Rosa Montero - El Corazón Del Tártaro

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– ¡Quietos todos! -chilló Nicolás, con tópico fraseo de delincuente- ¡Esto es un atraco!

La acción se congeló durante unos instantes: nadie se movió, nadie respiró, nadie parpadeó. Luego se escuchó un gritito de mujer, algún gemido, un par de resoplidos. El guardia, lívido, comenzó a levantar lentamente las manos. Nicolás le apuntaba directamente a él.

– ¡Venga! ¿A qué esperas, idiota? ¡Saca el arma! -gritó Nico a Zarza sin dejar de mirar al chico.

– No… No la tengo… -balbució ella.

– ¿Cómo que no la tienes? ¡El revólver! ¡Te lo he dado!

– No lo tengo, de verdad, pero no importa, voy a coger el dinero y nos vamos… -dijo Zarza.

Y empezó a meter los billetes del cajero en el bolso, mientras su hermano le lanzaba breves ojeadas furibundas.

Esta pequeña escena había alterado a Nicolás lo suficiente como para distraer su atención. Aprovechando el descuido, el guardia intentó sacar su propia pistola. Todo fue muy rápido: Nico dio un salto hacia atrás y disparó. La bala entró por encima del ombligo del chico, a la altura del último botón de la chaquetilla. El guardia se quedó sentado en el suelo, sin aliento, con las piernas estiradas y expresión de asombro, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Miró a Zarza; parecía un niño engañado por un adulto a punto de ponerse a sollozar.

– ¡Mierda, mierda, mierda! -gritó Nicolás, fuera de si, sacudiendo la mano con la pistola en todas direcciones.

Empleados y clientes gimieron con un sonido ululante parecido al viento entre los árboles.

Nico volvió a apuntar al joven herido:

– ¡Yo te mato, te mato!

Zarza se abalanzó sobre su hermano, intentando sujetarle la Browning:

– No seas loco, no dispares, vámonos, déjalo ya…

– ¡Déjame tú, gilipollas! Tú has tenido la culpa… -dijo Nico, arreándole a Zarza tal bofetón que la arrojó contra la pared.

De nuevo hubo un instante de silencio, una quietud absoluta. Luego todo volvió a acelerarse; Zarza se rehizo, abrió la primera puerta de cristal, esperó durante unos instantes interminables a que se desbloqueara la segunda hoja y después salió corriendo, aferrada a su bolso con el magro botín. Entonces Nicolás pareció volver en sí. Cogió la pistola del guardia y se la metió en un bolsillo; a continuación agarró por el brazo a una de las clientes, que se había arrojado al suelo cuando el disparo, y le hizo levantarse.

– ¡Arriba! Tú te vienes conmigo.

La sujetó por el cuello: era una mujer rechoncha con el pelo teñido caseramente de color negro cuervo.

– Por favor por favor no me mate no me mate -susurraba ella con las manos unidas, como quien bisbisea una jaculatoria.

– Como me encerréis entre las puertas le reviento la cabeza de un tiro -dijo Nico.

Salieron del banco así, entrelazados, con torpeza de monstruo de cuatro patas, abriendo primero la puerta interior y luego aguardando a que funcionara el mecanismo de la segunda hoja. Que, por supuesto, funcionó. Nada más alcanzar el exterior, Nicolás tiró a la mujer de un empellón y salió corriendo calle abajo. Atrás dejaba un herido grave, un atraco miserable y chapucero, media docena de testigos y una cámara de vídeo que lo había registrado todo, incluyendo el hecho de que Zarza no llevaba armas (extremo confirmado por el equipo de detección de metales de la entrada); que había intentado detener a Nicolás, y que por ello había sido abofeteada. Todo lo cual le vino muy bien a Zarza cuando, dos días después, decidió vender a su hermano; cuando fue a comisaría y le denunció, Zarza la chivata, como el autor del atraco y del disparo.

