Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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Sue Grafton I de Inocente ALFABETO DEL CRIMEN Título original I is for - фото 1

Sue Grafton

I de Inocente

ALFABETO DEL CRIMEN

Título original: «I» is for Innocent

© de la traducción: Antonio-Prometo Moya, 1993

Para mi nieta Erin, con todo mi amor

AGRADECIMIENTOS

La autora desea agradecer la inapreciable ayuda que ha recibido de las siguientes personas: Steven Humphrey; Sam Eaton, abogado; B.J. Seebol, doctor en derecho; John Mackall, abogado; Debra Young, abogada; Joe Driscoll, de Joe Discroll & Associates Investigations; teniente Terry Bristol y sargento Carol Hesson, de Santa Barbara County Sheriff‘s Department; inspector Lawrence Gillespie, del Coroner's Bureau, Santa Barbara County Sheriff‘s Department; Eric S.H. Ching; Debby Davison, de KEYT-TV; Richard Dodge, de la Armería Far West; Charles Sunderlin, director gerente de Premier Products, de Heckler & Koch; George E. Rush; Florence Michel; David Eider; y Carter Blackmar.

1

Tengo que confesar que, en el instante de morir, no vi desfilar en una fracción de segundo la historia de mi vida. Tampoco había una luz blanca y seductora al final de ningún túnel, ni tuve la cálida sensación acogedora de que los amigos y parientes que habían muerto hacía mucho estuvieran esperándome en El Otro Lado. Lo que sentí fue más bien una vocecita aflautada que decía con indignación:

– ¡Oh, vamos! Esto no puede ser en serio. ¿Es así en realidad?

Sobre todo, lamentaba no haber limpiado la cómoda la noche anterior, como había planeado. Resulta insoportable que los que hayan de decirle a una el último adiós tengan que verlo todo lleno de bragas sucias. Podría ponerse en tela de juicio la validez de esta observación, puesto que es evidente que no fallecí cuando estaba segura de que me había llegado la hora, pero afrontemos las consecuencias sin miedo: la vida es una bagatela y estoy convencida de que morir no enseña nada de provecho.

Me llamo Kinsey Millhone, soy investigadora privada y trabajo en Santa Teresa, que está a ciento cincuenta kilómetros al norte de Los Angeles. Hacía siete años que ocupaba un despachito junto a las oficinas de La Fidelidad de California, una empresa de seguros. Había acordado tácitamente con la compañía que podría utilizarlo a cambio de investigar incendios provocados y fallecimiento fingidos, pero de un modo informal, según las necesidades de la casa. El acuerdo se había cancelado sin más a principios de noviembre, cuando habían trasladado a Santa Teresa a un diligente experto en eficacia empresarial de la sucursal de Palm Springs.

Yo había creído que las modificaciones efectuadas en la dirección de la compañía no me afectarían, dado que yo era colaboradora independiente y no una empleada de las que tienen que fichar. No obstante, cuando ese hombre y yo nos vimos por primera (y última) vez, la antipatía que sentimos fue tan instantánea como recíproca. En los quince minutos que duró el inefable contacto humano, me mostré grosera, agresiva y desinteresada por los asuntos de la casa. Antes de darme cuenta de lo que ocurría, me encontré en la calle y rodeada de las cajas de cartón que contenían los ficheros de mis clientes. Pasaré por alto la minucia de que, para coronar el fin de mis relaciones con la compañía, puse al descubierto una escandalosa estafa relacionada con seguros automovilísticos que movía millones de dólares. Lo único que obtuve a cambio fue un furtivo apretón de manos del vicepresidente de la compañía, Mac Voorhies, un miedica convicto y confeso que no vaciló en reconocer que aquel ogro le caía tan antipático como a mí. Aunque le agradecí el apoyo moral, aquello no resolvió mi problema. Yo tenía que trabajar. Y necesitaba una oficina donde administrar el trabajo. Al margen de que mi casa era demasiado pequeña para estos menesteres, me parecía poco profesional no tener despacho. Algunos de mis clientes son sujetos poco recomendables, y no me hacía ninguna gracia que estos brutos supieran dónde vivía yo. Estaba hasta la coronilla de problemas. A causa de la drástica subida de los impuestos sobre la propiedad inmobiliaria, mi casero se había visto obligado a duplicarme el alquiler. La medida le había sentado peor que a mí, pero -según su gestor- no había tenido más remedio. Pese a todo, el alquiler se mantenía dentro de lo razonable y no me quejé, pero no era el mejor momento para afrontar la inesperada subida. Había invertido todos mis ahorros en comprar otro coche, un VW de 1974, éste de color azul claro, y con sólo una pequeña abolladura en el guardabarros izquierdo de atrás. Aunque sabía vivir con muy poco, no me quedaba ni un real a fin de mes.

