En el seminario aprendiste a leer y escribir en tu lengua, en la que eras absurdamente analfabeto y leíste por primera vez a algunos poetas que estaban proscritos. No entendías por qué Nicolás Ormaetxea, Xabier de Lizardi o Lauaxeta tenían que estar prohibidos, cuando la belleza y sensibilidad que emanaban de sus escritos sobrepasaban resquemores absurdos entre pueblos y lenguas. O quizá por eso, porque convenía mantener abiertas las brechas entre pueblos y lenguas, para que nunca pudieran entenderse y hermanarse. Pero junto a ellos leíste también a Gabriel Celaya, a Miguel Hernández, a García Lorca y, sobre todo, a san Juan de la Cruz, que se convirtió en tu más fiel compañero, al que todavía hoy recurres en los momentos más tristes y deprimentes. Sí, fueron buenos tiempos, no sólo te convertiste en sacerdote y religioso sino que accediste a un nuevo mundo que te había estado vedado en el ambiente opresivo de tu aldea.
Pero no todo era cultura, religión y recogimiento en el seminario. Ahí iniciaste tus escarceos con lo que tú llamabas responsabilidad social y que oficialmente se denominaba activismo subversivo. No estás muy seguro si lo llevabas con pesar o con orgullo, seguramente había un cincuenta por ciento de cada cosa, pero la muerte de tu hermano mayor «en combate» te proporcionaba un hálito de gloria y popularidad del que te era imposible huir y que propició que te consideraran como un continuador, por otros medios, de su lucha. Por eso te viste introducido, en poco tiempo, en uno de los grupos que, al abrigo de la protección que proporcionaba el seminario, trabajaban por la cultura y la libertad de tu pueblo.
Aún recuerdas la noche de tu bautizo de fuego. Apenas había luna, lo que favorecía vuestro objetivo de pasar desapercibidos. Erais tres los seminaristas que burlabais fácilmente la vigilancia del seminario, quizá porque esa vigilancia no era lo estricta que debiera ser, de hecho siempre sospechaste -con razón- que el rector conocía vuestras escapadas y las alentaba. Pero aquella noche era especial, porque era la primera para ti. Muy cerca del seminario os juntasteis con otras dos personas de las que nunca has sabido los nombres, y en un desvencijado Dos Caballos os acercasteis a Bilbao, al Casco Viejo. Cuando bajasteis del coche uno de los dos hombres, el más silencioso, os entregó unos aerosoles -sprays los llamaba él- y os dijo que os dispersarais por las Siete Calles y sus aledaños, con la misión de embadurnar las paredes con consignas patrióticas. Ahora que conoces el otro lado de la vida puedes comparar la excitación que sentías mientras realizabas las pintadas con la producida por el orgasmo, pero entonces la asociabas a una especie de éxtasis patriótico religioso generado por tu esfuerzo, la recompensa mística que te concedía Dios como premio a tu esfuerzo.
Nunca olvidarás aquella noche, nunca olvidarás tu valentía y arrojo, la definitiva asunción de tu compromiso con el pueblo, rubricado al final con una pintada que no estaba en el guión, «La Iglesia con el Pueblo», dibujaste con trazo firme, orgulloso de ser parte de ambos, de ser parte importante -tu excitación era más fuerte que el temor a pecar de soberbia- de ambos. No, nunca olvidarás esa noche, pero tampoco olvidarás que junto a la valentía, el arrojo, el compromiso y el orgullo esa noche también te mostró las miserias y contradicciones en las que a partir de entonces ibas a estar sumergido.
