Rosa Montero - El Corazón Del Tártaro
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– Hora de dormir, amigos… -canturreó una de las auxiliares, una chica robusta empeñada en parecer simpática.
Y empezó a levantar mongólicos y a desdoblar las mohosas articulaciones de los ancianos.
– Venga, dale un besito de buenas noches a tu visita, y a la cama -dijo la mujer, agarrando a Miguel de un brazo.
Él dio un respingo y se soltó.
– No, no… se -apresuró a decir Zarza; la auxiliar debía de ser nueva. Miguel no es de los que besan… Vamos, que no me tiene que besar. Y no le gusta que le toquen. Es muy obediente, basta con que se lo digas de buenos modos.
– Ah, bueno, chico, perdona. Pues nada, príncipe, tú primero -dijo la cuidadora, señalando la salida.
Miguel agachó la cabeza, cogió su cubo y se levantó dócilmente.
– Adiós, adiós. Volveré pronto a verte. Que duermas bien.
Contempló a su hermano mientras se marchaba: casi tan guapo como un efebo, casi tan repulsivo como un monstruo. Los romanos llamaban delicias a los muchachitos que servían de entretenimiento al César. Zarza sintió náuseas y un intenso dolor en el corazón, que por alguna razón parecía haberse desplazado hasta una zona cercana a la garganta. Se llevó la mano al cuello y se esforzó en seguir respirando. Había recuerdos impensables, recuerdos literalmente imposibles. No hay mayor infierno que el de odiarse a uno mismo.
Una mañana, pocos días después de haber conseguido las pistolas en la tienda de la vieja, tras haber pasado los dos una noche terrible e interminable, sin dinero, sin nada que vender, torturados por la añoranza de la Reina y sintiéndose tan desesperados como enfermos, Nico decidió pasar a la acción.
– Es muy fácil. Entramos en el banco de la esquina, sacamos las pistolas, yo le apunto al guardia, tú al cajero, agarras el dinero y nos largamos.
– ¡Pero si no se puede entrar con objetos de metal! Hay esas puertas dobles con arcos detectores…
– Qué va, en ese banco son muy confiados, abren a todo el mundo aunque la alarma pite, tú lo sabes…
– ¡Pero es que en esa oficina nos conocen!
– Pues por eso. Mejor. Así nos abrirán.
Era el banco del barrio, y sólo la extremada angustia que produce la Blanca podría justificar que se les ocurriera la insensatez de atracar a unos vecinos, a unos individuos demasiado cercanos que tarde o temprano acabarían por localizarles. Pero la Reina tiene esos efectos: calcina la capacidad pensante de sus súbditos.
De manera que Nicolás cogió la Browning de 9 mm y trece tiros y se la metió en el cinturón, oculta por la chaqueta; y Zarza abrió su bolso y guardó el pequeño Colt que su hermano le había dado. Lo guardó con toda repugnancia, horrorizada. Convencida de que caminaban hacia la catástrofe.
– No lo hagamos, Nicolás. No podemos hacer esto. ¿Qué quieres, atracar un banco como en las películas? Esto es una pesadilla. No lo hagamos.
– La vida sí que es una pesadilla, Zarza, una puta pesadilla de la que no hay manera de despertarse. Y si no atracamos el banco, ¿qué hacemos? ¿Qué vas a hacer dentro de tres horas, eh? ¿Y esta noche, y mañana? ¿Cómo vas a aguantar? ¿Cómo vamos a aguantar, maldita sea?
Nico zarandeaba a Zarza mientras decía esto, la sacudía por un brazo mientras blandía la pistola con la otra mano, se la había sacado del cinturón y la agitaba en el aire como un poseso; tal vez ahora se le escape un tiro y me mate, sería una solución, pensaba Zarza casi sin pensar, no como quien hace una reflexión, sino como quien contempla con cierta desgana una mala representación teatral. Pero no, las cosas no podían terminar tan fácilmente. Nico gruñó todavía un poco más y luego volvió a meterse la Browning en el cinto.
– Basta ya de tonterías. Vámonos.
