Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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El padre Vázquez y el inspector Romero cesaron bruscamente su charla y acudieron presurosos a donde se hallaba el inspector Castrofuerte que se había levantado de su silla y permanecía de pie junto a la impresora. Durante varios segundos fue apilando los folios en una bandeja y luego, cuando la actividad cesó, se los entregó a Vázquez.

– Si quieres te hago un somero resumen de lo que vas a encontrar en esos papeles -dijo Castrofuerte.

– Dime.

– Bueno, tenías razón. Ander Gajate es un viejo conocido nuestro, y cuando digo viejo lo digo con toda propiedad ya que sus antecedentes se remontan a la época anterior a la muerte de Franco. De hecho no se le conocen actividades políticas con posterioridad a la amnistía de 1977.

– ¿Has encontrado algo que le pueda relacionar conmigo?

– En principio creo que no. Tendrás que cotejar fechas y situaciones, al fin y al cabo nadie mejor que tú para saber en qué has andado metido, pero a simple vista, y por lo que me ha contado Antonio, lo que él hacía no eran asuntos en los que tú hubieses estado muy interesado.

Activismo cultural, organización de mesas redondas sobre derechos humanos, apoyo a trabajadores en huelga, firma de manifiestos en pro de presos políticos, artículos en éusquera para revistas clandestinas y de escasa tirada, en fin, nada importante. El padre Gajate era tan sólo una mosca cojonera, como se dice ahora, no un auténtico peligro para el régimen.

– ¿No aparece nada relacionado con actividades terroristas?

– Bueno, tú mejor que yo sabes que en aquellos tiempos a todos los que no comulgaban con la situación se les colgaba el sambenito de terroristas así que los datos que hay son poco fiables. Se sospechaba de su proximidad a ETA y quizá realizara alguna actividad de apoyo o simpatía pero, en todo caso, sería puramente marginal, en ningún momento fue acusado de colaboración con banda armada. Aunque puede haber una relación indirecta.

– ¿Cuál?

– Un hermano suyo, su hermano mayor, fue miembro de la organización terrorista y murió en un enfrentamiento con la policía, pero según los datos que tenemos tú en ese momento no estabas destinado en el País Vasco.

– Él puede pensar que sí.

– Hasta ahí no llegan mis máquinas -contestó Castrofuerte alzando los brazos en un cómico gesto-, todavía no se ha inventado el ordenador capaz de adivinar los pensamientos, pero es una posibilidad que deberías investigar.

– ¿Alguna cosa más de interés?

– Sí, hay otra muerte. Un compañero suyo de seminario, un tal Joaquín Torrente, falleció abatido por disparos de la Policía Armada una noche que había ido a colocar carteles subversivos en el Casco Viejo. Conociendo a tu amigo es posible que esa noche le hubiera acompañado, pero nunca se pudo probar nada. El rector del seminario juró y perjuró que ninguno de sus pupilos, salvo el difunto, claro está, había abandonado esa noche los acogedores muros del seminario. Ya lo sabes, con la Iglesia hemos topado y todas esas cosas.

– Sí, lo sé, pero no me suena. Salvo por mera coincidencia nunca me he dedicado a perseguir a niñatos que colocaban pasquines en las paredes, mi trabajo era diferente.

– Lo sé, pero esa es la información que te podemos proporcionar. Lo lamento si no te sirve para nada.

– No, no, os estoy muy agradecido. Todo es útil, lo único que tengo que hacer es seguir trabajando con los datos que me habéis dado. Bueno, muchas gracias de nuevo, pero lamentándolo en el alma os tengo que dejar.

El inspector Antonio Romero le acompañó hasta la puerta de la calle pero antes de despedirle con un abrazo se puso serio e intentó darle un consejo.

– Ya sé que eres perro viejo, Emilio, pero ten cuidado, ten mucho cuidado. Diga lo que diga la gente joven como Castrofuerte, no todo está en los ordenadores. Quienes hemos vivido mucho lo sabemos. Haz caso a tu instinto, podría salvarte la vida. Quizá ese curita no se haya cruzado nunca en tu camino pero si está lanzándote continuos mensajes no es por mera frivolidad, de eso puedes estar seguro. Y recuerda, el que golpea primero golpea dos veces.

– Hace tiempo que procuro vivir al margen de los golpes.

– Eso es imposible, Emilio, y tú lo sabes. Los golpes que hemos dado, y los que hemos recibido, nos han marcado para siempre.

