Rosa Montero - El Corazón Del Tártaro
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No se puede decir que Zarza le llorara; pero es cierto que a partir de entonces, con los embargos judiciales y el caos económico, las cosas empezaron a deteriorarse rápidamente. La herencia de la madre se acabó antes de que Zarza y Nico terminaran la carrera de Historia; Martina les mantuvo económicamente durante el último curso y gracias a eso lograron licenciarse. Los gemelos pensaban devolverle el dinero a su hermana cuando trabajasen, ése fue el acuerdo asumido entre los tres; pero poco después de salir de la universidad llegó la Blanca y en un par de años se lo comió todo: el escaso saldo que quedaba en las cuentas, los cubiertos de plata, las joyas de la madre. Incluso desapareció la cajita de música, extraviada en quién sabe qué trueque o qué descuido. Entonces Zarza entró en la Torre y allí perdió varias cosas más, ninguna tangible. Hasta que se le cayó el primer diente, porque la Reina arranca los dientes de sus súbditos para hacerse con ellos mortíferos collares de hechicera; y Caruso, al verla famélica y mellada, la echó sin contemplaciones de su negocio.
Fue durante aquella época cuando encontró a Urbano. Mientras estaba en brazos de la Blanca, Zarza creía que nunca podría salir de allí. Pero Urbano irrumpió en medio de su desesperanza y consiguió el aparente milagro de rescatarla. Fue como el paladín que salva a la doncella del dragón en el instante crítico. Ni el Caballero de la Rosa hubiera podido comportarse de modo más galante.
Sucedió una noche de verano en la puerta de una discoteca. El gorila que se encargaba de las admisiones paró a Zarza en el umbral dándole un manotazo tan brusco en el pecho que casi parecía un puñetazo.
– Eh, tú, tía, ya te he dicho que te largues, que aquí no puedes entrar.
Pero Zarza quería entrar, necesitaba entrar, no podía hacer otra cosa. De manera que lo intentó de nuevo.
– Déjame, hombre, pero qué te molesta…
El matón le dio un par de bofetones no muy fuertes, más bien un alarde de humillación que de violencia, y la empujó escalones abajo. Zarza trastabilló y cayó sentada sobre la acera, las piernas torcidas, torpe y débil, con un manchón de sangre en la nariz. Pero no le importaba. A decir verdad, casi no sentía nada, ni el golpe, ni la vergüenza; la Reina impregna a sus seguidores de tal modo que, sumergidos como están en el gran dolor, apenas si son capaces de apreciar los dolores pequeños. Quien sí pudo advertir el incidente con detalle fue Urbano, que pasaba por allí camino de su casa, situada dos manzanas más abajo. Se había detenido al ver el alboroto. Ya había levantado las cejas con disgusto al primer manotón; cuando el gorila arrojó a Zarza al suelo, su ceño se frunció definitivamente.
– Eh. No vuelvas a hacer eso -dijo con voz grave y tranquila, apoyando suavemente su dedo índice en el pecho del matón.
Urbano medía un metro noventa y era un hombretón sólido y más bien grueso de espaldas anchas y manos como palas. El portero, aunque más bajo, le doblaba en corpulencia; era una bestia fenomenal, un forzudo de feria, y sus hinchados músculos parecían a punto de reventarle el traje; pero también era un matón lo suficientemente profesional como para saber que esos tipos grandes y calmosos podían llegar a ser un verdadero fastidio. Y, total, para que.
– Oye, tío, total para qué, no tengo ninguna gana de pegarme contigo, no vamos a hacernos aquí los gallitos por una tipa así, yo estoy haciendo mi trabajo y esa clase de gente no puede entrar -dijo el gorila, conciliador.
– No vuelvas a tocarla -repitió Urbano, ni siquiera entono amenazador sino más bien como quien describe un hecho incuestionable.
– ¡No la tocaré! -se burló suavemente el portero-. Si tanto te preocupa esa tirada, ¿por qué no te la llevas de ahí? Vamos, digo yo.
Urbano se agachó y ayudó a Zarza a levantarse.
– ¿Estás bien?
– Muy bien. Sí, sí. Muy bien, muy bien -dijo rápidamente Zarza, secándose la sangre con el dorso de la mano y procurando adecentar su ropa.
