– Me gustaría hacerle algunas preguntas, si no tiene inconveniente -dijo el padre Vázquez rompiendo bruscamente, a su pesar, el silencio que se había cernido sobre la cocina.
– ¿Cómo voy a negarme a la petición de un sacerdote? -protestó con sinceridad Josune Sarasola, viuda de Gajate-. Pregunte lo que quiera que yo, dentro de mi ignorancia, intentaré contestarle.
– Me llamo Emilio Vázquez y soy sacerdote en la misma orden, y en el mismo colegio, en que lo es su hijo Ander. No sé si habrá oído hablar de mí.
– No, lo siento, pero mi hijo es muy reservado para esas cosas. Además, le veo muy poco. No piense que es un mal hijo, ni mucho menos, pero claro, como él dice, hay gente mucho más necesitada que yo a la que él debe atender con prioridad. ¿Se dice así, Iker? -preguntó a su hijo.
– Así es, amá, pero contesta con tranquilidad. El padre sabe que somos humildes labradores y perdonará nuestra falta de cultura.
– Tienes razón, hijo. Pues lo que le iba diciendo, Ander es un buen hijo, y cuando se metió sacerdote me dio una gran alegría. En esta casa siempre hemos sido muy católicos y fieles cumplidores de los mandamientos de la Santa Madre Iglesia.
– Su hijo, ¿siempre quiso ser sacerdote?
– Siempre, siempre, no. Como todos los niños quiso ser otras cosas, bombero, torero, cantante, incluso enterrador. La vocación le vino más tarde aunque, eso sí, desde que hizo la primera comunión no faltó a la iglesia ningún domingo ni fiesta de guardar y a menudo ayudaba al padre Patxi, nuestro párroco, a oficiar la santa misa. Yo creo que de eso, del contacto con el párroco, le vino la afición.
– ¿Alguna vez le ha comentado si se había arrepentido de dar ese paso?
– No entiendo.
– Quiere decir si alguna vez Ander te ha dicho que se ha arrepentido de haberse hecho sacerdote -le explicó el hijo pequeño.
– Nunca, válgame Dios, nunca. Siempre le he visto feliz, primero en el seminario y luego en el colegio, de sacerdote. Es lo que él ha querido ser y lo que le ha hecho feliz. Hemos sufrido mucho en esta familia, ¿sabe usted?, y no puedo negar que tener un hijo sacerdote nos reconforta del todo.
– ¿Cuánto tiempo hace que no habla con él?
– Es curioso que me haga esa pregunta, llevaba mucho tiempo sin saber nada de él, ya le digo que eso no es extraño, es una persona muy ocupada, por desgracia hay mucha miseria y pobreza en el mundo que aliviar, pero hará unos tres días me llamó por teléfono y estuvimos hablando durante largo rato.
– ¿Notó algo raro en esa conversación? ¿Le pareció nervioso o preocupado?
– No, le vi como siempre. Preocupado sí, estaba preocupado, pero eso es algo habitual en él. Yo siempre le digo que se tranquilice pero él siempre me dice lo mismo, amá, hay mucha gente necesitada en el mundo, y no podemos estar contentos y felices mientras no hagamos lo imposible para mitigar su sufrimiento. Yo no entiendo mucho pero pienso que tiene razón, no está bien que haya gente sufriendo. Lo sé porque nosotros también hemos sufrido lo nuestro.
– Quizá al padre le interese saber lo último que te dijo -comentó el hijo pequeño al observar que su madre se callaba.
– Ah, sí, es verdad, se me había olvidado, lo siento. Sí que me dijo algo raro, justo un momento antes de colgar. Me dijo, precisamente, que dentro de unos días vendría a verme un sacerdote compañero suyo y que me haría algunas preguntas. Me imagino que estaba pensando en usted.
– Supongo que sí.
– Me dijo también que contestara con sinceridad a todo lo que me preguntara, menudo consejo, le dije, ¿pues cómo cree él que contesto yo a la gente, y más tratándose de un sacerdote? ¿Cuándo me has visto a mí andar con mentiras?, le dije, pero él volvió a insistir en que me preguntara lo que me preguntara le respondiera siempre diciéndole la verdad y otra cosa que me extrañó mucho, no entiendo en qué estaría pensando, fue que me pidió que fuera cual fuera la pregunta no me extrañara y contestara sin enfadarme. La verdad, no entiendo por qué tendría que enfadarme, pero como insistió se lo prometí. Así que pregunte lo que quiera, que no me voy a enfadar.
