Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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—¡Joder, Petra, vaya cabreo que ha pescado el cura ese! He tenido que aguantar un sermón sobre que un cementerio es un lugar sagrado, sobre nuestra falta de respeto...

—¡Bah, délo por bien empleado!, por lo menos alguien ha llorado en el entierro de ese pobre diablo.

—¿Pobre diablo?, ¡ni siquiera sabemos a qué fechorías se dedicaba!

—Todo el mundo ha de tener en su vida un minuto de gloria. Nosotros se lo hemos regalado a Ignacio Lucena Pastor.

—Sí, sí, todo eso está muy bien, pero quien ha tenido que mamarse el chorreo del cura he sido yo... Oiga... huelo a eucaliptus.

—Es Espanto, se está zampando sus caramelos.

—¡Lo que faltaba! ¿Quiere que le cuente algo, inspectora? Cuando tenía nueve años me mordió un perro, y desde entonces, ¡los odio!

Solté un par de carcajadas.

—A todo el mundo en este país le ha mordido algún perro en la infancia; será el inconsciente colectivo, que acusa nuestras culpas.

—¡Leches, será!

—Oiga, Garzón, ¿sabe qué puedo hacer para compensarle? Voy a invitarlo a cenar en mi casa.

Pasó de fingirse enfadado a fingirse violento.

—No sé, inspectora; no quiero darle trabajo. A lo mejor no le apetece ponerse ahora a guisar.

—Siempre podemos comernos el pienso de Espanto... —dije—, así se resarce usted por lo de los caramelos.

Después de las espinacas a la crema y los entrecots, nos sentamos en el salón a saborear un brandy. Era prematuro descorazonarse, pero ya podíamos tener la seguridad de que aquel caso era complicado y caminaba lento. Al principio ni siquiera podíamos identificar a la víctima, y ahora no teníamos la menor idea de cuál había sido el móvil del crimen. No sabíamos qué estábamos buscando.

—Tengo la corazonada de que era un chulo de putas —dijo Garzón.

—No, partamos de lo real. No tenemos huellas ni tenemos testigos. Sólo contamos con las libretas de los nombres ridículos y con dos localizaciones geográficas: el bar donde lo vieron, en el que aún cabe alguna esperanza, y la calle donde lo encontraron.

—Es sólo una calle. Quizás lo agredieron en otra parte y lo dejaron abandonado allí por puro azar.

Di un sorbo profundo a mi brandy.

—Y tenemos a Espanto.

—Oiga, inspectora, ¿no está sobrestimando las posibilidades de su sabueso? Tampoco es Rintintín. Además, cada vez que entra en escena montamos un número.

—Estoy hablando completamente en serio, Fermín. Ese perro sin duda iba a los sitios donde iba Lucena, veía a las personas con las que él se encontraba. Si estuviéramos hablando de humanos diríamos que «sabe», y probablemente sabe mucho. Hay que llevarlo a los dos sitios, a los dos.

—¿Al bar también?

—También. El no va a contarnos nada, pero podemos confiar en su olfato, en el reconocimiento de gentes y lugares. ¿Ha visto cómo fue capaz de localizar a su amo aun dentro de un ataúd lacrado?

—Bien pensado eso es algo que hiela la sangre, ¿no le parece?

—Sí.

Ambos nos quedamos mirando al perro.

—Por cierto, ¿qué piensa hacer con él?

—No lo sé, de momento tiene trabajo que hacer, un trabajo quizás importante.

Le di unas palmaditas en la cabeza y él, como si hubiera comprendido, alzó su oreja estropeada y me miró lleno de gratitud por el protagonismo que le brindaba.

3

No eran ni las nueve de la mañana cuando enfilamos la empinada calle Llobregós hasta llegar al lugar exacto en el que Lucena había sido hallado. Espanto estaba encantado con el paseo, movía la cola y olfateaba. Por el contrario, Garzón, de haber tenido un rabo, lo hubiera llevado entre las piernas. Aquello de utilizar al perro seguía pareciéndole una pendejada, no tenía ninguna fe en la infalibilidad animal, menos que en la del Papa, pero consentía, poco más podía hacer.

