El segundo luchador al ver lo ocurrido intentó escaparse pero sorprendentemente Julián demostró que su gordura no le convertía en un tipo lento y antes de que pudiera cruzar la calle ya le había agarrado y noqueado de un duro golpe en el plexo solar. Agarrándole por una pierna le arrastró hasta los pies de la estatua y como si fuera un fardo le tiró al interior de la fuente, haciendo luego lo mismo con el que le había sacado la navaja. El contacto del agua fría les volvió a espabilar y salieron los dos completamente mojados y ateridos de frío.
– Venga, id a vuestras casas a cambiaros de ropa y calentaros, o acabaréis pillando una pulmonía. Y que no os vuelva a ver de nuevo haciendo el imbécil porque acabaríais con vuestros huesos en un sucio calabozo. Venga, largo, antes de que me arrepienta y decida emplumaros.
Cuando le recriminé por haberles dejado marchar volvió a llamarme novato y a recordarme que aún era mucho lo que tenía que aprender.
– Son dos desgraciados que han dado un mal paso, pero no son delincuentes. ¿De qué iba a servir que les metiéramos en el calabozo? No iban a darnos más que trabajo, aumentaría el papeleo y tendríamos a dos mujeres ajadas y una pandilla de rapaces maleducados llorando a moco tendido en la comisaría. Créeme, hemos hecho lo mejor que se podía hacer. Ya verás cómo no volvemos a encontrárnoslos en mucho tiempo -añadió, y debo reconocer que tenía razón. Nunca más tuvimos que intervenir en una pelea originada por aquellos dos hombrecillos, pero sigo pensando que su forma de aplicar el reglamento era curiosa, aunque efectiva.
Estabas duchándote cuando ella ha entrado y sólo has sentido el sonido de la puerta al abrirse, por eso, al no poder comprobar si era ella efectivamente, hasta que no has oído su voz cantarína diciéndote «hola» te has quedado inmóvil en la bañera, como si esperaras que fuera otra persona la que se había introducido en la casa. Sabes que es una tontería pero todavía no has asimilado del todo que estás fuera del colegio, lejos de la comunidad, conviviendo con una mujer. Necesitas su constante presencia, escuchar su voz, para reafirmarte en el nuevo rumbo que has dado a tu vida. Te secas rápidamente y sales a recibirla con la toalla anudada al torso como única vestimenta, lo que produce su risa y sus comentarios irónicos sobre «lo preparado que estás últimamente para ciertas cosas». Acoges la broma como lo que es y después de besarla y vestirte preparas la mesa porque se acerca la hora de cenar. Una de las ventajas que te ha proporcionado el vivir en un piso con compañeros varones es que te has convertido en un perfecto cocinero y en muy poco tiempo preparas una tortilla de patata con pimientos y sin cebolla -a ella no le gusta la cebolla- como para chuparse los dedos.
Mientras cenáis en esa mesa camilla que os hace estar muy cerca piensas que quizá, en el fondo, eso sea la felicidad, algo tan burgués como cenar una tortilla de patatas junto a una hermosa mujer. Ver un poco la televisión y luego a la cama, para dormir si estás muy cansado o para hacer otras cosas si el cuerpo está tan vivo como el espíritu. Sí, quizá en eso estribe la felicidad y no en los grandes pensamientos que antes tenías, la entrega a Dios y a la humanidad, a tu pueblo y a todos los pueblos oprimidos, a los marginados y desfavorecidos. No reniegas de eso, sigues pensando que es importante, pero quizá te haya hecho renunciar a otras cosas; de todos modos no eres tan hipócrita o necio como para engañarte a ti mismo, si estás con ella no es porque de repente hayas descubierto el amor de una mujer, aunque poco a poco te hayas -¿os hayáis?- ido enamorando sino porque tenías un plan trazado que cumplir, un objetivo que realizar. Y las últimas palabras que pronuncia ella, mientras estáis recogiendo los platos, te devuelven a esa realidad.
– Vázquez ha estado en el Neskatilak. Me lo ha contado una antigua compañera.
– ¿Ya ha estado allí? -contestas tú algo asombrado-, no entraba en mis planes que acudiera tan pronto.