Después de todo, a lo mejor hasta había conseguido un cliente, y sin necesidad de entrar en la discoteca. Sonrió intentando parecer hermosa, todo lo hermosa que sabía que un día fue, pero luego recordó que le faltaba un diente y apretó los labios.
– ¿Quieres que te lleve a tu casa? -dijo el hombre.
– ¿Y por qué no vamos mejor a la tuya? -dijo Zarza con toda la picardía de la que fue capaz.
Pero Urbano sólo veía a una pobre chica escuálida con la ropa manchada de sangre, los ojos desorbitados y la expresión de ansiedad de un perro en una jaula. Urbano la miró y recapacitó en silencio durante un rato largo, porque era un hombre de pensamiento profundo y lento: poseía una de esas inteligencias arquitectónicas que necesitan levantar primero los cimientos, y luego las paredes, y que sólo al final colocan la techumbre a las ideas. De manera que la miró y caviló durante un buen minuto, y luego, cuando Zarza ya empezaba a desesperar, le dijo:
– Bueno. Está bien. Vente conmigo a casa.
– Tío, eres un pardillo. ¿Pero no ves que es una tirada, no ves que está hasta el culo? -se admiró el gorila-. Pero qué pardillo…
Urbano tenía treinta y cinco años y el pelo castaño cortado a cepillo. Su cabeza era redonda, ancha por todas partes, con un pesado rostro de abundantes mofletes recubierto por una piel ruda y porosa. En medio de toda esa densidad carnal, la boca pequeña y bien dibujada resultaba ridícula, una boca de damisela o de cerdito. Tan sólo sus ojos, caídos por las comisuras como los de los perros, del color de las uvas verdes y profundamente melancólicos, humanizaban la brutalidad de su aspecto. Si su rostro hubiera pertenecido a un cuerpo de hombre pequeño, hubiera resultado bastante feo. Encaramado encima de esa percha rotunda y poderosa, podía pasar por un tipo duro. Pero no lo era. En realidad era un tímido. Pese a su corpachón y a su cuello de toro, se consideraba manso, o incluso débil; se veía a sí mismo como la frágil figura que se esconde, antes de ser esculpida, en un bloque de mármol. De hecho, aquella noche había sido la primera vez en su vida que se había sentido dispuesto a enfrentarse a puñetazos con alguien, y esta reacción le había dejado tan sorprendido que ésa fue la razón por la que se llevó a la chica a su casa: quería seguir observándola para poder entender por qué con ella había manifestado tanta audacia.
Urbano trabajaba como carpintero y era un buen profesional: poseía un negocio propio, manejaba dinero; tenía estudios medios y le gustaba leer; sobre todo las novelas que aparecían en las listas de superventas; no era un intelectual, pero tampoco inculto. Sobre todo era raro, tan retraído y lento. Se tenía a si mismo por uno de los seres más aburridos de la Tierra y le era muy difícil entablar relaciones con la gente. En general soportaba bien su soledad, incluso la apreciaba, porque se sentía protegido; pero de tiempo en tiempo, cuando el cuerpo le ardía con un vacío doloroso que no era sólo carnal, se pasaba por alguno de los dos o tres bares de copas que había junto a su casa. Se instalaba en la barra, en un rincón, aferrado al vaso de whisky como el navegante novato se aferra a un asidero contra las sacudidas de las olas, y esperaba la llegada de alguna mujer hambrienta y parlanchina. Casi siempre llegaba una, antes o después, atraída por el tamaño de Urbano, por la anchura de sus hombros, por su aire reservado, tal vez incluso por su aspecto brutal. Las mujeres eran raras, se decía Urbano; algunas parecían tener miedo de él y disfrutar con ello.
Aquella madrugada, pues, Urbano se llevó a Zarza a su casa. Un hecho bastante inusitado, si tenemos en cuenta que el hombre jamás repetía noche con las mujeres de los bares y que, al margen de estos encuentros ocasionales, nunca recibía la visita de nadie. El apartamento, ordenado y sobriamente confortable, estaba situado en el piso superior del taller de carpintería, que se abría directamente sobre la calle. Para desesperación de Zarza, Urbano enseguida dejó claro que no estaba interesado en hacer el amor. Zarza porfió, regateó y abarató el precio de modo humillante, hasta alcanzar el mínimo del mínimo, sin conseguir ablandar el hermético corazón del hombre.
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