– ¿Tú crees que son buenas? -pregunté a mi compañero.
– ¿Que si son buenas? -me dijo todavía excitado-, con estos pedruscos se podría pagar un Imperio.
– ¿Qué hacemos? -pregunté por decir algo ya que de un modo telepático en la mente de ambos anidaba la misma idea.
– Lo mejor es que guardemos el maletín en nuestro coche y luego ya veremos qué decidimos sobre el asunto.
Asentí en silencio y pasando de las palabras a la acción así fuertemente el maletín y lo introduje en el maletero del coche patrulla. Una vez que estuvo fuera de nuestra vista conseguimos tranquilizarnos y esperamos a que llegara la ambulancia que poco antes, a través de la radio del coche, habíamos solicitado. Aunque no había nada más que hacer completamos nuestro servicio escoltando la ambulancia hasta el hospital donde el médico de guardia certificó oficialmente la defunción del señor Loperena.
Quizá la más penosa de nuestras obligaciones, en estos casos, es la comunicación a los allegados del fallecimiento de un familiar o amigo, pero como entraba en nuestro sueldo lo hacíamos sin protestar. Aquella vez, sin embargo, ni siquiera nos pareció triste o desagradable. Obsesionados como estábamos por nuestro descubrimiento andábamos como sobre una nube, tan sólo atentos a alguna posible alusión acerca de las joyas desaparecidas pero sus padres, tal vez porque el dolor del momento les impidiera pensar en cosas más mundanas, no lo mencionaron para nada.
Esperamos unos días pero ningún familiar reclamó el maletín ni su contenido. Nos quedaba otra posibilidad, que Ángel Loperena fuera el ladrón más buscado de Madrid. Parecía algo absurdo pero cuanto más pensábamos en ello más visos de verosimilitud tenía la idea. Al fin y al cabo, si reparábamos en las circunstancias de los robos, lo más lógico era que el ladrón fuese alguien introducido en los ambientes de la alta sociedad, alguien que sabía lo que buscar y cuándo, cómo y dónde acceder a ello. Un ratero circunstancial podía dar un golpe con éxito pero la concatenación de robos que se habían sucedido no se debía a un golpe de suerte sino a una actuación cuidadosamente planificada.
Quizá por un absurdo exceso de prudencia, ya que el que dos policías asignados a un caso se interesaran por las últimas novedades sobre el mismo era algo completamente normal, tardamos varios días en solicitar que se nos facilitaran copias de todos los informes y atestados que había sobre el caso del ladrón misterioso y, nada más tenerlos en nuestras manos, confirmamos nuestras sospechas. El difunto Ángel Loperena estaba implicado en los robos. Había varios datos que avalaban esta tesis. El primero de ellos que el mismo día de la muerte de Loperena se había producido un robo de joyas en la mansión del presidente de un conocido banco. El segundo, que los robos habían cesado radicalmente desde el día en que nuestro sospechoso falleció. Por último conseguimos una descripción de las joyas robadas al banquero y coincidían plenamente con las que habíamos confiscado del maletín el día de autos.
Con el transcurso de los días lo que en un primer momento había sido una leve idea que rondaba nuestras cabezas fue tomando forma. No estábamos dispuestos a devolver las joyas. Nadie sabía que las teníamos en nuestro poder, así que por ese lado estábamos limpios. Por otra parte, los únicos que conocíamos la identidad del ladrón, salvo en el caso de que hubiera tenido cómplices, éramos nosotros y después de su fallecimiento y el escamoteo de las pruebas existentes era prácticamente imposible que ningún colega nuestro llegara a la misma conclusión. Si jugábamos bien nuestras bazas podíamos quedarnos con el santo y la limosna, así que decidimos jugarlas.
