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Rosa Montero: El Corazón Del Tártaro

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Rosa Montero El Corazón Del Tártaro

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Fue Nicolás quien la condujo hasta ahí. Él ya había visitado a la Reina un par de veces y enseguida quiso llevar a Zarza con él, como siempre había hecho. Desde muy niños habían estado tan unidos como el diente a la encía. Aunque eran gemelos no se parecían físicamente; Zarza y Miguel habían sacado la complexión celta y frágil de la madre, mientras que Martina y Nicolás se parecían a su padre: altos y robustos, anchos de hombros, con la piel aceitunada y el pelo oscuro y crespo. Pero desde la cuna Nico y Zarza habían mantenido un nivel de comunicación extraordinario, una complicidad tan absoluta que terminaba por resultar algo inquietante. Enfermaban juntos, reían juntos, lloraban juntos. Les salían los dientes a la vez y se rompían el mismo día el mismo hueso al caerse de sus bicicletas idénticas. De hecho, la única noción de hogar que guardaba Zarza en su memoria eran los brazos de su hermano, que fueron siendo cada vez más mullidos y protectores pero también más dominadores, a medida que el chico crecía e iba echando pecho y envergadura de hombre, doblando el volumen corporal de la menuda Zarza.

– Cuando seamos mayores, construiré una casa en el centro de un parque y nos iremos a vivir allí tú y yo -solía decir Nicolás en esas tardes húmedas y oscuras de invierno en las que el aburrimiento se parecía demasiado ala tristeza.

– Y Miguel. Nosotros y Miguel -añadía entonces Zarza.

– Bueno, Miguel también puede venir. Y la casa será como un castillo y toda la gente del pueblo estará intrigada con nosotros, porque no nos verán nunca o casi nunca. Y cuando nos vean pasar en un coche negro a toda prisa, pensarán que somos marido y mujer.

– Y que Miguel es nuestro hijo…

– Qué dices… El tonto estará muy viejo para ser nuestro hijo.

– ¡Miguel no es tonto! Tú sí que eres idiota… -se enfadaba Zarza.

– ¿Me has llamado idiota? ¿Me has llamado idiota?

Se revolvía Nico, forzudo y juguetón.

Todas las peleas eran iguales. Nico intentaba inmovilizar a Zarza y ella se defendía dándole pellizcos y tirones de pelo. Rodaban ambos sobre la manta que habían tendido en el suelo y al final siempre quedaba Nico encima y Zarza se rendía, enojada pero no del todo insatisfecha por perder. Porque entonces Nicolás se convertía en el ser más magnánimo y cariñoso del planeta, y los dos niños se tumbaban abrazados, y escuchaban la música de la cajita de música, y aquello era el hogar. La cajita de música era un cubo perfecto de olorosa madera de sándalo con una rosa de marquetería incrustada en la parte superior. En realidad era un joyero; al levantar la tapa se abría también la cara delantera, dejando al descubierto unos cajoncitos forrados con un viejo terciopelo color sangre. En la contratapa, en vez del tradicional espejo, alguien había puesto una fotografía en blanco y negro protegida por un cristal. Era un retrato de todos ellos, de la familia Zarzamala-O'Brian al completo. A juzgar por sus vestimentas, debía de ser verano, un día radiante que moteaba de luces y de sombras el fondo de la foto, como si se encontraran en el alegre frescor de una alameda, bajo las hojas verdes bañadas por el sol. Mamá sonreía y miraba a la cámara de frente, sin saber que poco después se iba a enterrar en el lloroso sepulcro de su cama para no volver a salir jamás; en sus brazos, en los insospechados brazos de esa madre todavía viva, Miguel era apenas una bola de carne, tan guapo y tan sano con sus manecitas rechonchas y sus diez deditos y sus diez uñitas, porque por entonces aún parecía que no le faltaba nada de lo que un niño tiene. Martina, la mayor, estaba a la derecha. Debía de andar por los ocho años y ya se la veía erguida y orgullosa; pero sonreía, ella también, como sonreían los gemelos, los dos agarrados de la mano y vestidos con la misma camisita de rayas a los cuatro años, tantísimas vidas antes de que llegara la Blanca. En la foto, en fin, se les veía a todos felices, tan felices como nunca lo habían sido, porque Zarza no guardaba ninguna memoria de ese día, no recordaba esa alameda soleada, ni que hubieran salido todos juntos nunca jamás a pasear. Y porque ahí, detrás de todo el grupo, amparando o quizá atrapando a los suyos con sus fuertes brazos extendidos, estaba papá, ese papá Dios, el padre araña, aunque en esa instantánea pareciera el mejor papá del universo, con su sonrisa bonachona y limpia bajo el bigote árabe, con la beatitud del papá protector.

