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Deborah Crombie: Nadie llora al muerto

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Deborah Crombie Nadie llora al muerto

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La muerte violenta del comandante de la policía Alastair Gilbert, a golpes de martillo, en la cocina de su casa, convulsiona la aparente tranquilidad de Holmbury St. Mary, un pueblecito de Surrey cercano a Londres. El historial opaco de la víctima, poco apreciada por sus convecinos y tampoco por algunos círculos de la policía, hace que el trabajo de los investigadores de Scotland Yard, el comisario Duncan Kincaid y la sargento Gemma James, emprenda dos direcciones. ¿La delicada esposa del comandante o alguno de los vecinos están implicados en el asesinato o es el entorno policial de Gilbert el que lo está?

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Deborah Crombie Nadie llora al muerto Kincaid James 04 Mourn not your dead - фото 1

Deborah Crombie

Nadie llora al muerto

Kincaid & James 04

Mourn not your dead

© 1996 by Deborah Darden Crombie

Traducción: Rebeca Bouvier

1

Le pareció que su oficina menguaba mientras la recorría de arriba abajo. Tenía la sensación de que las paredes se le echaban encima, un efecto óptico producido por los ángulos proyectados por la lámpara de su escritorio y distorsionados por las sombras. Scotland Yard siempre resultaba algo inquietante por las noches, como si una presencia ocupara las salas vacías. Se detuvo ante la estantería y pasó un dedo por los lomos de los manoseados libros del último estante. Arqueología, arte, canales, libros de referencia sobre delincuencia… Muchos de ellos se los había regalado su madre, que se los enviaba para remediar lo que ella consideraba una carencia en su educación. A pesar de que había intentado ordenarlos por orden alfabético y tema, era inevitable que hubiera un par de tomos desordenados. Kincaid sacudió la cabeza. Ojalá su vida estuviera la mitad de ordenada que sus libros.

Miró la hora por décima vez en diez minutos. Luego atravesó la habitación hacia su escritorio y se sentó sin prisa. La llamada que le había traído a las oficinas había sido urgente -oficial de alto rango hallado muerto- y si Gemma no llegaba pronto tendría que ir a la escena del crimen sin ella. No había venido al trabajo desde que abandonó su piso la noche del viernes. Y aunque ella había llamado al comisario jefe y solicitado un permiso, no había respondido a las cada vez más desesperadas llamadas de Kincaid. Esta noche había pedido al sargento de turno que se pusiera en contacto con ella y esta vez sí había respondido.

Incapaz de contener su agitación, se levantó de nuevo y fue a coger la chaqueta del perchero. Entonces oyó el suave clic del pestillo. Se dio la vuelta y la vio ahí, con la puerta a su espalda, mirándolo. Una estúpida sonrisa invadió su cara.

– ¡Gemma!

– Hola, jefe.

– Te he llamado varias veces. Pensé que te había pasado algo.

Ella negó con la cabeza.

– Fui a visitar a mi hermana unos días. Necesitaba tiempo…

– Hemos de hablar. -Dio un paso adelante y se detuvo a examinarla. Tenía aspecto de estar cansada. Su cara era casi transparente en contraste con el color cobrizo de su cabello, y se apreciaban unas sombras moradas en la piel de debajo de los ojos-. Gemma.

– No hay nada de qué hablar. -Se encorvó y apoyó los hombros contra la puerta como si necesitara soporte-. Ha sido un terrible error. Lo ves, ¿no?

La miró y se le congeló el habla por el asombro.

– ¿Un error? -pudo articular finalmente, pasando una mano por sus secos labios-. Gemma, no te entiendo.

– Nunca ha sucedido. -Dio un paso hacia él, suplicante, pero luego se detuvo como asustada de su proximidad física.

– Sí que ha sucedido. No lo puedes cambiar y yo no quiero cambiarlo. -Avanzó hacia ella y le puso las manos sobre los hombros, tratando de atraerla hacia él-. Gemma, por favor, escúchame. -Por un instante creyó que ella reposaría la cabeza en el hueco de su hombro, que se relajaría en él. Pero notó como sus hombros se ponían tensos bajo sus dedos y luego se apartaba de él.

– Míranos. Mira donde diablos estamos -dijo Gemma golpeando con su puño la puerta que tenía detrás-. No podemos continuar. Ya me he comprometido demasiado. -Inspiró entrecortadamente y añadió, espaciando las palabras como para enfatizar su peso-: No puedo permitírmelo. Tengo que pensar en mi carrera… y en Toby.