Espanto no sintió nada especial en el sitio donde su amo fue hallado. Se movió en redondo, levantó la nariz y olió el aire. Entonces, sin excesivo ímpetu, escogió un camino y se puso en marcha. Yo lo llevaba cogido por la correa, sin estirar de ella ni corregir su rumbo. El perro siguió recto calle arriba, parando de vez en cuando para pegar el morro contra la pared de algún edificio. En un momento dado cruzó la calzada y se internó por un callejón más estrecho. Se detuvo junto a un árbol, levantó la pata trasera y se puso a orinar. Aquella pausa fisiológica irritó a Garzón, que se contuvo.

Cuando llegábamos al final del callejón, Espanto pareció interesado por algo y apretó el paso. Miré a mi compañero con intensidad esperanzada. Entonces el perro echó a correr. Lo seguí compulsivamente, segura de que habíamos dado con algo. Los dos últimos bloques de casas dejaron al descubierto un enorme descampado. Parte de él estaba acotado por una valla de alambre. En el interior se veían varias personas acompañadas de perros.

—¿Qué coño es eso? —oí preguntar a Garzón entre jadeos.

—Ni idea. Vamos a averiguarlo, pero no se identifique como policía hasta que no sepamos algo más.

A medida que nos acercábamos fui haciéndome una idea de la situación. Una mujer rubia y fuerte, de unos cincuenta años, hacía frente a un perro de aspecto fiero, protegido el brazo izquierdo con un manguito y el derecho con una fusta. El perro atacaba a mordiscos sobre la tela acolchada y rugía, la mujer daba potentes gritos de mando. Varios hombres, todos con un perro al lado, contemplaban la escena. Nos pusimos junto a otros curiosos que miraban, las caras pegadas a la verja. Espanto estaba aterrorizado, se escondía entre mis piernas intentando protegerse de los chillidos y el restallar de la fusta en el aire.

Cuando la mujer consideró concluida la maniobra de ataque, llamó a otro propietario de perro de los que, obviamente, aguardaban su turno. El ritual de la lucha se repitió. La mujer daba órdenes al perro en alemán, y a veces se volvía hacia el dueño y le chillaba explicaciones en español. El guirigay era considerable y el espectáculo resultaba, en su conjunto, vistoso y algo salvaje.

—¿Cree que esto tiene algo que ver con lo que andamos buscando? —preguntó Garzón en voz baja.

—Ni idea. Disimule y observe.

A nuestro lado había un muchacho con chándal que había dejado su bicicleta en el suelo para mirar con más comodidad.

—¿Los están domando? —le pregunté en tono casual.

—Es un campo de entrenamiento.

—¿De entrenamiento físico? —solté sin aparentar demasiado interés.

Me miró como si fuera idiota.

—Son perros de defensa personal, y ésa es la entrenadora.

—¡Ah! —exclamé.

—Es una entrenadora profesional —aclaró.

—¿Tú la conoces? —inquirí arriesgándome a levantar alguna sospecha.

—Los veo a veces, siempre están aquí. —Miró a Espanto y dijo con retranca—: ¿Es que quiere entrenar a ése?

—¡Quién sabe!, quizás sí, es muy valiente si se lo propone —contesté de mal humor.

El chico dio media vuelta, se puso unos pequeños auriculares en los oídos, cogió la bicicleta y se alejó sin decir adiós.

Nosotros nos quedamos allí, quietos, hasta que el entrenamiento acabó. Éramos ya los últimos mirones. Los perros y sus dueños empezaron a salir del cercado. La entrenadora los despedía junto a la puerta, charlando con ellos. No podíamos seguir mirando sin llamar la atención, las opciones eran abordarla o marcharnos. No teníamos suficiente información como para desdeñar algún dato más.

—Déjeme a mí —le susurré a Garzón.

Nos acercamos hasta donde estaba, y cuando sólo nos separaban unos pasos de la puerta, Espanto empezó a aullar como un poseso, a tirar de la correa intentando huir. Ella se fijó en nosotros, miró al perro y sonrió. Despidió a la gente y vino directa en nuestra dirección. El perro se puso aún más histérico, cruzándose entre mis piernas. A pesar de su pequeño tamaño desarrolló una gran fuerza.

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