– ¿Alguna vez te dijo de dónde era, dónde vivía o por qué se metió en este rollo?
– No era muy dada a las intimidades personales ni a contar historias sobre sí misma. Además nunca se emborrachaba, que es por lo general cuando a todas se nos suelta la lengua, pero una noche que estaba particularmente tristona me habló acerca de una hermana.
– ¿Qué te dijo de su hermana?
– Apenas nada, ya que en cuanto se dio cuenta de que la estaba escuchando con simpatía e interés cambió de tema, como si le diera miedo hablar de esas cosas, pero creo que estaba muerta.
– ¿De qué había muerto?, ¿también se dedicaba a esta profesión?
– No lo sé, ya te lo he dicho. De hecho es lo único que puedo decirte porque no sé nada más, ni dónde está ahora, ni dónde se la puede encontrar, nada de nada. Ni siquiera conozco el nombre de su hamburguesería favorita. Lo que te he contado es lo único que sé y no preguntes a nadie más porque todos te dirán lo mismo, cura. Nadie sabe nada sobre Verónica, sólo lo que acabas de oír.
– Me acabas de llamar cura, ¿por qué?
– ¿No eres el padre Vázquez? Creo que en otro tiempo fuiste policía y follabas como Dios, ¿lo coges, cura? -dijo riéndose de su propio chiste.
– ¿Cómo sabes todo eso de mí? -preguntó Vázquez agarrándola bruscamente por un brazo y acercándola hacia él.
– Suéltame, bruto, te estaba esperando. Hace tres días apareció Verónica por aquí y nos comentó que seguramente un sacerdote, antiguo policía, vendría a preguntarnos por ella. Lo que no nos dijo era que se trataba de un amigo del comisario Ansúrez; por eso, hasta que no me has enseñado la fotografía, no he sospechado nada, pero en cuanto ha empezado el interrogatorio me he dado cuenta de todo. Pero puedes estar tranquilo, es cierto que te he contado todo lo que se sabe aquí sobre ella porque así nos lo pidió la propia Verónica. No entiendo muy bien el motivo pero es así.
– ¿Y no os explicó las razones de esa actitud?
– No, ni se lo preguntamos. Vino aquí, nos avisó de tu visita y nos pidió que contáramos todo lo que supiéramos con total tranquilidad, supongo que porque sabía que era muy poco lo que podíamos decir. Nos dio el recado y como vino se fue, sin tomar tan sólo una copa con nosotras.
– ¿Vino sólo para eso?
– Bueno, no, hay algo más. Nos dejó un sobre dirigido a ti.
– ¿Dónde está ese sobre?, ¿lo tienes aquí?
– ¿Cómo voy a tenerlo yo?, ni siquiera sabíamos si ibas a preguntar por alguna de las chicas. No, lo tiene el Sebas, el jefe. Pero Verónica puso una condición. Sólo te lo podemos entregar si follas con una de las chicas y creo que he sido yo la afortunada. Me dijo que cuando eras policía tenías fama de ser un jodedor nato y ahora voy a tener la ocasión de comprobarlo -dijo mientras volvía a quitarse la escasa ropa que tenía puesta.
– No digas chorradas, ahora soy sacerdote.
– ¿Y qué hay con eso, acaso a los curas no se os levanta? Porque lo que estoy viendo moverse debajo de tu pantalón no parece un rosario.
Por toda contestación Vázquez abrió la puerta y salió de la habitación. Iba sudando y fuera de control, pero cuando llegó al bar había vuelto a adquirir una apariencia de serenidad. Vio al macarra y se acercó hasta donde estaba.
– ¿Tú eres el Sebas? -le preguntó cuando estuvo a su alcance.
– ¿Cómo sabes mi nombre?
– Porque tienes un sobre para mí.
– Así que tú eres el cura. Nunca lo hubiera imaginado, pensaba que eras un poli.
– Lo fui durante un tiempo y todavía conservo ciertos recursos, no vayas a pensar que el sacerdocio me ha reblandecido, así que dame el sobre y acabemos de una vez.
– No sé si se lo habrá dicho Mónica, pero hay una condición.
– Déjate de condiciones y de hostias, dame el sobre si no quieres que el comisario Ansúrez te cierre el local.