Sonó el teléfono. El doble ring hizo eco en la pequeña habitación. Kincaid dio un paso atrás hacia su escritorio y buscó a tientas el auricular que procedió a llevarse al oído.

– Kincaid, -dijo, cortante, y escuchó-. De acuerdo, gracias. -Colgó el auricular y miró a Gemma-. El coche nos está esperando. -En su mente se formaron y disolvieron frases a cada cual más trivial. Éste no era ni el lugar ni el momento para discutir esto, y que él se empeñara en continuar la conversación sólo los haría sentirse violentos.

Finalmente Kincaid se dio la vuelta y se puso la chaqueta aprovechando ese momento para tragarse su desilusión y serenarse lo mejor que pudiera. Encarándose a ella de nuevo dijo:

– ¿Lista, sargento?

* * *

El Big Ben dio las diez cuando el coche cruzó el puente de Westminster en dirección sur. Kincaid, sentado junto a Gemma en la parte de atrás, vio las luces reflejadas en la superficie del Támesis. Continuaron en silencio mientras el coche zigzagueaba por el sur de Londres, avanzando lentamente hacia Surrey. Incluso el conductor, un agente de policía normalmente hablador llamado Williams, parecía haberse contagiado del humor de ellos y se encorvó encima del volante con taciturna concentración.

Atrás había quedado Clapham cuando Gemma habló.

– Será mejor que me pongas al corriente, jefe.

Kincaid observó el brillo en los ojos de Williams cuando los miró con sorpresa por el retrovisor. Gemma debía haber sido informada, obviamente, y se esforzó por responder con la mayor naturalidad posible. Los chismorreos en el cuerpo no les harían ningún bien.

– Un pequeño pueblo cerca de Guildford. ¿Cómo se llama, Williams?

– Holmbury St. Mary, señor.

– Eso es. Alastair Gilbert, comandante de la división de Notting Dale, encontrado en su cocina con la cabeza hundida.

Kincaid oyó el profundo suspiro que soltó. Luego, con la primera pizca de interés que le había notado en toda la noche, Gemma dijo:

– ¿El comandante Gilbert? Dios Santo. ¿Alguna pista?

– No me han informado de ninguna, pero todavía es pronto -dijo Kincaid, girándose para estudiarla.

Ella hizo un gesto de impaciencia.

– Se va a armar un gran escándalo. Y vaya suerte que hemos tenido al caernos este muerto encima. -Cuando Kincaid mostró su acuerdo soltando una risa por lo bajo, ella lo miró y añadió-: Debes de haberlo conocido.

Se encogió de hombros y dijo:

– ¿Acaso no lo conocía todo el mundo? -No quiso entrar en detalles delante de Williams.

Gemma se acomodó en el asiento. Al cabo de un rato dijo:

– Los policías locales habrán llegado allá antes que nosotros. Espero que no hayan hecho tonterías con el cuerpo.

Kincaid sonrió en la oscuridad. La actitud posesiva de Gemma con los cuerpos siempre lo había divertido. Desde el principio de un caso, ella consideraba el cuerpo como de su propiedad y no se tomaba demasiado bien las interferencias innecesarias. Esta noche, sin embargo, su carácter quisquilloso le proporcionó cierto alivio. Eso significaba que se había metido en el caso, y ello le permitía a él esperar que al menos su relación laboral se pudiera salvar.

– Han prometido que no lo tocarían hasta que hayamos podido ver la escena.

Gemma asintió satisfecha.

– Bien. ¿Sabemos quién lo ha encontrado?

– La esposa y la hija.

– Puaj. -Arrugó la nariz-. Qué feo.

– Al menos tendrán a una agente de policía para tomarlas de la mano -dijo Kincaid, haciendo un esfuerzo poco entusiasta por bromear con ella-. Eso te libra a ti de tener que hacerlo. -Gemma protestaba a menudo diciendo que las mujeres agentes servían para algo más que para llevar las malas noticias a los familiares y ofrecer un hombro consolador. Pero cuando esta tarea recaía en ella, Gemma lo hacía excepcionalmente bien.

– Eso espero -respondió Gemma y apartó la mirada, no sin que antes Kincaid pudiera adivinar una sonrisa en sus labios.

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