Todo sucedió de repente. Eran más o menos las tres de la madrugada cuando poco a poco, oscuros como sombras, los cinco militantes ibais abandonando las bocacalles del Casco Viejo y confluíais en el Arenal, donde habíais aparcado el Dos Caballos. Cuatro de vosotros habíais entrado ya en el vehículo y os encontrabais reclinados en vuestros asientos, fumando un cigarrillo -otra cosa que aprendiste en el seminario, para escándalo de tu madre y sonrisa cómplice del padre Patxi- mientras comentabais, excitados, lo que habíais hecho esa noche. No se había consumido aún tu cigarrillo cuando viste llegar al quinto miembro de vuestro grupo, un compañero de seminario más joven que tú, acababa de cumplir los diecisiete años, llamado Jokin, y dijiste al chófer, el compañero silencioso que os había entregado los sprays, que estuviera preparado para arrancar.
Jokin andaba despacio, sin prisas, en parte por la consigna de actuar con tranquilidad y en parte por la inconsciencia juvenil que se había adueñado de él convencido, al igual que tú lo estabas, de que no podía pasarle nada, él no era más que un soldado del pueblo, un soldado desarmado que contaba con la protección divina, un hombre -un hombre de apenas diecisiete años- entregado a una causa justa que no temía a nada ni a nadie. No recuerdas quién de los cuatro dio el primero la voz de alarma pero todos visteis cómo de improviso, prácticamente surgidos del aire, aparecieron un montón de hombres uniformados con porras en las manos que se acercaron a Jokin y empezaron a golpearle con saña, rítmica y continuamente, haciendo caso omiso a sus desgarradores gritos de socorro y sus desesperadas súplica de compasión.
Tu primera reacción fue la de decir a tus compañeros que había que hacer algo, tenemos que rescatarle, gritabas, pero para cuando esas palabras surgieron casi inaudibles de tu garganta el hombre silencioso había arrancado bruscamente y enfilaba hacia arriba el puente del Arenal, que entonces se llamaba puente de la Victoria, en lo que a ti te pareció una ignominiosa huida. Es posible que tu reacción fuera más histérica de lo aconsejable, aunque te moviera un buen fin, el de rescatar a tu compañero; por eso el hombre que estaba contigo, el segundo de los no seminaristas, se vio obligado a darte un golpe que te dejó sin sentido durante un buen rato.
Cuando despertaste estabas ya enfrente del seminario y en el Dos Caballos, sentado junto a ti, tan sólo estaba el chófer, el hombre que no había hablado durante toda la noche.
– Lo siento -te dijo, y al oírle hablar te sobresaltaste, nunca hubieras imaginado que tu compañero de lucha tuviera un acento que delataba inexorablemente su origen inequívocamente andaluz-, pero no podíamos hacer nada, ellos eran muchos y armados y lo único que hubiéramos conseguido es que nos detuvieran a todos en vez de a uno tan sólo. Sé que te parecerá duro escuchar estas palabras, pero cuando decidimos entrar en el grupo perdemos nuestra importancia como seres individuales, somos tan sólo células de algo más importante, algo en lo que creemos y a lo que estamos supeditados. Siento lo de tu amigo, créeme, pero hicimos lo correcto. Espero que lo entiendas.
Lo entendiste, claro que lo entendiste, en el fondo era algo similar a lo de la comunión de la Iglesia y el cuerpo místico de Jesucristo, pero entenderlo no lo hacía mejor ni más fácil.
Al día siguiente nadie en el seminario comentó nada aunque presumiblemente todos conocían tus correrías. Tan sólo después de escuchar la primera misa alguien, no recuerdas quién pero eso no tiene la menor importancia, puso un periódico en tus manos. En él se informaba, en un pequeño recuadro dentro de la sección de noticias de última hora, sobre el fallecimiento de un seminarista cuyo nombre era Joaquín Torrente Uñarte. Por lo que había averiguado el redactor de la noticia, el tal Joaquín era un seminarista un tanto díscolo y conflictivo al que habían amenazado con la expulsión si seguía escapándose del seminario por las noches, como hacía habitualmente. Aquella noche, como otras muchas, se había fugado aprovechándose de la ausencia de vigilancia y había acudido a un prostíbulo de la calle de las Cortes, donde tras emborracharse había tenido una reyerta con un gitano, con la triste consecuencia de que una navaja penetró lo suficiente en su corazón para segarle la vida.
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