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Rosa Montero: El Corazón Del Tártaro

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Rosa Montero El Corazón Del Tártaro

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Entonces, antes, en la otra vida, en la era de la Blanca, Daniel vivía por aquí, en la calle Trovadores, cerca del centro. Zarza miró el reloj; las 13:05. A estas horas estaría durmiendo todavía. Mejor, porque así lo encontraría en casa. Si no se había mudado en los últimos años.

Zarza no se acordaba del número, pero sí del portal, el segundo a la derecha después del semáforo. Además, la entrada al edificio seguía igual: tal vez algo más sucia, más roída por las humedades, más desconchada. Subió a pie, no había ascensor, hasta el cuarto y último piso. La puerta de Daniel estaba recién pintada con un esmalte plástico de color verde chillón. Zarza creyó ver en ello el entusiasmo renovador de unos nuevos inquilinos y se temió lo peor, pero de todas formas apretó el viejo timbre; y lo volvió a apretar, y lo pulsó de nuevo, campanillazos estridentes rebotando en el silencio de la casa. Ya se iba a marchar cuando escuchó un parsimonioso descorrer de cerrojos. Se abrió la puerta y apareció Daniel, adormilado; llevaba una camiseta publicitaria, unos pantalones de pijama en tono lila que le quedaban cortos, un viejo albornoz sobre los hombros y los pies desnudos embutidos en unas botas bajas con la cremallera sin cerrar. El hombre se recostó en el quicio y levantó las cejas, en un gesto entre la sorpresa y la pregunta. Zarza sintió que un violento e insospechado rubor encendía sus mejillas. Carraspeó, incómoda, porque no había previsto que el encuentro pudiera turbarla.

– Hola, Daniel… ¿Te acuerdas de mí?

– Claro -gruñó él con la ronca voz lobuna de los recién levantados de la cama-. Claro. Cómo no me voy a acordar. Eres Zarza.

– Perdona que te moleste. Estabas durmiendo, claro. Pero quería pedirte un favor.

Daniel la miró sin pestañear, como calibrando el grado de complicación que Zarza podía introducir en su vida. Aunque tal vez simplemente estuviera luchando por despertarse. Al cabo se encogió de hombros.

– Bueno. Pasa.

Zarza siguió al hombre hacia el interior del piso, que estaba también recién pintado. Había alfombras de cuerda, cortinas de algodón de colores brillantes, reproducciones de cuadros de Velázquez arrancadas de alguna revista y sujetas con chinchetas a las paredes. Era un lugar modesto pero decente. Daniel chancleteó dentro de sus flojas botas hasta la nevera, sacó una cocacola y se dejó caer sobre una silla junto a la mesa camilla. Estaba más gordo, pensó Zarza. Bastante más grueso, y avejentado. Tenía las ojeras inflamadas por el sueño y el pelo despeinado y ralo, con la línea del cráneo dejándose traslucir bajo el acoso de la calvicie: qué había sido de aquel hermoso cabello lacio y negro, del pesado flequillo principesco. Los kilos sobrantes habían redondeado las caderas de Daniel, le habían dibujado una breve papada y se acumulaban en visibles lorzas debajo de la camiseta demasiado apretada. En el brazo derecho, sobre el hueso de la muñeca, lucía un pequeño tatuaje. Zarza se extrañó, porque el Daniel que ella recordaba no era muy partidario de ese tipo de adornos epidérmicos. Aguzando la vista, comprobó que se trataba de una diminuta rosa azul y roja orlada por un nombre de varón: "JAVIER". Lo cual le pareció todavía más raro, puesto que el discretísimo Daniel no hablaba jamás de sus amores. Claro que todo eso había sido antes, mucho antes, ocho años atrás. A saber qué habría sucedido en todo ese tiempo. Por lo pronto, Daniel se había convertido físicamente en otra persona. Seguía teniendo una buena cara y cierta distinción natural, pero ahora ya no parecía un príncipe toscano sino más bien una matrona romana. El tiempo no había sido piadoso con él. Zarza se preguntó hasta qué punto ella misma mostraría unos estragos semejantes. A fin de cuentas, debían de tener más o menos la misma edad; quizá Daniel le sacara dos o tres años, y eso le convertía en un cuarentón. También ella, Zarza, se acercaba peligrosamente a los cuarenta, cosa que no dejaba de sorprendería cuando lo pensaba: cómo había podido ser tan descuidada para vivir sin darse cuenta de que vivía, para extraviar con miserable desidia tantos años.

