Rosa Montero - El Corazón Del Tártaro

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Había sacado el puñado de billetes de su bolsillo y apartó uno de cinco mil.

– Cógelo. Te hago una rebaja. Te regalo las balas. Después de todo, las mujeres tenemos que ayudarnos contra esos animales, ¿no?

– Gracias -dijo Zarza.

– Invítame tú al banquete, ¿vale? -dijo la chica, guiñándole un ojo mientras se levantaba.

Si llega a saber que soy una soplona, una chivata, y que he hecho cosas aún peores que eso; si llega a saber cómo soy de verdad, esta pequeña fiera me escupiría a la cara, pensó Zarza. Pero, como no lo sabía, Martillo abandonó el local ufana y satisfecha. Zarza la vio cruzar el patio de los Arcos con el porte orgulloso de un general invicto, camino de su temprana muerte. Las criaturas fantásticas siempre tienen una existencia efímera.

Mientras permaneció en los brazos de la Blanca, Zarza creyó que nunca podría salir de allí. La Reina era una soberana muy celosa; exigía la más completa entrega de sus súbditos, una rendición total del alma y de la carne, el sacrificio de la inteligencia. Mientras habitabas en la ciudad nocturna, no había ni un solo momento de tu vida que no perteneciera a esa implacable dueña. La Blanca era como el corazón de un agujero negro: una masa invisible e incalculable que lo tragaba todo, un abismo de atracción irresistible. Cuando la Reina te atrapaba dentro de su campo gravitatorio, el universo entero se desvanecía entre sus pliegues. De modo que al final ya había desaparecido casi todo; la ciudad no tenía más calles que las que les llevaban a la Blanca, y no había películas que ver, libros que leer, aceras que pasear, músicas que escuchar, conversaciones que mantener. Para entonces no comían más que lo inevitable y no hablaban más que lo imprescindible para poder organizar la llegada de la Reina. Tampoco tenían amigos: habían dejado de ver a los conocidos de la vida anterior, y sus nuevos colegas, los compañeros de la Blanca, mostraban una obcecada tendencia a morirse. Además, Nico y Zarza cambiaban de alojamiento con frecuencia, cada vez a un lugar un poco peor, siempre escapando de deudas y enemigos, de colegas a los que habían robado unas papelinas y que con suerte reventarían antes de poder reclamárselas. En esos sórdidos apartamentos reinaba el silencio; tan sólo se escuchaba, de cuando en cuando, el tarareo ensimismado de Miguel, que canturreaba por su cuenta. Porque Miguel vivía con ellos; durante mucho tiempo, la última brizna de voluntad de Zarza se parapetó en su hermano pequeño. Que por lo menos hubiera algo de comer para él en la nevera, que por lo menos él tuviera unas horas fijas para dormir, unos juguetes con los que jugar, una cierta apariencia de normalidad. Hasta que llegó el día en que también Miguel fue devorado por el torbellino y Zarza dejó de preocuparse por él: simplemente se le escurrió su hermano de la cabeza. Seguían viviendo los tres juntos en la misma casa, Nico y Zarza y el tonto, pero era un hogar sin duda muy distinto al castillo en el parque que imaginó Nicolás en la niñez.

