Rosa Montero - El Corazón Del Tártaro

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Dio un salto hacia atrás y un alarido. Y se encontró mirándose a si misma, paralizada del susto y sin aliento, en el espejo de la pared de enfrente. Era el espejo de siempre, el del marco de caoba, ahora con el azogue turbio y empañado. Estaba colocado junto a la puerta de entrada de la sala, de cara a las ventanas, y su padre solía echarse ahí un vistazo final antes de salir. Ahora se daba cuenta Zarza de que la última imagen que guardaba de su padre, antes de que se fuera para siempre jamás, fue uno de esos vistazos a medias satisfechos y retadores. Porque su padre se miraba a sí mismo a los ojos: estrechamente, inquisitivamente, como si se estuviera midiendo o reconociendo. Aquel día, tantos años atrás, el padre se miró en ese espejo, primero de frente y después de escorzo. Para entonces ya estaba bastante calvo y los ojos se le habían enrojecido, esos ojos árabes de los que siempre se sintió tan orgulloso, o más bien ojos tártaros, mongoles, ardientes ojos bárbaros de oscuridad oriental. Aquel día Zarza le vio mirarse, pues, y darse unos tironcitos a las mangas de la camisa. Y luego salió por la puerta sin despedirse y desapareció para siempre en el ancho mundo.

La casa era un sepulcro, pensó Zarza. De pie en mitad de la sala, percibía a su alrededor el agobiante laberinto de las demás habitaciones. Su antiguo hogar era un sucio desorden de espacios cuadrangulares y vacíos. Como un cubo de Rubik entregado al caos. Como una de esas pesadillas geométricas que arden en el interior de nuestros cerebros cuando la fiebre nos devora. Teófila Díaz, la psiquiatra, le dijo años atrás que soñar con la casa de la infancia era una representación del propio subconsciente. Zarza detestaba a la doctora Díaz, pero aquello se le había quedado extrañamente grabado; y ahora desde luego sentía que la casa era su propio cerebro troceado, un hervor de monstruos personales. Experimentó un repentino vértigo que hizo bailar las esquinas del cuarto. Dejó la pistola sobre la repisa de la chimenea; le sudaban las manos, tiritaba. Hacía mucho frío y al respirar iba soltando pequeñas nubes de vapor en el aire mohoso.

Entonces lo escuchó. Aunque al principio simplemente creyó que estaba loca. Escuchó el repiqueteo de las notas en la penumbra, esos sonidos limpios y pequeños, tan agudos como un cristal fino que se rompe. «Es el delirio-se dijo-,escucho cosas.» Y ese primer pensamiento se agarró a su nuca como una mano helada, llenando de pavor su corazón.

Pero el tintineo continuaba, horriblemente real en apariencia. Haciendo un colosal esfuerzo de voluntad, Zarza consiguió mover su cuerpo agarrotado en dirección al sonido. Abandonó la sala caminando despacio, muy despacio, un pie delante del otro, con esa agónica dificultad para desplazarse que a menudo acomete en los malos sueños; y cruzó el pasillo y se acercó al despacho de su padre, una habitación en la que todavía no había entrado. La puerta estaba entornada y el interior muy oscuro, a causa de las persianas rotas; y por el filo abierto se deslizaba, nítida y saltarina, la antigua melodía, esa música china que no era china y que parecía salir de los infiernos. Tenía que estar ahí dentro, en el despacho; sin duda estaba ahí la vieja caja de música que ella creía perdida. Y, de alguna manera, la presencia misma de su antiguo juguete le horrorizó aún más que el hecho evidente de que alguien (y quién, sino Nico) había tenido que accionar la caja. El soniquete proseguía imperturbable, emergiendo desde los abismos de la memoria e inmovilizando a Zarza en una jaula de notas. Tengo que hacer algo, pensó, mientras se sentía caer hacia el pasado: tengo que extender la mano y empujar la puerta entornada para abrirla, para ver quién está ahí dentro, para ver qué me espera. Pero las tinieblas se pegaban al borde de la hoja como una sustancia viscosa y maligna, mientras la musiquilla desgranaba sus obsesivas notas. Una ola de puro terror golpeó a Zarza, dejándola sin voluntad y sin raciocinio. Terror hacia algo innombrable que la estaba esperando dentro del despacho; algo que ella no sabía definir pero que era peor que la venganza de su hermano, peor que su propia muerte. Un infierno a su medida. La negrura del Tártaro.