– Estás bien -dijo Daniel de pronto, como si le hubiera estado leyendo el pensamiento. Estás bastante bien. Tienes buen aspecto. No esperaba volver a verte. Pensé que te habías muerto.

– Tú… tú también estás bien mintió Zarza.

– Bah. Estoy hecho una foca.

Daniel apuró la cocacola e hizo chascar la lengua. Sus pantorrillas, blancas y lampiñas, asomaban blandamente bajo las cortas perneras lilas del pijama.

– Tú dirás.

– Necesito una pistola.

– ¿Necesitas una pistola?

– Mi hermano ha salido de la cárcel. ¿Te acuerdas de mi hermano? Nicolás, el gemelo. Ha salido de la cárcel y me amenaza.

– ¿Y por qué te amenaza?

Zarza respiró hondo:

– Porque yo le delaté a la policía.

– Uf… chica, qué asunto tan feo…

Zarza sintió el zarpazo de la sorna del hombre, el desdén zumbón y la distancia.

– No estoy orgullosa de lo que hice, Daniel, pero no he venido aquí para justificarme. Si quieres y puedes ayudarme, bien. Y si no, también. No te voy a contar mi vida. No soy uno de tus clientes del Desiré -dijo Zarza con cierta violencia.

– Ya no estoy en el Desiré -contestó Daniel plácidamente-. Me peleé con el hijo de puta de Caruso. Ahora estoy en el Hawai. Es un barucho nuevo, por aquí cerca. Un antro un poco peor. Todo es cada día un poco peor. Me estoy haciendo viejo.

– Lo siento.

– Bah.

– Además, tú también te has hecho mayor.

– Lo dices como si envejecer fuera sólo una cosa mía.

– No me refería a lo de la edad. Era por lo de haber dejado el Desiré y todo eso.

Fundamentalmente, Zarza lamentaba "todo eso". Lo siento, había dicho, y se refería al cuerpo ajamonado de Daniel, a los años perdidos, a las humillaciones y las derrotas, a las pequeñas cantidades de dinero que Zarza robó de la cartera de Daniel en los últimos días del Desiré, al proceso de demolición interior, al fin de la esperanza.

– Dejemos eso -dijo él-. ¿Así que ahora quieres pegarle un tiro a tu hermano?

– ¡No! Sólo quiero poder defenderme. Disuadirle. Quiero enseñarle la pistola, quiero que vea que estoy armada.

– Ya. ¿Y por qué vienes a mí? ¿Qué tengo yo que ver con todo eso?

– No tienes nada que ver. Pero no tengo a quién recurrir. Hace mucho que estoy fuera de la calle, no tengo contactos. A ti te cuentan todo. Estoy segura de que sabes dónde conseguir un arma.

Daniel se quedó mirándola, pensativo.

– Yo no sé nada. Y además, aunque lo supiera, esto de las armas es un riesgo muy grande. Uno nunca sabe qué va a hacer el otro con los hierros. Qué muerte va a traer, en qué marrón terminarás pringado.

– Pero tú me conoces…

– Sí. Te conozco.

Zarza enrojeció de nuevo.

– Llevo siete años limpia. Ya no soy aquélla. Creo que no.

Hubo un pequeño silencio que a Zarza le resultó de una violencia insoportable. Se puso en pie con brusca determinación.

– Está bien, Daniel. Me voy. Perdóname por haberte molestado. Tienes razón, tú no tienes nada que ver con todo esto.

– Espera… Espera, no te pongas nerviosa -dijo él, cachazudo y burlón-. Siéntate. Vamos, siéntate… Tampoco eras mala chica por entonces. Me caías bien. El problema era esa mierda que te metías. Me conozco bien esa porquería. Se me murió un hermano de eso.

La ciudad de la Blanca era un extraño territorio interclasista, pensó Zarza. Entre los súbditos de la Reina había de todo, pero fundamentalmente chabolistas miserables y niños ricos. La Blanca se cebaba, con ecuánime avidez, en los dos extremos de la escala. Sin embargo, y aun estando muy cerca, Daniel nunca cayó en la trampa. Zarza le envidió.

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