Con la mayor discreción posible investigamos entre los más conocidos y reputados peristas de Madrid pero ninguno conocía el destino del resto de las joyas robadas. Hasta donde ellos sabían, o admitían que sabían, las joyas no habían vuelto a salir al mercado. Eso podía significar dos cosas, o bien Loperena las había colocado prescindiendo de los canales habituales, presumiblemente en el extranjero, o bien había guardado el producto de sus latrocinios a la espera de que la situación se calmara y poder negociar su venta con más tranquilidad. Como la investigación de la primera posibilidad estaba fuera de nuestro alcance decidimos actuar basándonos en la segunda, es decir, partiendo de la hipótesis de que en algún lugar se hallaba escondido el resto del botín. Puesto que actuábamos en nuestro propio beneficio era la apuesta más lógica. Si salía bien, estupendo, y si no, pues bueno, siempre nos quedarían las últimas joyas robadas por Loperena.
Lo primero que nos interesaba averiguar era si el difunto Loperena tenía cómplices de algún tipo. Para ello debíamos proceder a seguir e investigar a la gente de su entorno lo cual era complicado, ya que todas sus amistades pertenecían a un nivel difícilmente asequible para dos humildes policías y si notaban que estábamos ocupándonos de sus asuntos podíamos meternos en un buen apuro, si se tiene en cuenta que la mayoría de ellos tenían hilo directo con las altas esferas. Al final la solución y el permiso para que practicáramos nuestra investigación nos vino dada por la política. Conseguimos demostrar al jefe superior que uno de los amigos de Ángel Loperena había sido visto charlando amigablemente con el encargado de negocios de la embajada inglesa lo cual, en aquellos tiempos de ebullición patriótica a cuenta del asunto de Gibraltar, no estaba bien visto por las autoridades del Movimiento y eso facilitó, aunque no estábamos adscritos a la Brigada Político Social sino a la Criminal, que se nos diera vía libre.
Procedimos con calma y tranquilidad, ya que nuestro secreto estaba a salvo, y para no levantar suspicacias tardamos tres largos meses en dar por terminada nuestra investigación, sin ningún resultado positivo. Si Loperena tenía algún cómplice fuimos incapaces de averiguarlo. Por otro lado, los robos habían cesado, lo que significaba que o no existían efectivamente los supuestos cómpliceso éstos eran incapaces de reanudar su actividad sin la presencia de Loperena, así que admitiendo la idea de que actuaba en solitario tan sólo nos quedaba por descubrir dónde guardaba su botín y confiscarlo en nuestro beneficio.
Una visita al Registro de la Propiedad nos confirmó que no poseía viviendas a su nombre. Así mismo, del contacto que habíamos tenido con sus amistades habíamos llegado al convencimiento de que era muy dudoso que se hubiera sincerado con ellas para un tema tan delicado como el préstamo de un refugio donde esconder el producto de sus latrocinios. Por exclusión acabamos pensando que su botín estaría escondido, seguramente, en la mansión de sus padres, con los que convivía. Era lo suficientemente grande para que Ángel Loperena contara con una especie de apartamento propio en su interior y, por otra parte, la avanzada edad de sus progenitores les impedía apercibirse con claridad de lo que pudiera ocurrir en el mismo. En cuanto a los miembros del servicio no parecían susceptibles de crearle ningún problema. La mayoría eran externos y el único que convivía con ellos era el jardinero, que habitaba una minúscula choza construida en la parte trasera del jardín que rodeaba la mansión, y era imposible que, en caso de averiguar algo, traicionara a su joven patrón. El jardinero era un antiguo combatiente del ejército rojo que sólo gracias a la benevolencia de los familiares de Loperena había conseguido un trabajo y un lugar para vivir. Le tenían agarrado por los cojones y ocurriera lo que ocurriera delante de sus narices él siempre se quedaría mudo y ciego, obediente a su señor.
Ser policía quizá no sea una bicoca, los poderosos nos utilizan y los menesterosos nos temen cuando no nos odian, pero te proporciona una cosa muy importante, la posibilidad de acceder a fuentes de información que una persona normal tiene vedadas. No eran muchas las empresas importantes que se dedicaban en Madrid a la instalación de cajas de caudales y en la cuarta que visitamos conseguimos lo que queríamos.
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