Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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Cuando el padre Vázquez traspasaba la puerta del local has visto cómo tu hermano miraba hacia la puerta que separa la barra de la taberna de la cocina y te guiñaba un ojo, con un gesto de camaradería que tú sabes que proviene del afecto que te tiene, no de que te comprenda realmente. Desde tu puesto de observación has vigilado atentamente la conversación entre tu hermano pequeño y tu hermano en Cristo, aunque pensar esto último pueda parecer un sarcasmo, pero sigues usando inconscientemente el lenguaje adquirido tras años de profesión religiosa.

No has podido escuchar el contenido de la conversación pero imaginas perfectamente lo que se han dicho ambos contertulios, y sabes que ninguno de los dos te puede comprender.

Tu hermano está muy alejado de ti, sus intereses, sus obsesiones, son distintas a las tuyas aunque puedan tener la misma raíz.

En cuanto al padre Vázquez sabes que está desconcertado y que sospecha algo pero por más que investigue será difícil que llegue, por sí solo, a descubrir la verdad. Es un verdugo que pronto se va a convertir en víctima y lo intuye, pero no podrá cambiar su destino. Quizá se haya arrepentido pero no es tan sencillo borrar las culpas de toda una vida. No, lo sabes por experiencia, porque no estás seguro de que algún día tú seas capaz de borrar las tuyas.

Mientras tanto te escondes detrás de una puerta y esperas el momento de asestar el golpe definitivo.

Capítulo veintiuno

Muy pronto, gracias a Julián, abandoné el barniz de novato que me había caído nada más ingresar en el Cuerpo de Policía y fui adquiriendo los conocimientos suficientes para desenvolverme en lo que, gracias al imperativo paterno, acabó por ser mi profesión. Poco a poco yo mismo veía cómo iba cogiendo soltura y confianza y, cada vez más, mis maneras y modos de actuar se parecían a los de mi compañero aunque yo lo hubiera negado tajantemente si alguien lo hubiera insinuado en mi presencia.

Durante los cinco primeros meses, de todos modos, el trabajo fue monótono y rutinario. Vigilancia de las calles, detenciones de pequeños rateros, intervenciones pacificadoras en peleas callejeras y riñas conyugales y visitas habituales a Clara cuando tenía algún momento libre. Además, en seguida vencí mis escrúpulos y empecé a redondear mi exiguo sueldo con las propinas recibidas de los dueños de locales de alterne, peristas y en general de los pequeños delincuentes a los que no merecía demasiado la pena encarcelar, cosa que agradecían del único modo que ellos conocían y nosotros aceptábamos, con dinero contante y sonante.

Era una buena vida pero demasiado limitada y yo no me veía, en el futuro, patrullando las calles y cobrando un aguinaldo procedente de los chorizos madrileños, pero mientras no llegara lo que yo en sueños denominaba mi gran oportunidad no me quedaba más remedio que esperar. Y la oportunidad, al final, llamó a mi puerta si bien de un modo totalmente inesperado.

Al cabo de cinco meses de empezar a patrullar las calles se dio orden a todos los policías de servicio de dejar lo que tuviéramos entre manos y dedicarnos a la búsqueda y captura de un misterioso ladrón de joyas que llevaba dos meses actuando en la zona de Madrid y alrededores. Según parecía, ya que las autoridades no dejaron traslucir en ningún momento la gravedad del caso, se trataba de un individuo que se había dedicado a robar en las viviendas y chalés de la gente más pudiente de Madrid. No desdeñaba el dinero pero, sobre todo, se dedicaba a las joyas. Se rumoreaba que la casa de algún ministro había recibido la visita de ese desconocido ladrón y la inquietud había empezado a ser cada vez mayor. La presión sobre el director general de la Seguridad del Estado debió de hacerse insoportable y éste la transmitió a sus subordinados, los cuales nos pusieron firmes a todos los policías de a pie.

Era muy poco lo que nosotros, simples policías motorizados, podíamos hacer donde habían fracasado los más brillantes investigadores del cuerpo pero órdenes son órdenes y nos dedicamos incansablemente a escudriñar todos los rincones donde pudiera esconderse un ladrón de joyas que más parecía salido de una película de Hollywood que de las callejuelas de Madrid por las que habitualmente transitábamos.

