Rosa Montero - El Corazón Del Tártaro
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Los dos niños tardan en curar largas semanas. Acostados el uno junto al otro, son velados por Gwenell la incansable, que les acaricia con sus manos dulces y sus rizos de fuego; y el agua con que les lava las heridas está mezclada con la sal de sus lágrimas, dice Chrétien. A Gaon le queda el único recuerdo de unos costurones en el esternón; pero Edmundo ha perdido el ojo derecho. Su hermosa cara adolescente está rota ahora por la cicatriz, que es radial, abultada y redonda, y cubre toda la cuenca, como si alguien hubiera esculpido en su rostro una rosa de carne. Sin embargo, el muchacho no parece apesadumbrado. Lo lleva con una serenidad impropia de su edad. Con la serenidad del héroe ante el infortunio, para ser exactos. Gaon, por el contrario, está muy afectado. Debe a su hermanastro la vida y un ojo, y se siente abrumado de admiración y amor. Si antes ya estaban siempre juntos, ahora no se separan. Incluso duermen en la misma cama, en la torre de Gwenelí, un piso por debajo de los aposentos de la Duquesa.
Vuelve a irse Thumberland con su corte sombría de soldados y regresa la primavera al ducado de Aubrey. Se retoman los torneos y los concursos poéticos. Gaon y Edmundo crecen, se les ensancha el pecho, se endurecen sus nalgas. Empiezan a perseguir doncellas por los jardines y hay una explosión de risas y sofocos. Pese a la cicatriz y a su condición incierta de bastardo, Edmundo es el preferido de las damas. Aunque los dos muchachos miden lo mismo, Edmundo es más esbelto; tiene un cuerpo perfecto y media cara divina. Con la otra media consigue conmoverte: la lesión le hace humano, pues de otro modo su hermosura podría resultar insoportable. En el castillo empiezan a llamarle El Caballero de la Rosa, un nombre que honra la forma de su herida. El joven posee un temperamento tan templado y formidable que ha conseguido que la pérdida de su ojo sea algo cercano a una ganancia.
Una cálida noche de luna, Gaon despierta y se descubre solo. No es la primera vez que ocurre: desde que los hermanastros tienen cuerpo de hombres a menudo se marchan con mujeres. Pero esa noche hay algo en el ambiente que estremece a Gaon. Una quietud distinta, una palpitación, el barrunto de algo descomunal e irresoluble. Se levanta Gaon de la cama, desnudo como siempre duerme y bañado por la luz de la luna, que está redonda y plena, allá arriba en el cielo, y que parece mirarle y "fascinarle"; y para Chrétien, la fascinación equivale al mal de ojo. Esa luna fulgurante, pues, aoja a Gaon y le obliga a caminar como un autómata. Sale de su cuarto y se para a escuchar: el palacio está en silencio, como encantado. Sube las escaleras con los pies descalzos. Pies que no hacen ruido. Llega hasta la puerta de los aposentos de su madre: la hoja está entornada y no hay ninguna dama de confianza dando cabezadas en la antesala. Avanza Gaon hasta el dormitorio, que es una enorme sala circular pintada de reluciente plata por la luna. Al fondo, junto al balcón labrado de la infancia, una estrella orgánica se agita y estremece sobre el lecho. Se acerca el heredero, intuyendo lo que va a ver pero todavía sin querer entenderlo, y descubre al fin los dos cuerpos pegados, rendidos, machihembrados; los hermosos músculos de Edmundo parecen defina piedra, la piel de la mujer es un bello mármol. Toda esa carne tibia se aprieta y se confunde hasta formar entre los dos un solo ser, un animal jadeante rematado por la cabellera de Gwenell, que flota exuberante sobre la sábana como la suave corona de una anémona.
«"¡A mí la guardia!"», grita Gaon, primero sin voz y sin aliento, después con un bramido de agonía, buscando inútilmente un arma en su cadera desnuda. Al escuchar su grito, el raro animal marino se deshace, se divide en dos seres asustados. «"Hermano"», dice Edmundo; pero Gaon sigue llamando fuera de sí a la guardia y ya se siente un revuelo de pisadas en la escalera. «"¡Márchate, vete, huye!"», implora Gwenell: ahora no parece una duquesa ni tampoco una madre; sólo es una mujer que teme por su amante. Edmundo toma su decisión en un instante; recoge el burruño de sus ropas del suelo, las botas, la espada, y salta, desnudo aún, por la ventana del fondo. Se escucha el chapoteo en el foso, las exclamaciones de los soldados. Gaon, paralizado, no acierta a ordenar que le detengan y su hermanastro escapa.