Salieron de la casa, Nicolás primero y Zarza después, caminando a la zaga de su hermano tan callada y sumisa como una oveja. Pero al pasar junto al contenedor de basura, ya en la calle, Zarza ejecutó un acto inconcebible, un gesto irreflexivo dictado por el miedo: sacó el revólver del bolso y lo arrojó dentro del recipiente. Fue un movimiento rápido, discreto; nadie pareció advertirlo y tampoco su hermano, que caminaba unos pocos pasos por delante. En ese momento, Nico se volvió:
– ¡Date prisa! ¿Por qué vas rezagada?
Zarza apretó la marcha; temblaba visiblemente, pero eso le sucedía muchas veces desde que estaba en manos de la Blanca.
– Ya voy…
Subieron por la calle hasta llegar a la glorieta. Ahí, en la esquina de enfrente, estaba el banco. Se trataba de una oficina pequeña, con tan sólo tres o cuatro empleados. Era un barrio malo y una calle mala, el corazón podrido de la ciudad vieja; años atrás el banco había sufrido varios robos seguidos y desde entonces tenían un guardia jurado, además de los sistemas habituales de protección. Pero hacía mucho que las cosas parecían estar en calma y, como siempre sucede en los tiempos de bonanza, los procedimientos de seguridad se habían relajado. Era cierto lo que Nico decía: a menudo abrían sin más a los clientes.
– Entra tú primero y te colocas a la cola en la caja. Luego entraré yo ordenó Nicolás.
Zarza abrió la primera puerta de cristal blindado, esperó a que se cerrara y luego pulsó el mecanismo de apertura de la segunda puerta. Ninguna voz grabada le ordenó depositar los objetos metálicos en la bandeja de la entrada, por la sencilla razón de que Zarza no llevaba objetos metálicos. Pero eso no lo sabía Nicolás, que observaba su avance desde la acera de enfrente, obviamente encantado de comprobar que su hermana era capaz de pasar sin más problemas dentro del banco con un revólver guardado dentro del bolso.
En esos momentos sólo había dos clientes en la sucursal, dos mujeres de mediana edad, una despachando con el cajero y otra esperando su turno. Zarza se dirigió hacia ellas, titubeante, dispuesta a guardar cola como había dicho su hermano. Pasó junto al guardia jurado y le miró de refilón. Era un chico muy alto, tal vez cercano a un metro noventa, con una cabeza demasiado pequeña para su envergadura y cara de niño imberbe. El guardia la vio mirarle y sonrió. Se conocían de vista. Sí, horror, se conocían. Antes de que Caruso la echara de la Torre, a veces pagaba los servicios de Zarza con unos cheques al portador que ella cobraba aquí. Zarza hundió la barbilla en el pecho, muy agitada.
– ¿Te pasa algo? -preguntó el guardia con amistosa solicitud.
– No. Nada. Nada de nada.
– Estás temblando.
– Es que… Estoy con la regla… Y me pongo siempre fatal… Me duele y me mareo.
– Ah dijo el muchacho, -enrojeciendo ligerísimamente.
Tenía los ojos muy juntos, mejillas barbilampiñas y redondas, dos granos de acné en la barbilla. Era demasiado joven y Zarza seguía siendo guapa, a pesar del maltrato de la Blanca. Así es que la creyó:
– ¿Quieres sentarte un rato y descansar?
– No, no. Muchas gracias. Ya estoy acostumbrada. Enseguida se pasa.
– Sí, sí, la regla… A todo le llaman la regla, hoy… -refunfuñó la mujer que esperaba en la cola.
Pero el guardia no la oyó. En ese momento entraba al banco un viejo y Nico aprovechó para meterse con él. Quedaron atrapados entre las dos puertas y el mensaje grabado les exhortó a depositar los objetos de metal, pero el cajero lanzó una ojeada rutinaria a los visitantes y pulsó la apertura sin aguardar más. El hombre mayor se dirigió a la cola y se puso detrás de Zarza; Nicolás se quedó junto a la entrada, como rebuscando un papel en los bolsillos. Pero en cuanto que el guardia apartó la vista de él, sacó la pistola y la blandió ante sí. Zarza sintió una sacudida en la boca del estómago y un tumulto de sangre en los oídos, el palpitar del tiempo, como si en el mismo momento en que su hermano mostró el arma hubiera empezado a marchar un cronómetro.
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