– Su hijo sabía que seguramente tendría que hacerle algunas preguntas delicadas y, presumiblemente, quería prepararla. Antes ya le he hecho una pregunta similar pero me gustaría volver a hacérsela: en los últimos tiempos, ¿le ha dicho su hijo que deseaba abandonar el sacerdocio?
– No, nunca. Mi hijo es sacerdote y lo es para siempre.
– ¿Se lo ha dicho él en persona?
– Soy su madre y lo sé, le conozco lo suficiente como para saber que nunca va a abandonar los hábitos.
– La gente cambia.
– Mi hijo no -replicó con firmeza Josune Sarasola.
– ¿Sabe si echa en falta la convivencia con una mujer?
– ¿Una mujer? Mi hijo es sacerdote, sus votos son muy importantes para él. ¿Cuándo se ha visto que los sacerdotes anden con mujeres?
– Bueno, ahora hay una clara tendencia entre los más jóvenes a predicar la voluntariedad del celibato. De hecho, aunque no está oficialmente permitido, en algunos lugares y ambientes se tolera la existencia de sacerdotes casados.
– Dios mío, Dios mío, no sé adonde vamos a ir a parar. Sacerdotes casados, ¿has oído eso, Iker?
– Sí, amá, y no me parece mal. Un sacerdote es un hombre como otro cualquiera.
– Un hombre como otro cualquiera, un hombre como otro cualquiera, sandeces -rezongó la madre- ¿eso es lo que os han enseñado en la escuela? Un sacerdote no es un hombre como otro cualquiera sino un hombre de Dios.
– Así es -comentó conciliador el padre Vázquez-, pero su hijo tiene razón, un sacerdote puede llegar a pensar que los votos que ha hecho constituyen una carga muy pesada. Constantemente se producen situaciones de este tipo y todos los años el Vaticano autoriza la secularización de un gran número de sacerdotes. En cuanto a su hijo, no quisiera decepcionarla pero me parece que ha entrado en ese camino.
– ¿Qué está usted insinuando?
– Mire, señora, voy a ser totalmente sincero con usted. Hace varios días que su hijo ha desaparecido. No viene por el colegio ni ha dado señales de vida en la vivienda que comparte con otros compañeros. No sabemos dónde está, de lo único que estamos seguros es de que por medio hay una mujer. Y también, debe usted saberlo, que ha desaparecido una importante cantidad de dinero que estaba bajo su custodia.
– Mi hijo no es ningún ladrón ni mujeriego -tronó la mujer. Intentaba contenerse, recordando las enigmáticas palabras de su hijo, pero era evidente que tenía que hacer un gran esfuerzo para no enfadarse.
– Yo no he dicho que lo sea, me limito a contarle lo que ha sucedido por si usted me puede ayudar a encontrarle.
– Quizá le hayan secuestrado -replicó tímidamente la madre-, desgraciadamente esas cosas ocurren a menudo, y nadie está a salvo, ni siquiera los sacerdotes, recuerde lo que sucedió en El Salvador.
– Me temo que no es así. Por los datos que tenemos su hijo desapareció voluntariamente, sin ser coaccionado.
– Si es así, ¿qué quiere que yo haga? -habló totalmente abatida la madre del sacerdote-, está visto que para los pobres no puede haber felicidad en este mundo. Mi único hijo sacerdote traicionando a la propia Iglesia -finalizó desconsolada.
– No debiera juzgarle tan duramente -dijo Vázquez, en un vano intento por consolar a su interlocutora-, sólo Dios conoce lo que pasa por la mente de los hombres. Ser sacerdote es duro y tal vez su hijo no lo ha soportado, pero eso no significa que se haya convertido en un indeseable. Posiblemente haya tenido sus motivos para actuar como ha actuado y a nosotros nos corresponde intentar ayudarle, intentar sacarle del bache en el que puede estar metido.
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