Rosa Montero - El Corazón Del Tártaro

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– Qué fuerte eres, Daniel… Siempre has sabido mantener el control sobre tu vida… Eso es lo que más admiro de ti.

– No es control, nena, es una pelea a muerte, todos los días. La vida es una guerra. No, la vida es como ir andando por un país enemigo. Tienes que estar siempre en guardia, y acampar a escondidas… Y cada día que pasa las cosas se te ponen peor, porque estás más dentro del país de los malos, más solo, más rodeado. Y tú vas intentando luchar aquí y allá, dentro de la selva, como el Rambo ese tan macizo de las películas. Mira mi casa, la acabo de pintar. La pinté yo mismo con un rodillo, y las puertas con pintura plástica. Pues eso es luchar duro en mitad de la selva. Porque lo que te sale es dejar que todo se vaya al diablo. Que el techo se caiga y la cocina se llene de mierda. A veces necesitas muchísimo valor sólo para subirte la cremallera de las botas. Para qué limpiar, para qué lavarse. Para qué todo ese esfuerzo horrible de vivir… ¿para irme a pasar diez horas en el Hawai? Y mañana ya no será el Hawai, sino otro club más miserable. Y luego la calle. Y luego, con suerte, una residencia de caridad. Pero aquí estoy, ya ves. Pintando la casa. Porque uno no es un animal, a pesar de todo.

– Está muy bonita -murmuró Zarza, sintiéndose estúpida al decirlo-. De verdad, está muy bonita y muy acogedora.

Mi casa, por el contrario, es un panteón, pensó Zarza. Daniel ha escogido luchar y yo me entierro. Zarza se abismaba en su pequeña vida de la misma manera que su madre se había hundido en la fosa pelágica de su cama de enferma.

– Sé de alguien que te puede conseguir lo que quieres -dijo Daniel-. No es un pez gordo, pero es de fiar. Vete a los Arcos, al pub irlandés que hay en los Arcos, no sé cómo se llama pero no hay pérdida, y pregunta por Martillo. Di que vas de parte de Gumersindo, el de Hortaleza.

– ¿Gumersindo?

– Soy yo. Ése es mi nombre verdadero. Pero es feísimo y me lo cambié. Daniel queda más fino, ¿no?

Mientras hablaba, el hombre se rascaba el tatuaje con un gesto automático e inconsciente.

– ¿Y eso? -preguntó Zarza, sin poderlo evitar.

– ¿El qué? -contestó Daniel con aire inocente, aunque movió el brazo y ocultó el dibujo.

– Eso. Perdona la curiosidad, pero un tatuaje es una especie de anuncio público, ¿no? ¿Quién es ese Javier?

Daniel levantó el brazo, frunció el ceño y contempló la mancha entintada.

– No es, era.¿Se murió? Se marchó. Me dejó. Y no hay más que decir. Ni siquiera me acuerdo de su cara. Es una cabronada que los tatuajes duren más que la memoria.

– Lo siento.

La papada de Daniel retembló levemente y Zarza pensó por un momento que el hombre iba a llorar. Pero, para su sorpresa, se echó a reír:

– No es verdad, O sea, no es una cabronada. Me gusta mi tatuaje, sabes… No sé cómo decirte. Es mi pequeño equipaje.

Zarza sólo guardaba en la memoria una imagen de su madre levantada, de una madre vertical y mundana, antes de que se metiera en la cama para siempre como quien se cae por un precipicio. Tuvieron que existir muchos otros días andariegos, días de alamedas soleadas como la de la foto de la caja de música, en el transcurso de los cuales los blancos y delicados pies de su madre debieron de hollar el polvo de la Tierra; pero Zarza no recordaba absolutamente ninguno de ellos. Cuando sucedió el episodio que alimentó esa única memoria de una madre transeúnte, Zarza debía de tener cuatro o cinco años.

