Jose Abasolo - Nadie Es Inocente

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Un sacerdote, que en su juventud estuvo relacionado con la organización terrorista ETA, desaparece en compañía de una hermosa mujer tras apoderarse de una importante suma de dinero de su congregación. Para evitar el escándalo se encargará del caso otro religioso que antes de ordenarse había sido policía. El pasado de ambos, reflejo del pasado y presente de una Euskadi que se debate entre la violencia y las ansias de paz, condiciona de tal manera la investigación, que finalmente se convierte en un juego muy peligroso, donde lo importante no es la recuperación del dinero, sino el ajuste de cuentas entre los dos contrincantes. Un ajuste de cuentas que parece personal, pero que en realidad contiene la clave de la violencia que ha sufrido el propio País Vasco.
La trama se complica aún más cuando una mujer es asesinada y otra desaparece inexplicablemente. A partir de ese momento, se inicia una investigación paralela en la que se entremezclan policías de todos los pelajes con proxenetas sin escrúpulos y miembros de la Brigada Antiterrorista. Todo conduce a un desenlace soprendente que valida la frase: «Las cosas nunca son lo que parecen».

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Capítulo catorce

– Ave María Purísima.

Esta vez el sacerdote no entonó, desde el interior del confesionario, la réplica de costumbre sino que con voz entrecortada dijo a la mujer que acababa de arrodillarse que se alegraba de que hubiera vuelto.

– Veo que me ha reconocido, padre, y lo celebro. Eso significa que se acuerda de mí.

¿Cómo podía no acordarse de aquella mujer de voz alegre y cantarína a la que acompañaba un perfume penetrante que hacía tan sólo dos semanas le había anunciado, con tono firme y sereno, que tenía la intención de matar a un hombre? ¿Y que había añadido que él iba a ayudarle a hacerlo? Era imposible olvidar a una mujer así y se lo dijo, aunque sin desnudar totalmente sus sentimientos.

– Te recuerdo, por supuesto que te recuerdo, es lógico. No todos los días vienen a este confesionario para anunciar la comisión de un crimen.

– Se equivoca, padre, yo no le dije que iba a cometer un crimen sino a matar a un hombre. No será una acción criminal sino de mera justicia.

– Eso sólo son palabras autojustificativas. La muerte violenta de un ser humano siempre es un crimen horrendo, el peor de todos, puesto que se le arrebata lo más sagrado que alguien puede tener, la propia vida.

– ¿Es usted sincero, padre? Sé quién es y cómo piensa, no quiero engañarle, por eso quiero que me diga la verdad, ¿no se ha alegrado usted nunca al enterarse de algún asesinato? Por ponérselo más fácil, si alguien hubiera asesinado a Adolf Hitler antes de llegar al poder, ¿le parecería a usted un acto criticable, un crimen horrendo?

La mujer había puesto el dedo en la llaga. Más de una vez el sacerdote había sentido, si no alegría, sí la sensación de que se había hecho justicia al producirse una muerte violenta; sin embargo, realizó un esfuerzo de voluntad para desechar esos pensamientos y reanudó su intento de convencer a la mujer para que desistiera, aunque se sintiera incapaz de encontrar argumentos suficientemente válidos.

– Todos hemos tenido alguna vez esos pensamientos, pero no debemos permitir que controlen nuestro comportamiento. La grandeza del ser humano estriba en vencer las pasiones, no en ser guiados por ellas. Matar es malo, siempre y en cualquier situación, no sólo porque sea la voluntad de Dios sino porque la violencia nos conduce irremisiblemente al abismo, tanto exterior como interior.

– Usted es sacerdote, padre, y habla como tal. Le agradezco sus esfuerzos porque eso demuestra que quiere, desde su punto de vista, salvarme, pero no es necesario. Si no estoy ya salvada nada ni nadie conseguirá hacerlo.

– Nunca es tarde para Dios.

– Entonces no tengo de qué preocuparme, pero me gustaría que dejáramos esta conversación teológica que no conduce a nada.

– En ese caso, ¿por qué has vuelto? No creo que sea por la necesidad de tener un público atento que escuche impasible tus proyectos. Aunque no quieras admitirlo expresamente el hecho de venir aquí a contarme por dos veces tus intenciones significa que, en el fondo, necesitas que te ayuden. Quizá yo no sea capaz de ayudarte, tal vez no sepa transmitir correctamente mis pensamientos, pero te suplico que te olvides de esa atroz idea o que, por lo menos, busques ayuda en algún lugar mejor.

