Rosa Montero - El Corazón Del Tártaro

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Apretó los puños y se obligó a salir de su estupor. Corrió hacia el cajón de los cubiertos de la cocina: allí, al fondo de la bandeja de plástico, entre un revoltijo de abrelatas oxidados y cucharillas de café desparejas, estaba el llavero de Rosas 29, un simple aro de acero con tres llaves. Lo cogió y lo arrojó dentro del bolso. En ese justo instante comenzó a sonar el teléfono, un timbrazo que Zarza sintió como una descarga eléctrica. Quedó petrificada, algo encogida sobre sí misma, aguantando los trallazos de las llamadas. Dos, tres, cuatro, cinco… A la sexta, el contestador entró en funcionamiento. El rutinario mensaje de salida sonó extraño, demasiado normal para una situación tan anormal, como si se tratara de uno de esos sueños aparentemente cotidianos que de pronto se deslizan hacia el horror. La máquina pitó, dando paso a un silencio profundo y cavernoso, un silencio que recorría toda la línea y llegaba hasta la mano, hasta la boca, hasta el aliento de quienquiera que fuese el que estuviera llamando. Zarza esperó, el apartamento esperó, el edificio entero esperó encorvado y ansioso en torno a ese silencio. Y al cabo se escuchó la voz firme y áspera:

– Sé que estás ahí.

Zarza se tapó la mano con la boca para no perder el corazón.

– Sé que estás ahí. Casi da pena verte, golpeándote ciegamente una y otra vez contra los barrotes de tu jaula. Pero no podrás escapar de mí. Soy el gato que juega con el pájaro de las alas cortadas. Soy el monstruo en que me has convertido. Me mereces.

La comunicación se cortó y la máquina rebobinó con tonta diligencia. Zarza dejó escapar el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta. Tenía que irse de aquí. Tenía que marcharse. Brincó hacia la salida, reviviendo la anterior huida de aquella mañana, la misma sensación de irrealidad y delirio. En dos zancadas alcanzó la puerta, pero una vez allí se paró en seco: había alguien en el descansillo, al otro lado. Se escuchaba un arrastrar de pies, un roce de ropas, un tintineo metálico. No se atrevió a salvar el último metro hasta la hoja para atisbar por la mirilla; se encontraba paralizada por el miedo. Hubo un pequeño silencio, un instante en el que todo pareció detenerse: los latidos de Zarza, el tic tac del reloj, la rotación de la Tierra. Después, el sonido de una llave o quizá una ganzúa en la cerradura. De manera que Nicolás había estado todo el tiempo aquí, se dijo Zarza con aturdimiento; sin duda había telefoneado desde el descansillo. Apretó la culata de la Norinco con ambas manos y estiró instintivamente los brazos, como para protegerse detrás de la pistola, mientras las décimas de segundo transcurrían con aterradora lentitud. El mecanismo de la cerradura giró, el resbalón se retrajo y la hoja comenzó a abrirse poco a poco, milímetro a milímetro, con una parsimonia impensable, imposible, como si Zarza estuviera dentro de uno de sus primeros viajes de ácido, antes de la Blanca, antes del fin del mundo. Un milímetro más, y la luz del descansillo se colaba por el quicio entreabierto, obstaculizada por el cuerpo de alguien. Un milímetro más y ese alguien asomó la cara.

– ¡Virgen de la Regla! -chilló una voz agónica.

Era Trinidad, la asistenta, a punto de desmayarse en el dintel ante la inesperada visión de Zarza y su pistola, de ese agujero negro y amenazante que apuntaba hacia ella apenas a dos palmos de su cara.

– ¡Trinidad! Perdóneme, perdone…

Zarza dejó el arma en el suelo y se apresuró a sujetar ala mujer, que se escurría pared abajo sobre sus piernas temblorosas.

– Lo siento, perdone, no sabía que era usted, creí que era… un ladrón… Cuánto lo siento…

La llevó a la mesa, la sentó, le dio un vaso de agua. Trinidad, una dominicana de color caramelo, se llevaba la mano a su rotundo y jadeante pecho.