Capítulo veinte

Emilio Vázquez comprobó minuciosamente los papeles que le había proporcionado el inspector Castrofuerte y se reafirmó en su idea de que no tenía nada que ver ni con la muerte del hermano del padre Gajate ni con la de su compañero. Si tenía las manos manchadas de sangre no eran precisamente esas dos muertes las que le salpicaban. Aun así continuaba pensando que no estaba desencaminado al relacionar el pasado del padre Gajate con la situación actual. Era evidente que aunque quizá no hubieran llegado a enfrentarse directamente estaban situados en bandos opuestos y, de algún modo, entre ellos, o entre lo que representaban, se había producido una clara confrontación. Llevaba años intentando huir de ese pasado pero mirara por donde mirara siempre le surgía al paso.

Decidido a seguir el método que se había impuesto se acercó hasta la localidad natal del sacerdote desaparecido. Dudaba mucho de que la madre de Ander Gajate fuera capaz de aportarle algún dato esclarecedor pero una conversación con ella podría ser extremadamente útil para ir configurando una imagen cada vez más nítida de su presa. Un autobús de cercanías le dejó en la plaza del pueblo y una vez allí, preguntando, le encaminaron sin problemas hasta el caserío en el que había nacido y vivido el padre Gajate.

Agradeció a Dios el que aún se mantuviera en forma pese a los años transcurridos desde que dejó el cuerpo de policía, ya que el caserío se encontraba en las afueras del pueblo, en la ladera de un monte. Aun así, completamente sudado, pudo comprobar la hospitalidad de la madre del sacerdote. Un vaso de agua fresca al principio, para mitigar el acaloramiento, y un vaso de vino después, para entonarse, fueron las ofrendas con las que Josune Sarasola, viuda de Gajate y auténtico baluarte del clan familiar, agasajó a su visitante.

– Gracias, se lo agradezco profundamente -contestó el padre Vázquez, ya repuesto tras haber dado un primer sorbo al vaso de vino.

– No hay de qué, es lo que haría por cualquier persona, cómo no voy a hacerlo tratándose de un hombre de Dios.

El padre Vázquez, contra su costumbre, había ido vestido de sacerdote tradicional, con sotana y alzacuello. Pocas veces vestía de esa guisa, no ya por el anacronismo que tal vestimenta suponía ni porque eso permitiera que se le identificara sin ninguna duda con su profesión, al fin y al cabo era sacerdote y no renegaba de ello, sino básicamente por comodidad. No acababa de acostumbrarse a esa ropa que impedía sus movimientos y le coartaba a la hora de andar y correr, pero había estimado con buen tino que la mujer a la que iba a visitar sería más proclive a su persona si le veía embutido en una negra sotana.

Miró en torno suyo y comprobó con satisfacción que todo estaba tal y como lo esperaba. Se hallaban sentados en el interior de una espaciosa cocina, en unas sillas de madera alrededor de una mesa estrecha y alargada. Un mantel de cuadros rojos y negros había sido colocado precipitadamente sobre un hule viejo, mientras que de la enrojecida chapa de la cocina se desprendía un agradable calorcillo que inundaba toda la estancia. Posiblemente la calefacción había llegado al resto del caserío pero allí, en los dominios de aquella mujer, se seguía utilizando el método tradicional.

Le gustaba lo que veía. Estaba convencido de que si golpeara con sus dedos el borde del vaso en el que había sido depositado el vino que estaba bebiendo posiblemente no vibrara con un tintineo musical, pero si ese mismo vaso cayera al suelo no se haría añicos con mucha facilidad. En cuanto a la mujer que tenía enfrente, pese al delantal que le colgaba por encima de su viejo vestido y al arcaico moño que adornaba su cabeza, exhalaba un aire de dignidad que hacía mucho más difícil el trabajo que el padre Vázquez se había adjudicado. Lo único que quizá no encajara era el joven que se había sentado en una esquina, observándoles en silencio. La espesa barba que ocultaba su rostro y la camiseta que vestía, adornada con dibujos y leyendas alusivas a un conocido grupo local de rock radical le hacían parecer fuera de lugar. Y sin embargo era su casa y, si miraba más fijamente, parecía estar integrado totalmente en ella, como si formara parte indisoluble del paisaje doméstico. La mujer se lo había presentado como su hijo Iker, el hermano pequeño del padre Gajate.

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