Dio media vuelta con un brinco animal, un movimiento dictado por los meros músculos y la adrenalina sin ninguna participación de la inteligencia, y salió disparada por el pasillo. Abrió la puerta de un tirón, abandonó la casa, voló por el jardín, se empotró en el resquicio entreabierto del portón herrumbroso, forcejeó como un bicho atrapado en un cepo hasta poder salir, dañándose en un hombro y en la cadera. Y corrió por la calle como enajenada, hasta quedarse sin aliento. Apoyada en un muro, temblorosa, intentó recuperar el funcionamiento de los pulmones, mientras empezaban a aterrizar en su conciencia las confusas memorias de lo que había vivido: la sensación de decadencia, la amenazadora melodía de la infancia, la presencia evidente de Nicolás, el tumulto opresivo de esos cuartos sombríos. Y entonces recordó que se había dejado la pistola sobre el polvoriento mármol de la chimenea.

Hubo otros momentos. Pequeños recuerdos que Zarza atesoraba en la memoria como valiosas joyas. Una vez, un invierno, en una mañana oscura y tediosa de las vacaciones de Navidad, Zarza se acercó de puntillas al despacho de su padre. La casa se encontraba silenciosa y vacía; Nicolás no estaba presente, cosa extraña, porque siempre andaban juntos: tal vez se hallara enfermo. Mamá estaría en la cama, como siempre. Miguel, en sus clases de cuidados especiales. Y Martina jamás hacía ruido. Zarza se recordaba perdida en aquella abúlica mañana, insoportablemente sola en su desacostumbrada soledad de gemela. Dentro de la casa, la luz era grisácea y por los pasillos circulaban insidiosas corrientes de aire frío. Zarza cruzaba habitaciones, andaba y desandaba corredores, hacía resonar sus pasos en las baldosas rojas de la zona de la cocina. Por último, se acercó al despacho de puntillas, a ese despacho en el que, los días laborables, solían entrar y salir señores graves, tipos encorbatados y altaneros, los clientes de la asesoría financiera de su padre. Pero esa mañana no había venido nadie, tal vez por lo avanzado de las fechas navideñas, y la casa era una envoltura seca e ingrata, la carcasa vacía de un cangrejo muerto. Zarza se recordaba escuchando desde el otro lado de1la puerta cerrada del despacho; ni un ruido, ni una respiración, ni el crujir de un papel. Transcurrió un minuto interminable, y luego otro más, y después otro, tristes minutos del color del plomo. Llamó con los nudillos. Esperó. Volvió a llamar. Como no contestaba nadie, agarró el picaporte y empujó. La hoja se abrió sin ruido sobre una habitación que también estaba anegada de luz gris. En frente de la puerta, de espaldas hacia ella, vio a su padre y su hermana, los dos de pie, el uno junto al otro; parecían contemplar algo a través de las grandes ventanas correderas y permanecían cogidos de la mano. A Zarza no le hubiera importado morirse en ese instante, tan sola se sentía. Pero entonces el padre giró el cuello y la miró por encima del hombro, mientras Martina arrugaba su naricilla con expresión de fastidio.

– Ah, Zarza, Zarcita, ven aquí…

Agitaba papá su mano libre en el aire, como la promesa de una caricia o como el aleteo del pájaro feliz que anunció la reaparición de la tierra tras el diluvio. Zarza corrió a colgarse de esa mano, ella a la izquierda de papá, Martina a la derecha. Pero Zarza podía concentrarse en mirar hacia adelante y olvidar que su hermana estaba al otro lado.

– Fíjate, Zarza, ¿lo ves? Fíjate qué bonito.

Ella no se había molestado en asomarse al exterior en toda la mañana, concentrada como estaba en la tristura del día, que había traspasado los muros de la casa como la caladura de una gotera. Por eso no se había dado cuenta deque el mundo entero se había transformado en un cristal.

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