Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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»Mi hermana accedió a sus ruegos y se acostó con él. Luego se vistió, salió de su apartamento y se acercó hasta el viaducto. Cuando se estrelló contra el pavimento aún no había cumplido los dieciocho años.

»Ésta es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad -añadió la joven, con un intento baldío de dar un sesgo irónico a su deprimente relato-. Algunas cosas las supe directamente y otras las he deducido yo o me las han contado personas de confianza, pero básicamente todo ocurrió tal y como le he contado.

El sacerdote permaneció callado durante un rato, estremecido por lo que acababa de oír e intentando encontrar las palabras adecuadas, pero sospechaba que no existían. Su obligación era incitarla al perdón, convencerla de que debía desechar todo espíritu de venganza, animarla a que siguiera viviendo sin rencores, pero era muy difícil, extremadamente difícil, tal vez imposible.

– ¿Denunció lo sucedido a la policía?

– No me haga reír, padre, que no es el momento. Él no sólo era uno de ellos sino de los más importantes. Además, aunque me hubiera encontrado con algún policía honesto y receptivo, que seguramente son mayoría, ya ve que estoy dispuesta a admitirlo, era la época en que acababa de estallar el caso GAL y no creo que les apeteciera dar pábulo a más escándalos policiales, así que seguramente se hubiera tapado el asunto. No, no lo denuncié sino que decidí esperar mientras recopilaba datos e informes. Y el tiempo se ha acabado. Me he constituido en juez y jurado y he dictado sentencia. La pena a la que he condenado al acusado es la de muerte y ha llegado el momento de ejecutarla. Espero que con su ayuda.

Capítulo diecinueve

En el ayuntamiento de Sopelana nadie conocía al padre Gajate ni a su compañera. El hecho de que una foto de ambos apareciera en el interior de un sobre con el membrete municipal no era nada extraño, le dijeron. A cualquier persona que apareciera por allí y se le diera algún tipo de documentación se le proporcionaba, si lo pedía, un sobre para que la pudiera llevar más cómodamente. Es posible que alguno de los dos hubiera pasado por allí pero, si así había ocurrido, nadie recordaba su aspecto. Parecida respuesta obtuvo en los bares y locales comerciales en los que enseñó las fotografías de la pareja. Fue el párroco de la localidad el único que, curiosamente, le dio una pequeña pista.

– ¿Cómo ha venido usted hasta aquí? -preguntó al padre Vázquez tras haber echado un vistazo a la fotografía de la mujer.

– En metro, ¿por qué me lo pregunta? -respondió Vázquez.

– Porque me temo que no es usted muy observador -contestó socarrón el párroco-. Si vuelve a la estación podrá contemplar varios carteles en los que se denuncia la desaparición de esta joven.

Cuando el padre Vázquez volvió a la estación comprobó la veracidad del aserto del párroco. En una de las paredes del metro podía verse un cartel en blanco y negro sobre el que destacaba una fotografía más bien defectuosa de la compañera del padre Gajate con una patética descripción al pie de la misma dando cuenta de su desaparición y rogando a todo el que la viera que llamara a un número de teléfono. El padre Vázquez reconoció inmediatamente ese número telefónico, era el del propio colegio. En el cartel había algo más, se decía que todo aquel que aportara algún dato de importancia sería gratificado con la cantidad de cien mil pesetas. En principio aparecía, en cifras, la cantidad de cien millones pero con un rotulador rojo se habían tachado los tres últimos ceros, como si se hubiera corregido lo que parecía ser un claro error de imprenta. El único que sabía que no había error alguno en aquel cartel era el propio padre Vázquez. Estaba claro que todo aquel montaje estaba destinado a su persona pero era incapaz de averiguar algo concreto a través suyo. Lo que sí parecía evidente era que la pareja escondida quería tomarle el pelo o tal vez algo peor.