– Señorita, está usted loca… Está usted loca, señorita…Mire que andar con eso…

Y señalaba al pistolón, que reposaba en el suelo como un gato dormido.

– Es que… He recibido unas llamadas anónimas amenazantes y… Tuve miedo y pensé que… -improvisó Zarza.

– No lo haga, señorita. No tenga esas cosas por aquí -dijo la asistenta-. Se lo digo yo, y sé lo que me digo. Las carga el diablo; y si el diablo anda ocupado, siempre hay algún hombre malo para cargarlas.

Trinidad era de la misma edad que Zarza, aunque aparentaba diez o quince años más. Estaba muy gruesa, bandeaba al caminar, como si anduviera sobre la inestable cubierta de algún barco. Tenía un montón de hijos y un montón de ex maridos, todos en Santo Domingo, a los que ella mantenía con su trabajo. Limpiaba casas durante dieciséis horas al día, vivía sola en un cuartucho alquilado y no se permitía otro lujo que zamparse media libra de chocolate por las noches, ya metida en la cama y reventada. Siempre trataba a Zarza como a una niña, aconsejándola y a veces incluso riñéndola con aire maternal. No sabia nada de ella ni de su pasado; la creía una chica sin problemas perteneciente al mundo de la abundancia. Y tal vez en realidad no fuera más que eso; tal vez Zarza sólo fuera una niña pija malcriada, una niña bien echada a perder.

– Si usted supiera todo lo que yo he visto, señorita. Tantísima desgracia y tanta ruina, todo por esas cosas.

¿Cómo se construye la perdición de cada cual? También Martillo parecía provenir de un mundo mucho más cruel, más infame que el de Zarza; y, sin embargo, se respetaba a sí misma. Pero Martillo había tenido a Daniel. Tal vez la vida insoportable pueda soportarse con tal deque haya una sola persona que te quiera, una sola persona que te mire, una sola persona que te perdone. La existencia de un justo, de una única mujer o un único hombre buenos, puede salvar la ciudad de la lluvia de llamas.

– Tener eso en casa es un peligro, se lo digo yo, que lo he vivido. Esto de las armas es cosa de bárbaros, señorita, mire lo que le digo.

Era cosa de bárbaros, si, Trinidad tenía razón. Era una consecuencia de las hordas devastadoras y violentas que venían desde los confines de la Tierra dispuestas a destruir el orden conocido. Suevos, vándalos, alanos; muchedumbres sin ley que lo arrasaban todo, fuerzas de la negrura y del dolor. Como esos tártaros que prendieron fuego a Europa y Asia, Gengis Khan y sus guerreros feroces agostando los campos con los cascos de sus cabalgaduras, arrancando a los bebés de los brazos de sus madres, violentando doncellas, dejando tras de sí un reguero de sufrimiento irrestañable. Tal vez fueron los tártaros quienes le robaron la niñez a Zarza, esa niñez feliz que resultaba imposible de recordar aunque estuviera fotografiada en la caja de música; tal vez fue Gengis Khan, el ladrón de todas las dulzuras, quien le arrebató la infancia en su germinación y su promesa, de la misma manera que arrebató el aliento a todos esos niños a los que degolló, sin pestañear, mientras la civilización ardía lentamente entre los rescoldos de una inmensa hoguera.

El padre de Zarza desapareció cuando los gemelos tenían dieciocho años. Se marchó de casa, y seguramente del país, pocas horas antes de que llegara la policía a detenerle. Había montado un boyante negocio de facturas falsas para defraudar a Hacienda. Zarza supo luego que el padre siempre había sido un pícaro, un truhán, y que en la familia existía el convencimiento de que se había casado con su madre por el dinero. Pero la fortuna materna resultó ser más aparente que real y el padre se vio obligado a trabajar, o más bien a organizar diversas empresas de actividad brumosa y definición incierta. La última, el negocio de las facturas falsas, funcionó de maravilla durante varios años, y es de suponer que el hombre sacó una tajada multimillonaria, aunque en sus cuentas bancarias no quedó gran cosa. Debió de colocar sus ganancias en algún paraíso financiero ilocalizable. Ni Zarza ni sus hermanos volvieron a saber del padre nunca más.

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