Muchos años atrás, antes de que llegara todo esto, había habido otra gran desaparición, la primera de todas, la de la madre, suicidada o asesinada o tal vez confundida a la hora de tomarse esas pastillas con las que solía atiborrarse. La encontraron ya fría, olvidada y rígida en su cama, con una espuma sanguinolenta y seca sellándole la boca. Nadie besaría ya esos labios pringosos, nadie sacaría a la princesa durmiente de su infinito sueño. En aquellos momentos, los gemelos tenían quince años y aún faltaba mucho para que conocieran a la Blanca. Pero la vida se iba cerrando en torno a ellos como una trampa, chasquido tras chasquido y pieza a pieza, como los cuadrados de colores del cubo de Rubik. Gracias a la herencia de la madre, manejaban un dinero de bolsillo que sus compañeros de colegio juzgaban pasmoso. Su desdichada condición de huérfanos les parecía razón suficiente para permitírselo todo. ¿De dónde sacan los humanos la fuerza suficiente para resistir el dolor sin sentido, el mal irrazonable? Sea como fuere, Zarza y Nico no se resistían. Tan sólo se aturdían. Empezaron a beber de manera excesiva y desordenada, botellas de vino que birlaban de la despensa o combinados caseros de ron y de ginebra, alcoholes fuertes que eran adquiridos en el supermercado por un compañero de mayor edad previo pago de una modesta comisión. Se acostaban muy tarde y se levantaban a mediodía; de madrugada, la casa resonaba con sus tropezones. Siempre habían sacado buenas notas, pero de repente dejaron de estudiar Tuvieron que repetir curso y el director del colegio concertó una entrevista con el padre. Pero llegó la hora de la cita y el señor Zarzamala no acudió. No se puede decir que el padre prestara a sus hijos por entonces una atención desmesurada. A veces se lo cruzaban por las noches, muy tarde, cuando los gemelos regresaban a casa; y papá se limitaba a observarlos desde lejos con una mirada lenta y calculadora, mientras se retorcía los pelos del bigote.

Pero hubo un par de ocasiones en las que el señor Zarzamala se acercó a sus hijos, y su proximidad fue siempre peligrosa. Como aquel anochecer de primavera, pocos meses después de la muerte de la madre. El tiempo estaba lluvioso y tibio y papá hizo pasar a los gemelos a su despacho. El sillón de orejas, la pesada mesa, la puerta corredera que daba sobre el jardín. Y un puñado de recuerdos fantasmales flotando en el aire quieto de la habitación como el humo rancio de un cigarro.

– Parece que te estás haciendo un hombre, Nicolás…-dijo papá, muy suave y sonriente-. Estos últimos meses has dado un estirón y ya casi me alcanzas… en altura.

Soltó una pequeña carcajada, como si hubiera dicho algo muy chistoso. Zarza hizo ademán de irse; desde el suicidio, o el asesinato, no soportaba la presencia de su padre.

– ¡Tú quédate quieta en esa silla sin moverte! -Ladró él, señalándola imperativamente con el dedo.

Zarza volvió a sentarse. El padre dio unos cuantos pasos por el despacho, serenando el gesto hasta dibujar de nuevo una sonrisa.

– Bien… Decíamos, Nicolás, que estás creciendo mucho… y que te crees un hombre. Nada me complacería más que comprobarlo, querido Nicolás, te lo aseguro… ¿Qué te parece si nos tomamos una copita para celebrar tu hombría? ¿Una copa mano a mano tú y yo? ¿Como colegas?

Nico le miró con suspicacia.

– ¿Qué es lo que quieres de mí?

El padre levantó sus manos con las palmas abiertas hacia arriba, como rubricando su inocencia.

– Nada, hijo. Quiero compartir un buen rato contigo. Hace mucho que no nos hablamos… ¿Tomamos esa copa para animarnos?

Nico se encogió de hombros.

– Bueno.

– Yo me voy -dijo Zarza.

– Tú te quedas -repitió el padre, con menos brusquedad que antes pero igual de inflexible-. Tú te quedas y participas en la conversación. Aunque no en la bebida, porque a las chicas tan jóvenes no os sienta nada bien el alcohol… Tu hermano es otra cosa, claro, porque tu hermano es todo un hombre… Si quieres, creo que por aquí tengo un poco de zumo para ti…

Hablaba mientras rebuscaba en una pequeña nevera que tenía empotrada en la biblioteca. Sacó tres vasos, los llenó de hielos y sirvió dos whiskies generosos y un jugo de piña. Colocó las bebidas delante de cada cual y volvió asentarse.

– Muy bien, queridos hijos… Brindemos por nosotros. ¡Por la familia!… Adentro con ello, Nicolás… No arrugues el morrito, como una damisela…

– Yo no arrugo nada -se indignó el chico.

Y se bebió el vaso de whisky aparatosamente, en cuatro tragos, con fanfarronería de muchacho.

– ¡Bravo!, así me gusta -exclamó papá, apurando también su copa.

Luego volvió a llenar los vasos hasta cubrir los hielos aún intactos.

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