de una hora llamaron a la puerta. Corrí a abrir con Espanto incordiando entre mis piernas, y cuando lo hice, no tuve la menor duda de que el mismísimo Dios había puesto en mi camino a aquel chucho sarnoso. Era el veterinario en persona, cargado con una caja muy voluminosa.
—Mi ayudante ha tenido que marcharse deprisa, así que he venido yo mismo al cerrar la consulta. ¿Es demasiado tarde?
Pasé revista mentalmente a la ropa que me había puesto para estar por casa. Podía soportarse.
—¿Tarde?, ¡ni mucho menos! —dije riendo. Y me quedé allí plantada como una imbécil.
—¿Puedo dejar esto en alguna parte? —preguntó.
—¡Ah, disculpe!, pase, por favor.
Si seguía haciendo gilipolleces, aquella beldad saldría escapada por donde había venido. Debía actuar con decisión y rapidez.
—Puede dejarlo aquí si le parece.
Espanto bailoteaba en torno a él, olisqueándolo.
—¡Bueno, veo que me reconoce! Oiga, se me ha olvidado advertirle que procure asegurarse de que el bebedero tiene siempre agua fresca. Ese pienso no deja de ser comida desecada y necesita una buena ingestión de líquido. Beber es muy necesario.
Sonreí.
—Hablando de beber, ¿le apetece una copa?
Se quedó de una pieza. Debió de pensar que sólo las cuarentonas atacan tan de frente. En fin, quizás me había excedido en la concatenación casual de conceptos. Intenté suavizarlo.
—Bueno, le he visto tan cargado... a no ser que alguien esté esperándole.
—No —balbuceó. Luego se recompuso y contestó con desenvoltura—: Tomaré una copa encantado.
No recordaba haber jugado nunca tan fuerte, pero ¿qué puede hacer un cazador si la presa se le queda quieta y a tiro?
—En realidad se trata de una invitación interesada, pienso hacerle muchas preguntas sobre perros —dije desde la cocina.
—¡Adelante! —contestó, franqueando una entrada por la que yo pensaba colarme.
Puse hielo en su vaso y se lo ofrecí, con un atisbo de coquetería de la que ya ni me acordaba.
—Dígame todo lo que debo saber para ser dueña de un perro.
Se echó a reír dejando escapar un delicioso arpegio mozartiano.
—Bien, debe saber que un perro la amará siempre, pase lo que pase. Nunca le reprochará nada, ni le afeará su conducta, ni juzgará sus actos. Estará absolutamente feliz cada vez que la vea, no tendrá días buenos o malos. No la traicionará jamás, ni buscará otro dueño. Sin embargo, no todo son ventajas, junto a todas esas maravillas existe el inconveniente de que siempre dependerá de usted, nunca llegará a independizarse como hace un hijo; y es probable que sea usted misma quien deba determinar el momento de su muerte si las enfermedades de la vejez son excesivas.
Me sentí embelesada escuchándole. Aquel discurso era, de lejos, lo más poético que había oído en los últimos tiempos.
—¿Y qué debo hacer yo, a cambio?
—En fin, poca cosa: alimentarlo, cuidarlo mínimamente, y, si de verdad quiere disfrutar de él, observarlo. Fíjese en el humor que encierran algunos de sus gestos, en la melancolía de sus suspiros, en la alegría de su rabo, en la pureza de su mirada...
—En la inocencia —completé al borde del infarto.
—En la inocencia —corroboró él mirándome directamente a los ojos.
¡Dios, no podía ser real!, era tierno, inteligente, varonil, simpático. ¡Habría sido capaz de adoptar una boa constrictor si él me hubiera cantado sus excelencias! Si no conseguía llevarme a aquel tipo a la cama, no podría volver a darme rímel frente al espejo sin sentir desprecio por mí misma. Miré a Espanto, de pronto elevado a la categoría de fabulosa bestia mitológica.
—¿Estás casado? —pregunté.
Читать дальше