Rosa Montero - El Corazón Del Tártaro

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– ¡Señorita Zarzamala! Ahora no es un buen momento para venir, los muchachos están cenando, les distrae cualquier cosa…

La enfermera llamaba muchachos a todos los residentes, incluyendo al viejo matusalénico que imprecaba a los cielos.

– Lo siento, pero tengo que ver a mi hermano. Sé que todavía es hora de visita…

– Sí, sí, pero, en fin… Bueno, pase usted… Y luego querrán que los muchachos estén tranquilos y arreglados, con este desorden de visitas…

La guió por el pasillo, refunfuñando, y la dejó en la puerta del comedor. Era una habitación grande construida con la suma de tres pequeñas: en las paredes se veían las marcas de los antiguos muros derribados. A la mesa, larga y con forma de U, cubierta con un hule de florecitas, se sentaba una quincena de asilados, todos aquellos que podían valerse por sí mismos. De pie dentro de la U, un par de auxiliares se afanaban por atender a los comensales: servían los platos, ponían orden, limpiaban barbillas, ayudaban a coger los pedazos de comida demasiado huidizos. Los cubiertos, así como la vajilla y los vasos, eran de plástico, lo cual no facilitaba las maniobras. Pero evitaba accidentes enojosos, como aquel protagonizado por una anciana que, años atrás, le clavó un tenedor en el muslo a su vecina de mesa. Miguel se encontraba en una esquina. Siempre le gustaron los extremos. Prefería permanecer lo más aislado posible de los demás.

Zarza arrastró una silla y se sentó junto a él. Su hermano estaba comiendo macarrones gratinados con los dedos y ni siquiera levantó la cabeza para mirarla.

– Hola, Miguel.

El chico no dijo nada, pero colocó un macarrón sobre el hule, frente a Zarza. Ella lo cogió con cierta repugnancia y se lo comió. Estaba frío y gomoso. Casi todos los residentes habían terminado ya de cenar; Miguel adoraba los macarrones y se los había guardado golosamente para el final, incluso para después del cacao con leche.

– Hummm, muchas gracias, Miguel.

Su hermano puso otros dos macarrones en el hule pringoso.

– Gracias, mmm, qué ricos, pero ya no me des más, no quiero más, cómetelos tú, yo no tengo más hambre…

Miguel echó una rápida ojeada a Zarza, sonrió un poco y siguió comiendo. Estaba contento de verla, eso era evidente.

– Ya te dije que no me iba a ir, ¿lo ves? He venido para que te quedes tranquilo. No te voy a abandonar nunca más.

Aunque, en realidad, ¿a quién quería tranquilizar Zarza con esa visita, a su hermano pequeño o a sí misma? Había algo poderoso y confuso que impulsaba a Zarza hacia Miguel, algo a medio camino entre el sufrimiento y el alivio, como cuando la lengua se va sola hacia la encía hinchada sobre una muela a punto de salir. Duele al apretar, porque la carne se rompe; pero también consuela, porque, cuanto antes quede libre el diente, antes acabará el tormento. En el regazo, sobre los muslos cerrados y apretados como las piernas de una púdica doncella, Miguel guardaba el Rubik, deshecho en un revoltijo de colores.

– Ah, tienes ahí tu cubo… -dijo Zarza, cogiéndolo. Miguel se lo arrebató de las manos.

– Es mío.

– Lo sé, lo sé…Me gusta. Es bonito. Cambia todo el rato. Lo sé. Es un juguete precioso.

Miguel daba vueltas al azar a los cuadraditos con sus dedos pálidos y arácnidos, y el objeto, en efecto, se transformaba de un instante al otro. No recordaba Zarza el número exacto de posiciones que podía tener el maldito cubo, era una cifra imposible y extraordinaria, quintillones de combinaciones de las cuales sólo una albergaba la solución; esto es, la homogeneidad de los colores, el orden, la armonía, la calma primigenia antes del caos. Zarza odiaba esa desalentadora abundancia de posibilidades. Que fuera tan difícil atinar y tan fácil perderse. Se sentía por completo incapaz de pastorear los cuadrados de colores hasta su posición primera, de la misma manera que había sido incapaz de ordenar su propio destino. En realidad, Zarza se consideraba un fracaso existencial; no sólo no sabía ser feliz, un conocimiento que pocos poseían, sino que ni siquiera sabía vivir la vida más simple y más estúpida. En esto era más inútil que un niño, más inepta que un tonto. Más inhábil que Miguel, el tonto de la familia, como decía Nico. Aunque Miguel no era tonto. Era puro y distinto.