Una vez perdido el paraíso, Gaon ordena encerrar a Gwenell en el dormitorio y tapiar la puerta, el balcón labrado y las ventanas. Sólo queda abierto un pequeño agujero con un torno por donde le pasan el agua y la comida dos veces al día. Nunca jamás podrá salir de ahí, ha decidido Gaon; nunca jamás verá la luz del sol. Ahora reina el invierno en el ducado indefinidamente y Gaon se esfuerza por parecerse más y más a su padre, a ese Thumberland de quien hace años que no tienen noticias. De modo quede la corte desaparecen los poetas, y donde antes había sol y finas sedas, ahora hay fuego de leña y polvorientos brocados. El castillo está lleno de grandes chimeneas crepitantes, todas tiznadas de hollín, que a pesar de sisear como el infierno no consiguen calentar el lugar ni derrotar a las sombras. Gaon vive solo y duerme solo, cada vez más mohíno y taciturno.
Una madrugada llega la noticia de la muerte en batalla de Thumberland, y dos días más tarde entra en el castillo el propio Thumberland en forma de cadáver congelado, con los labios amoratados y una escarcha de sangre orlándole la frente. Señor de la guerra hasta el final, sus soldados le traen a hombros, tumbado sobre su propio escudo como los antiguos lacedemonios. Gaon celebra las honras fúnebres debidas, decreta un largo duelo, ordena a sus súbditos que hagan penitencia en su nombre. Él es ahora el duque de Aubrey y, consciente de sus deberes dinásticos, se casa con una joven dama aterrada y clorótica y le hace dos hijos, sólo para perpetuar el apellido. Después no vuelve a verla. La esposa y los pequeños viven en la torre de Gwenell, debajo del apestoso encierro en donde la Duquesa se pudre año tras año. Para asombro de todos, aún no ha muerto: golpea las paredes por las noches.
El eco de las hazañas de Edmundo hiere los oídos de Gaon. El bastardo se ha convertido en un ser legendario, en el Caballero de la Rosa, un famoso guerrero que vive del alquiler de su espada, pero que sólo consiente en luchar por causas justas. Lleva pintada en la coraza una rosa amarilla que casi se confunde con una zarza, por las muchas espinas que erizan el tallo; y el penacho de su yelmo es tan rojo y rizado como la cabellera de una mujer.
El nuevo Duque está desesperado: no soporta el prestigio de su hermanastro y sobre todo no soporta la torturante certidumbre de deberle la vida. Carente de paz y de1 reposo, Gaon se lanza a una orgía militar, y combate contra los bárbaros del norte, contra los vikingos, contra los proscritos. Ya es un señor de la guerra como su padre, pero le aventaja en crueldad. Un día se enfada con un paje que le ha servido la comida fría y ha contestado a sus reproches con ligera insolencia. Temblando de cólera, Gaon se pone en pie, agarra al muchacho por el cuello con una sola mano y lo arrastra hasta una enorme chimenea. Allí lo mete entre las llamas y aguanta con el brazo extendido hasta que el adolescente se achicharra. Desde ese momento, el segundo duque de Aubrey es conocido como Puño de Hierro: porque soportó el dolor, y porque a partir de aquel incidente siempre lleva puesto un guantelete metálico sobre su mano inútil y abrasada. Poco a poco, los nombres infantiles de Edmundo y Gaon se van borrando de la memoria, lo mismo que el recuerdo remoto y feliz del paraíso.
Pero lo que no puede olvidar Puño de Hierro es que no es el dueño de su propia vida. Ese pensamiento le tortura, le envenena la sangre y le enloquece. Se arroja Puño de Hierro una y otra vez sobre sus enemigos como un lobo, buscando la muerte en el campo de batalla para no tener que pagarle la deuda al hermanastro; pero, por más que se compromete y que se arriesga, no consigue que le atrape la desdentada. Va dejando tras de sí un reguero de chatarra y de cadáveres, pero él sólo recibe pequeñas heridas.
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