– Sí, pero se ve que se está moviendo con rapidez. Quizá haya conseguido identificarme de algún modo, supongo que aún mantiene contactos en la policía.
– No me gusta, no me gusta nada.
– No sé por qué te preocupas, antes o después sabíamos que aparecería por allí, para eso dejamos la fotografía, para que se la dieran.
– Sí, pero quería ser yo el que marcara el momento, no que se me adelantara.
– Por eso no te preocupes, sigue sin saber dónde localizarnos, seguimos siendo nosotros quienes tenemos todos los triunfos en la mano.
– No es eso lo que me desazona, pero hubiera preferido que visitara a mi familia antes que ese club.
– No veo el porqué. Para lo que nosotros queremos eso no tiene la menor trascendencia.
– Ya lo sé, es otra la cosa que me preocupa. No me gustaría que ese hijo de puta enseñara la fotografía en la que se nos ve desnudos a mi madre, pero es muy capaz de hacerlo con tal de jodernos.
– Bueno, ¿y qué pasa si ve tu madre la foto? ¿Te avergüenzas acaso?
– No es eso, pero mi madre es ya mayor, ha sufrido mucho en la vida y tiene otra mentalidad, compréndelo. Además, soy su hijo el sacerdote, iba a ser un palo muy fuerte para ella. No es que me avergüence, me gustaría que algún día, cuando todo haya pasado, la conozcas, pero en estos momentos eso no es posible, tú lo sabes mejor que yo.
– Sí, tienes razón, perdona -te dice mientras te besa cariñosamente.
Esa noche, cuando os acostáis, os abrazáis y besáis tiernamente, pero no hacéis el amor, no os apetece a ninguno de los dos. La reacción de ella te ha sorprendido, al protestar contra tu desazón porque tu madre vea la foto quizá te está diciendo que también ella alberga hacia ti sentimientos parecidos al amor. Pensar en ello te reconforta pero lo que has dicho sobre tu madre es cierto, el ver las fotos de su hijo sacerdote abrazando a una mujer, ambos desnudos, le causaría un grave disgusto, no en balde fue ella la que te impulsó a ingresar en el seminario. Y tus pensamientos vuelven hacia allí, hacia aquel viejo caserón en el que intentaban convertiros en buenos sacerdotes y religiosos, y en el que pronto llegaste a integrarte.
En el fondo no te queda más remedio que reconocer que tu estancia en el seminario coincidió con uno de los períodos más felices de tu vida. Aquello fue un auténtico bálsamo para ti, desligado de las tensiones e incomprensiones de la vida diaria, entregado al estudio, la oración y el deporte. Por indicación del párroco de tu pueblo no ingresaste en el seminario diocesano sino en el de una orden religiosa dedicada a la educación de los jóvenes, ya que el bueno del padre Patxi pensaba que tenías madera de educador, y tal vez no le faltara razón aunque luego, una vez ordenado, no fue ése el campo en el que hiciste más labor, pero eso es otra historia.
Una de las cosas que más te atrajo de aquel ambiente fue que podías hablar sin tapujos de cualquier tema y en tu propia lengua sin que nadie te pusiera cortapisas. Visto desde la distancia hoy en día te parece increíble que en plena decadencia de un régimen con soporte ideológico del nacionalcatolicismo fuese precisamente en un seminario donde se pudiera respirar más libertad, pero tampoco te engañas, eso se debía sobre todo a la composición cultural de sus miembros y a su extracción social. En el seminario se hablaba en éusquera pero no se hablaba, todavía al menos, de marxismo aunque luego algunos de tus compañeros derivaran a otro tipo de compromiso. Sin embargo, piensas si todo habrá sido un paréntesis motivado por una situación anormal, y todo ha vuelto al cauce natural de las cosas. Quizá tú, acostado junto a esa bella mujer que accidentalmente has tomado por compañera, seas el único y auténtico revolucionario, quizá ése haya sido siempre tu auténtico destino, pero piensas que te llega un poco tarde, que tal vez en otra situación, con tu padre y tu hermano vivos, pudiendo expresarte libremente y sin miedos, tu vida habría tenido otros derroteros, pero no merece la pena pensar en ello, la vida no tiene marcha atrás, aunque algunas veces te ves soñando con un regreso a los días del seminario, como si de una vuelta al seno materno se tratara.
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