– ¿Estás contento de que haya venido a verte? -preguntó Zarza.

– ¿Estás contenta de que haya venido a verte? -le devolvió Miguel.

No era una simple repetición, porque había cambiado el género del adjetivo. En realidad era una pregunta y esperaba respuesta.

– Claro. Estoy feliz, Miguel.

El chico volvió a sonreír sin mirarla, enfrascado en el alegre desorden de su cubo. Zarza le contempló casi con orgullo: era tan guapo. El pelo rojo y espeso, los ojos enormes, las pestañas rizadas, esos labios bien dibujados sobre los dientes blancos. Pero luego estaba su cuerpo rígido y engarabitado, su delgadez inverosímil. Había algo en él que no acababa de encajar, algo definitivamente anormal. Una inadecuación que se iba haciendo más evidente a medida que pasaban los años. Era un niño imposible, un adulto abortado.

– Miguel, ¿te acuerdas de Urbano?

Zarza se sorprendió a sí misma con la pregunta: se le había escapado labios abajo antes de pensarla. Miguel la miró de frente, la primera vez en toda la visita; luego empezó a bambolearse.

– Urbano no me quiere. Urbano no me quiere. Urbano no me quiere…

– Calla, ¡calla! Para, no te muevas… ¿Por qué dices eso? Urbano si que te quiere…

– No me quiere. Urbano es bueno y Miguel es malo y Zarza es mala. Urbano estaba muy enfermo. No me puede querer. No le curé.

– No, tú no eres malo. Fui yo quien le hizo daño a Urbano, tienes razón, mucho daño. Fue horrible lo que hice, pero yo también estaba enferma. Ahora nos hemos curado todos, Urbano y yo. Y él sabe que tú no tuviste la culpa, telo aseguro.

– No viene a verme porque no me quiere.

– No sabe dónde estás. Silo supiera, vendría a jugar contigo.

– Urbano no me quiere pero yo quiero a Urbano.

Miguel ya no se mecía, pero se le había ensombrecido la expresión. Zarza se maldijo por haber sacado el tema. Qué estupidez: estaba perdiendo por completo el control sobre sí misma. En realidad no sabía si el carpintero seguía viviendo en la ciudad. Porque vivo sí estaba, o eso suponía. Mientras Zarza se encontraba en la cárcel a la espera de juicio le llegó la noticia de que Urbano no había muerto tras la paliza. Ni había muerto ni la había denunciado; cuando le llevaron al hospital dijo que había sido agredido por un atracador al que no pudo ver. Estaba muy maltrecho, pero era un hombre fuerte y, al parecer, con el tiempo se repuso. Zarza no había vuelto a saber de él. En realidad, ni siquiera había vuelto a pensar en él hasta estas últimas horas. La memoria de Zarza era un volcán en súbita erupción y la lava producía una quemazón casi insoportable.

– Todo está bien con los colores tranquilos -dijo Miguel de pronto.

– ¿Qué colores?

– Los colores tranquilos que están dentro.

Zarza no le entendía. Sucedía a menudo: Miguel el Oráculo y sus frases herméticas. Uno de los internos revolvió su vaso de cacao y la cuchara tintineó contra el vidrio. Como el antiguo repiqueteo de las medicinas de la madre, o el solitario batir de los huevos al atardecer, en la eterna cocina de la infancia. El comedor de la Residencia tenía los techos demasiado altos y las luces demasiado pegadas al techo. Unas luces desagradables, ni lo suficientemente brillantes como para ser alegres ni lo suficientemente suaves como para resultar intimas. El ambiente poseía un matiz de irrealidad, un aura opresiva, la claustrofóbica sensación de algo ya vivido.

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