– Es una gilipollez -solía decirme Julián claramente cabreado-, porque no vamos a conseguir nada, lo único perder el tiempo. Y además perjudica nuestros negocios.

Esto último lo decía porque a causa de las órdenes recibidas habíamos considerado poco prudente seguir confraternizando con nuestros clientes habituales, con el consiguiente parón de los pagos a los que éstos nos tenían acostumbrados. Ni siquiera podíamos ir con la frecuencia acostumbrada a ver a nuestras amigas del burdel y tengo que admitir que echaba mucho de menos a Clara, tanto que a veces hasta me dolía físicamente el miembro viril y debía volver a la solitaria práctica que aprendí en el colegio, bajo la batuta de Fernandito.

Sin embargo, pese a nuestro escepticismo y malestar, nos dedicamos en cuerpo y alma a nuestra nueva labor sin obtener, como por otra parte era lo lógico y esperado, ningún resultado. Hasta que los hados decidieron aliarse con nosotros y ocurrió el accidente.

Fue una suerte que estuviéramos cerca del lugar donde todo ocurrió, ya que en caso contrario ni siquiera nos hubiéramos aproximado. Normalmente evitábamos acudir a ese tipo de sucesos. Sí, es cierto que también estábamos para socorrer a las personas que sufrían alguna desgracia en la carretera, pero si algún otro compañero llegaba antes que nosotros al lugar del accidente, mejor que mejor. No eran nada agradables los espectáculos que solían verse cuando los coches se estrellaban unos contra otros en las carreteras. Más de una vez nos había tocado sacar a rastras el cadáver mutilado de algún infeliz y, ciertamente, no es un plato de gusto para nadie. Pero aquella vez tuvimos la mala suerte de ser los más cercanos al lugar en el que se había estrellado un vehículo y no nos quedó más remedio que acudir a levantar el atestado y echar una mano en lo que se pudiera.

Nada más echar un vistazo al conductor vimos que no podíamos hacer nada por él excepto rezar un responso. Tenía el pecho hundido y la cara totalmente destrozada. Con toda seguridad el fallecimiento había sido instantáneo. Hurgamos en sus ropas buscando la documentación. Se trataba de un tal Ángel Loperena, soltero, nacido y residente en Madrid, de treinta y cuatro años de edad. Aunque para mí era un perfecto desconocido no lo era para Julián.

– Bueno, un señorito menos -dijo sin el menor asomo de piedad por su horrendo fin-. Dinero de papá y vicios propios. Juergas, mujeres, alcohol. En fin, lo normal en estos casos.

– ¿Le conocías?

– De referencias. Era muy popular en ciertos ambientes de la clase alta madrileña y aunque yo no me muevo en esos ambientes, ni puñetera falta que me hace, es mi obligación estar al tanto de lo que en ellos se cuece. Más de una vez me ha tocado acompañar a señoritos embriagados a las casas de sus padres. Y te aseguro que éstos nunca dan propina, todo lo contrario, te miran como si fueras tú el culpable del estado de sus hijos. Pero en el fondo son ellos los que nos pagan así que a ellos nos debemos -finalizó filosóficamente su perorata.

Mientras hablaba conmigo no había dejado de registrar lo que quedaba del vehículo. De repente, totalmente excitado, empezó a llamarme dando grandes voces.

– Emilio, Emilio, ven aquí inmediatamente y mira esto.

Intrigado más por el aspecto de loco que de repente había adquirido que por sus voces, ya que era algo habitual en él dar vozarrones a troche y moche, me acerqué hasta donde se encontraba mi compañero y a indicaciones suyas miré en el interior del maletero. Lo que vi me heló la sangre en las venas. Del interior de un maletín de cuero que se había desgarrado a causa del impacto surgían varias piedras de diferentes tamaños artísticamente engarzadas en trabajados anillos que tenían todo el aspecto, incluso para alguien como yo que no sabía gran cosa del asunto, de ser piedras preciosas, joyas de alto valor.

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