La ninfa Salmacis amaba con tal intensidad a su hermano adolescente que no quería separarse de él ni el más breve momento. Acabaron por fundirse la una en el otro, transmutados en una deidad híbrida llamada Hermafrodita. Esto es, perdieron su identidad y se convirtieron en algo monstruoso. Nicolás siempre sintió por Zarza esa pasión devoradora e ignorante de límites que experimentaba Salmacis por su hermano. Por su parte, Zarza también adoraba y necesitaba a Nico, pero en su caso había algo que la sacaba del encierro de la abstracción fraterna, y ese algo era Miguel. A Zarza le embargaba una ternura desordenada y dolorosa cuando pensaba en su hermano pequeño; amaba a Nicolás con su cabeza y con todo su cuerpo, pero su corazón era de Miguel.

En realidad, Nicolás y Zarza no eran estrictamente gemelos sino mellizos, es decir, no procedían del mismo óvulo. Zarza consideraba esta diferencia como una de las pocas circunstancias afortunadas que había tenido en su vida: pensaba que si hubiera tenido que añadir la identidad genética a todo lo demás, el vértigo fusional le hubiera resultado insoportable. Aun así, siempre ocuparon ellos dos, Zarza y Nicolás, una isla hermética y privada. Desde pequeñitos vivieron entregados el uno al otro, como náufragos en una situación desesperada. A Zarza le estremecía recordar que ambos habían conocido el mismo principio, los mismos latidos uterinos, el mismo mar desangre; que habían compartido la oquedad primigenia, el paraíso cavernario de la carne materna. De esa madre desesperada y depresiva que, sin embargo, seguramente les hizo sentirse felices en su vientre. Zarza y Nico siempre desearon vagamente regresar a aquel lugar, a esa cueva viscosa y sonrosada en donde fueron uno. Quizá todos los gemelos padezcan esta misma pulsión hacia los orígenes. Y quizá Nico y Zarza se refugiaran bajo la mesa del comedor para rememorar la panza original.

Claro que también había otras razones. Se metían bajo la mesa para escapar de la luz mortecina, de las cortinas polvorientas y siempre cerradas del comedor inútil, del desapacible ambiente de la casa, del desolador sonido que producía la criada, al atardecer, cuando batía los huevos de la cena: un repiqueteo de metal y loza que sonaba a toque de difuntos y que anunciaba la llegada de la noche, con todos sus terrores, sus secretos visitantes y sus fantasmas. Zarza se recordaba sitiada por el miedo; desde que tenía uso de razón, el miedo había sido su compañero constante. Miedo a una tristura que mataba (¿o acaso su madre no murió de pena?), miedo a intentar respirar y no poder, miedo a que su padre no la quisiera, miedo a que su padre la quisiera, miedo a sus propios deseos y traiciones. Sólo la Blanca había sido capaz de adormecer sus temores.

De pequeña, Zarza sentía de manera imprecisa pero inequívoca que algo no marchaba bien a su alrededor. Ni ella ni Nicolás trajeron jamás amigos a casa. Tampoco es que tuvieran muchos amigos, porque se bastaban a sí mismos en su orgullo de gemelos; pero sabían, sin saberlo conscientemente y sin decirlo, que los otros niños se hubieran extrañado de cómo vivían. Esto es, se sabían raros. No alcanzaban a entender con claridad el porqué de esa rareza, pero intuían que tenía que tratarse de algo sustancial, algo tan profundo que se hallaba por debajo del nivel de flotación de las palabras, algo infame e informe que les manchaba de culpa. Y así, se avergonzaban de esa madre sufriente y en eclipse; de esa casa sombría y mortecina, tan tiesa como un museo; de ese padre altivo e impredecible, tan pronto encantador como tronante. Rosas 29 no parecía un verdadero hogar: era un comedero, un dormitorio, un espacio frío que los inquilinos usaban para cubrir las necesidades elementales. Nunca tenían visitantes, aparte de los clientes de su padre, que entraban directamente al despacho y luego se iban. Ni siquiera el servicio aguantaba durante mucho tiempo en esa casa inhóspita; las criadas cambiaban todo el rato, convirtiendo la inestabilidad en una rutina. Tan sólo la tata Constanza permaneció con ellos, haciendo honor a su nombre, durante un par de años, pero fue porque, según decía, le daban pena los niños. Ese relativo afecto de Constanza les hizo aún más daño, porque supuso la confirmación de algo que ya temían: que eran dignos de conmiseración, que suscitaban lástima.

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