– No lo hará, me debe más favores él a mí que yo a él, así que o cumples la condición o no hay sobre. ¿Qué pasa, que os la cortan cuando entráis en el seminario? Quizá necesitas algo de precalentamiento pero eso se puede solucionar. Nelly, ven aquí -añadió chasqueando los dedos en dirección a una mulata que se presentó al instante-, nuestro amigo está un poco frío, necesita que alguien le entone.
La mulata, obediente, se acercó hasta Vázquez atendiendo las indicaciones de su jefe y empezó a tocarle por todo el cuerpo, haciendo hincapié en los genitales. Vázquez sabía cómo desembarazarse de ella pero no quería recurrir a la violencia y, además, se sentía ridículo. Observaba cómo le miraba Sebas y deseaba agarrarle por el cuello y darle una buena patada en los morros, pero se suponía que había renunciado a la fuerza. A la fuerza y al sexo también pero, aunque su mente intentaba rechazar la situación, en su entrepierna se estaba creando un bulto que amenazaba con romper el pantalón. Casi sin darse cuenta agarró con sus dos brazos a Nelly por la cintura y la besó con una pasión con la que hacía años no besaba a una mujer.
– Bueno, bueno, ya veo que eres capaz de cumplir pero déjalo -dijo Sebas interrumpiéndole-, no quiero que fatigues a una de mis mejores yeguas y al paso que vas para cuando acabes con ella tendría que tomarse unas largas vacaciones. Toma el sobre, te lo has ganado -añadió entregándoselo.
El padre Vázquez no sabía decir si la intervención del macarra había sido liberadora o todo lo contrario, ya que de buena gana se hubiera ido con Nelly a uno de los reservados, pero en cierto modo acogió la interrupción con tranquilidad. Sabía que no era fácil mantener allí su condición sacerdotal, y menos para alguien que como él había disfrutado de la otra cara de la moneda, pero todo lo que le permitiera conservar su compostura era bienvenido. Lo primero que le chocó fue el propio sobre, que en su exterior llevaba el membrete del ayuntamiento de Sopelana. Cuando lo abrió pudo ver una nueva foto en su interior. En ella, saludando a la cámara, estaban la mujer que había cobrado el talón y el padre Gajate. Agarrados del brazo y completamente desnudos.
Cuando volví a Madrid con mi padre empecé a trabajar en una de sus empresas, concretamente en una dedicada a la construcción. Era la época del desarrollismo y mi progenitor había decidido unirse a ese carro. Era un negocio sencillo, se trataba de construir viviendas para los emigrantes que venían a trabajar a Madrid al calor de la bonanza económica y con el deseo de huir del sinsentido de una vida llena de miseria y pobreza en el pueblo allá por Extremadura, Andalucía o La Mancha. Todavía no sabían que la vida en la gran ciudad podía ser mucho más dura que en el pueblo. Para mi padre y sus socios todo eran ventajas, suelo barato, materiales aún más baratos, ninguna obligación de construir equipamientos y una mano de obra abundante a la que no era necesario pagarle demasiado, entre otras cosas porque quien pedía aumento de sueldo en seguida era denunciado como comunista y acababa con sus huesos en la cárcel. Aunque al principio no sabía lo que me traía entre manos en poco tiempo aprendí los entresijos del negocio y gracias a ello y a que los directivos de la empresa me respetaban por ser hijo de quien era y me hacían sus confidencias, pude comprobar que los materiales usados no eran de muy buena calidad y se corría por tanto el riesgo de que hubiera algún accidente o se produjera derrumbamiento.
– No digas tonterías y no hables de lo que no sabes -me cortó mi padre cuando se lo comenté-. Esta gente nunca vivirá mejor que cuando viva en las casas que hemos construido para ellos. Recuerda que gracias a nosotros van a abandonar los establos y van a vivir, al fin, en casas dignas. Esta es una gran obra social digna de grandes españoles. Claro que no son pisos como los del barrio de Salamanca pero recuerda que aquí va a vivir gente obrera y sin cultura, con esto tendrán más que suficiente y no conviene que se mezclen con nosotros. Siempre ha habido ricos y pobres y siempre los habrá, así lo ha querido Dios para que el mundo funcione. Además, si usáramos materiales más caros bajarían nuestros beneficios en la misma proporción, así que deja de pensar en tonterías y continúa con tu trabajo.
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