Dicen que el despido es una especie de liberación, pero a mí esto me parece la típica fanfarronería que se emite cuando ya se conoce el veredicto. El despido es lo peor que hay, y puede compararse a la infidelidad por los despiadados efectos que produce. El amor propio se resiente y nuestra imagen revienta como un neumático pinchado. Durante varias semanas había pasado por las mismas etapas que se recorren cuando nos comunican que padecemos una enfermedad que pronto nos llevará a la tumba: rabia, negación de la realidad, fantasías sobre lo inevitable, embriaguez, palabras malsonantes, resfriados nasales, aspavientos, angustia, alteración radical del orden de las comidas. Por otra parte, había elaborado una serie ininterrumpida de pensamientos inconfesables acerca del causante de mis desdichas. En los últimos días, sin embargo, me había preguntado si no habría algo de verdad en lo que sentía en el fondo, una especie de deseo reprimido de que me despidieran sin contemplaciones. Tal vez estuviera ya harta de La Fidelidad. Tal vez hubiera dejado de ser útil a la empresa. Tal vez deseara sin más un cambio de escenario. En cualquier caso, había empezado a adaptarme y notaba ya que el optimismo me corría por las venas como si fuese aceite de hígado de bacalao. Porque se trataba de algo más que de sobrevivir. De un modo u otro, sabía que había ganado yo.

Por el momento, había alquilado un despacho libre del bufete de Kingman e Ives. Lonnie Kingman tiene cuarenta y pocos años, mide uno sesenta, pesa cien kilos, es entusiasta del levantamiento de pesas y se atiborra cotidianamente de esteroides, testosterona, vitamina B-12 y cafeína. Sobre la cabeza, una mata estropajosa de pelo negro le cuelga igual que a un caballo en trance de mudar las crines invernales. Respecto a la nariz, parece que se la hubieran roto tantas veces como a mí. Sé, por los distintos diplomas que adornan sus paredes, que es diplomado universitario por Harvard, licenciado en empresariales por la Universidad de Columbia y licenciado en derecho por la Universidad de Stanford.

Su socio, John Ives, aunque con idéntico currículo, prefiere los aspectos más tranquilos y menos vistosos de la profesión. Su especialidad son las apelaciones en el terreno de lo civil, en el que tiene fama de ser un abogado de imaginación fuera de lo normal, de investigar las cosas hasta el fondo y de redactar mejor que nadie. Lonnie y John fundaron el bufete hace aproximadamente seis años y desde entonces han ampliado el personal secundario, que hoy comprende a una recepcionista, dos secretarias y un pasante que hace también de recadero. Martin Cheltenham, el tercer abogado del bufete, si bien no es socio en propiedad, es el mejor amigo de Lonnie y ocupa un despacho alquilado en las mismas condiciones que yo.

Al parecer, todos los casos brillantes de Santa Teresa se los encargan a Lonnie Kingman. Se le conoce más como abogado defensor en causas de lo criminal, pero siente una debilidad especial por los procesos complicados en que hay muertes o lesiones accidentales, debilidad que fue responsable de que nuestros caminos se cruzaran y nos conociéramos. Yo había hecho algún trabajito para Lonnie en otra época y, al margen de que recurría a él de vez en cuando por motivos profesionales, había pensado que me vendría bien por aquello de las recomendaciones. Desde su punto de vista, tener una investigadora en la casa no resultaba precisamente perjudicial. No me convertí en empleada suya, como tampoco lo había sido en La Fidelidad de California. Trabajaba como independiente que le prestaba servicios profesionales, y le cobraba en consecuencia. Para celebrar el convenio me había comprado una bonita chaqueta de mezclilla para conjuntarla con los tejanos y el jersey de cuello alto que suelo ponerme. Aquel atuendo me daba aires de persona emprendedora.

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