Fue mamá quien les regaló la cajita de música; o tal vez no fuera exactamente un regalo. Una tarde estaba la madre enroscada en su cama y su tristura, como siempre, y simplemente dijo a los gemelos: «"Llevaos eso de aquí"».Pero ellos lo tomaron como un presente y la cajita se convirtió en un objeto mágico, en el talismán de su niñez. A menudo, sobre todo en los lentos y vacíos domingos invernales, Nico extendía una manta debajo de la mesa del comedor de invitados. Esa mesa era un pesado armatoste para doce cubiertos que nunca habían visto usar, porque nunca tuvieron invitados. La estancia, pues, permanecía cerrada año tras año, con ese aire desapacible y hostil de los cuartos que no se usan, que nunca parecen calentarse lo suficiente. Aunque en realidad la casa entera participaba un poco de ese desabrimiento. Era como un edificio enfermo que hubiera sido concebido para otra cosa, para la vida real y verdadera, pero que, por alguna extraña maldición, hubiera ido deslizándose hacia la inutilidad y el abatimiento, con comedores de invitados sin invitados, cuartos de juegos sin juegos, tumbonas en el jardín sin nadie para tumbarse.

Pero debajo de la mesa era otro mundo. Debajo de la mesa, echados sobre la manta y con una linterna, Nico y Zarza se sentían abrigados y protegidos, a salvo de las lluvias de meteoritos y de los rayos de los dioses fulminantes. La vida de la casa quedaba al otro lado de la puerta cerrada (un arrastrar de pies por los pasillos, remotos tintineos en la cocina), y el hecho mismo de estar en una habitación que nunca se utilizaba les alejaba más del mundo real que el cenagoso foso de un castillo. Llevaban con ellos la cajita de música, levantaban la tapa y oían el campanilleo de su melodía, unas notas finas y tintineantes que a Zarza siempre le parecieron una música china, hasta que luego, ya mucho mayor, reconoció el fragmento como una de las Gymnopedias de Satie; y contemplaban, con asombro y a menudo con rabia, la prueba fotográfica de esa felicidad familiar que era la suya y que por fuerza alguien les tenía que haber robado. Ése era el verdadero sabor de la infancia para Zarza: la rugosidad de la manta, el soniquete chino, la penumbra abrigada del refugio, los brazos de Nicolás y, más allá, en el borde justo de la mesa, sentado en el suelo y un poco babeante, siempre cerca pero no demasiado cerca, el pequeño y callado Miguel, que tal vez ocultara ya un par de moretones en sus descarnadas piernas de alfeñique o en su espalda pálida y huesuda.

Zarza nunca había llevado armas, ni siquiera cuando sucedió lo que sucedió. Se había negado a usarlas y eso acabó siendo su salvación. Si es que verdaderamente se podía decir que Zarza se había salvado. Ya casi al final, cuando estaban los dos muy deteriorados y Zarza fue expulsada de la Torre porque su mal aspecto disuadía a los clientes, Nicolás decidió adquirir unas pistolas.

– Son los únicos billetes que nos quedan… ¿cómo te los vas a gastar en esa mierda? -protestó ella.

– Pues por eso, estúpida, por eso. Porque necesitamos más dinero.

De manera que consiguió sus armas, una vieja Berettay un revólver, y se llevó a Zarza a las afueras un viernes lluvioso y la tuvo disparando toda la tarde contra las ramas de los canijos árboles suburbiales, para que se entrenara y perdiera el miedo. No lo perdió. Cuando salieron de casa el día del golpe, ella tiró el revólver. En un contenedor de basura, sin que Nico se diera cuenta.

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