Ella era una niña pequeña, pues, y se encontraba escondida dentro de la despensa de la cocina. El chalet familiar de Rosas tenía una enorme cocina revestida de azulejos blancos, tan imponente y desapacible como un quirófano, y una despensa que era un cubículo alto y estrecho cubierto de baldas de madera desde el suelo hasta el techo. Zarza se recordaba metida en el cuartito, en la penumbra, sin otra claridad que la que se colaba por el montante de la puerta, que era de vidrio esmerilado. Las estanterías, repletas de latas de conserva, botes de cristal con azúcar y arroz, cajas de galletas y botellas de aceite, pendían inundadas de sombras sobre la cabeza de Zarza, abarrotadas e informes, amenazadoras en el perfil agresivo de sus bultos y en lo tenebroso de sus rincones, que la fantasía infantil poblaba de bichejos inmundos. A los niños imaginativos y asustadizos no les gustan los recovecos oscuros, de modo que resultaba un poco sorprendente que la pequeña Zarza se hubiera encerrado en aquel cuartucho. Sin embargo allí estaba, aguantando la respiración para no hacer ruido, con el corazón batiéndole en el pecho, entre el olor a podrido de los quesos y el aroma a hierba recién cortada de las pastillas de jabón. Entonces alguien abrió la puerta de la despensa, o talvez se abrió sola, porque ahora Zarza se recordaba quieta en el umbral y veía a su madre de pie, al otro lado de la pesada mesa de madera blanca que había en mitad de la cocina. Mamá estaba mirando a Zarza intensamente y Zarza, que era pequeña y contemplaba la escena desde abajo, sólo alcanzaba a ver la cara de mamá, con su hermoso pelo rojo cayéndole en dos cascadas de rizos sobre los hombros; luego la mesa le tapaba el resto del cuerpo, desde el codo a los muslos; y después, por debajo del tablero, aparecían las largas y finas piernas enfundadas en una ajustada falda gris, medias de cristal, tacones altos. Mamá miraba intensamente a Zarza desde ahí arriba y Zarza le devolvía la mirada. Hacía mucho calor, hacia bochorno, debía de ser verano, por la ventana de la cocina entraba una luz pardusca y agobiante, debía de estar atardeciendo, sobre la mesa de la cocina había un conejo muerto y ya despellejado, seguramente la tata lo iba a cocinar para la cena. Zarza sólo alcanzaba a ver un fragmento de carne gomosa y triangular que parecía un muñón y que debía de ser la cabeza del animal. Mamá miraba intensamente a Zarza desde el otro lado de la mesa y del conejo, y Zarza le devolvía la mirada.

Entonces mamá se inclinó hacia adelante, sus rizos se movieron y rozaron sus blancas mejillas de irlandesa. Mamá estaba haciendo algo que Zarza no veía, manipulaba allá arriba, movía los brazos, había un tintineo de metal, tal vez estuviera preparando ella misma el conejo. La tata apareció en ese momento en la puerta de la cocina y soltó un alarido. El alarido coincidió con un trueno espantoso, la ventana se abrió con un seco estampido y golpeó contra el marco, entró una bocanada de viento abrasador y la cegadora lividez eléctrica de un rayo. Zarza no sabía si la tata había gritado por miedo a la tormenta, o por el susto de la ventana que se abrió, o porque la criada sí que podía contemplar, desde su altura, los terribles e indecibles misterios de los adultos. Lo que sucedía por encima del tablero, lo que su madre estaba haciendo. Por debajo de la mesa, a la exacta medida de su niñez, Zarza vio caer al suelo un cuchillo manchado y unos goterones oscuros y lentos, ojalá fuera la sangre del conejo, mientras papá, porque ahora recordaba Zarza que papá también estaba encerrado, escondido con ella en la despensa; mientras papá, pues, apretaba protectoramente sus hombros infantiles, y olía a tierra mojada y al jabón de hierbas que usaba papá, y el cielo reventaba por encima de sus cabezas, y la ventana golpeaba, y parecía que era el final del mundo. Pero no.

Los Arcos eran dos grandes patios que, comunicados por arcadas de ladrillo, ocupaban el interior de un enorme edificio de oficinas. Los patios habían sido ideados, en un principio, como un centro comercial elegante y moderno. Pero la Blanca había ido conquistando la zona palmo a palmo, y las dueñas de las inocentes boutiques originales acabaron por irse, y dos de los primitivos propietarios de los restaurantes amanecieron un día con las rodillas rotas, y al final, después de un par de años, en los Arcos sólo quedaban abiertos los garitos de copas, muchos pubs, muchos bares, y los dueños eran todos habitantes de la ciudad nocturna de la Reina. Bárbaros llegados desde la estepa gélida para acabar con la vida civilizada, tártaros violentos de corazón torcido. Pero ahora eran las 14:30 de un día de enero y la mayoría de los locales de los Arcos estaban cerrados. Por suerte para Zarza, el San Patricio era uno de los pocos antros abiertos. Como pretendía ser un pub irlandés, servía comidas rápidas en la barra. Dos o tres oficinistas despistados masticaban emparedados en silencio. Zarza se acerco al tipo que trajinaba detrás del mostrador. Joven, con la nariz larga y un ojo bizco.

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