En el fondo el cartel reafirmaba una de sus sensaciones primitivas. De lo único que había estado seguro el padre Vázquez desde que inició su peculiar investigación era de que detrás del fondo había una mujer, pero aún no conocía con exactitud qué papel desempeñaba en toda la trama. No se trataba del típico y tópico cherchez la femme, sino que sospechaba que esa figura femenina tenía una importancia que hasta el momento había sido incapaz de desvelar. A pesar de lo que había insinuado a los compañeros de piso del padre Gajate, él no creía que se tratara de un simple encoñamiento. Había indagado entre los religiosos de la comunidad escolar y el sacerdote desaparecido no tenía problemas específicos en tal sentido, por lo menos sus problemas no eran mayores que los de cualquier ser humano que asume conscientemente la condición de célibe. No, no podía descartar que se hubiera enamorado súbitamente de una mujer, pero eso no era suficiente para explicarlo todo, tenía que haber algo más. Por otra parte, independientemente de la relación que tuvieran la mujer y el padre Gajate, y la influencia de esa relación en el robo de los cien millones y la posterior huida de la pareja, había un dato inquietante y revelador. Desde que empezó la investigación le habían estado enviando señales, adelantándose a sus pasos, jugando con él. ¿Se trataba tan sólo de un elemento de distracción, de burla incluso, contra él en cuanto investigador accidental del asunto, independientemente de quién fuera, o era tal vez una provocación calculada contra Emilio Vázquez, sacerdote y ex policía, por algún motivo que aún se le escapaba? No tenía respuesta a esta pregunta pero su experiencia le decía que debía estar siempre preparado para lo peor. Incluso a raíz de esa pregunta podía hacerse algunas más: ¿querían con esos señuelos confundirle y obstaculizar su investigación o estaban jugando con él a la espera de tomar contacto de algún modo más concreto? ¿Estaban deseando inconscientemente ser atrapados, como ocurre con algunos criminales en serie de personalidad desequilibrada, o tenían otros designios en sus cabezas? Y por último, en el caso de que la trama estuviera dirigida a él en persona por algún motivo desconocido, ¿quién de los dos estaba interesado en él, el padre Gajate o su hermosa compañera? ¿O tal vez ambos?

El padre Vázquez pensó que quizá debiera indagar acerca de ambas posibilidades. De la mujer no sabía nada, tan sólo lo que posiblemente no era sino un nombre de guerra, Verónica, y que tenía una hermana fallecida. De su hermano en Cristo sabía algo más pero si se paraba a considerarlo más a fondo, en realidad no era gran cosa lo que de él conocía. Si alguno de los dos, o ambos a dúo, tenían alguna cuestión pendiente con él debía averiguarlo, no sólo por el bien de la investigación sino por el suyo propio.

Respecto a la mujer era poco lo que podía hacer en esos instantes. Era posible que estuviera perdiendo facultades y que tanto el Sebas, el encargado del Club Neskatilak, como Mónica, la puta con la que había hablado, le hubieran mentido y supieran más de lo que habían admitido, pero eso no le preocupaba. Siempre tendría tiempo de apretarles las clavijas, directamente si fuera necesario o a través del comisario Ansúrez. Por el momento continuaría con su primitiva línea de investigación y dedicaría su atención al sacerdote desaparecido.

Hizo varias llamadas telefónicas y a la cuarta consiguió contactar con el comisario Ansúrez. No le podía atender en persona pero estaría encantado de volver a echarle una mano, por los viejos tiempos, exclamó. Si se acercaba a la jefatura daría las órdenes necesarias para que fuera atendido de inmediato. Además, añadió, todavía hay aquí mucha gente que te recuerda y estima.

Cuando entró por la puerta de la calle Gordóniz y se identificó ante el policía nacional que estaba detrás del mostrador aparecieron inmediatamente dos miembros de la Brigada Antiterrorista, los inspectores Romero y Castrofuerte. Antonio Romero era un viejo conocido del padre Vázquez, de la época en la que ambos trabajaban en la Brigada Político Social. A su lado Ernesto Castrofuerte parecía un chiquillo recién salido de la academia, aunque llevaba varios años de trabajo policial bajo sus espaldas.

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