– No se atormente, padre, le repito que agradezco sus esfuerzos pero mi decisión está tomada. En lo único que acierta es en lo de que necesito su ayuda pero eso, perdone que se lo comente, no tiene mucho mérito porque yo misma se lo confesé en nuestro anterior encuentro, ¿no lo recuerda?, le dije que iba a matar a un hombre y que usted me iba a ayudar a hacerlo.

– No consigo entenderlo.

– En seguida lo comprenderá. Quizá pudiera hacerlo sin su ayuda pero con ella será mucho más fácil porque la persona a la que voy a matar es un compañero suyo. Voy a matar al padre Emilio Vázquez.

Capítulo quince

Cuando entró en el edificio que albergaba la Jefatura Superior de Policía al padre Vázquez le entró una irrefrenable nostalgia. Había abandonado su anterior trabajo, su vida entera en realidad, convencido de que hacía lo correcto, y seguía pensando de ese modo, pero su vuelta al antiguo hogar le devolvía sensaciones, experiencias, incluso olores, que consideraba periclitados.

En ese momento se encontraba en el despacho del comisario Ansúrez, un antiguo compañero con el que aún mantenía buenas relaciones y al que había solicitado ayuda. Alrededor de una botella de un rioja crianza del 90 la conversación era cálida y amigable, y el padre Vázquez, por primera vez desde que obligado por sus votos de obediencia iniciara la investigación, empezaba a encontrarse a gusto.

– Así que estás satisfecho con tu nueva vida -le dijo el comisario.

– Totalmente satisfecho -contestó su viejo amigo.

– ¿No echas en falta la pelea diaria, este ambiente?

– A veces sí, pero creo que tomé la decisión acertada. Mis recuerdos, mis experiencias, no son como los tuyos, ya lo sabes. He estado en otras batallas y me he ensuciado a modo, necesitaba salir de todo aquello. Tú no lo comprendes del todo porque siempre has estado en homicidios, peleando contra asesinos y delincuentes comunes. Si detienes a un hombre que ha acuchillado a su esposa todo el mundo lo entiende y te da una palmadita en la espalda. Lo mío ha sido diferente, algunos de mis antiguos clientes incluso son ahora diputados o altos cargos del gobierno. Me temo que estaba marcado y llegó el momento de la reflexión.

– No debes atormentarte por eso, eran otros tiempos y nosotros somos policías. Gobierne quien gobierne somos necesarios. Más de un antiguo preso político ha utilizado cuando llegó al poder a los policías que le detuvieron, incluso en puestos de total confianza. Es el pragmatismo de los gobiernos, saben que nos necesitan para que limpiemos la mierda en la que se revuelcan. Así es la vida, una sucesión de pequeñas componendas entre unos y otros en beneficio de ambos.

– Puedes tener razón, pero a mí la mierda me llegaba hasta el cuello así que no me apetecía limpiar la de los demás. Necesitaba cortar radicalmente con mi pasado.

– Pero de eso a meterte cura, Emilio, hay una gran diferencia.

– No lo niego, pero mi padre siempre decía que sólo había dos caminos, el servicio a la patria o a Dios. Odiaba a mi padre aunque quizá al final haya triunfado, porque incluso en mis peores momentos tuve siempre presente esa idea a pesar de que fui expulsado de un colegio de curas la religión siempre ha influido en mí, llegando a martirizarme la idea de que me había alejado definitivamente de ella como consecuencia de mi trabajo. En fin, no he venido a contarte mi vida, que por otra parte conoces tan bien como yo, sino a preguntarte si has podido descubrir algo.

– Bueno, quizá sí haya averiguado algo, pero no es muy seguro.

– Es igual, cualquier dato me puede servir.

– En principio no hay nada en los ordenadores, su cara no ha sido reconocida, lo cual, por otra parte, no es de extrañar porque, salvo para asuntos de terrorismo, nuestro sistema informático está aún en mantillas. Pero donde no llegan los ordenadores sigue llegando el trabajo policial clásico. Un inspector destinado en el grupo operativo antidrogas ha creído reconocerla.

– ¿Alguna yonqui o traficante?

– No, él cree que no, aunque nunca se sabe teniendo en cuenta el ambiente en el que está metida. Por lo que me ha dicho el inspector la mujer que buscas trabaja, o ha trabajado al menos, en un club de la calle de las Cortes.

– Así que se dedica al alterne.

– Digamos, si tu nueva condición de sacerdote no te impide pronunciar ciertas palabras, que se dedica a la prostitución. O sea, que es una puta.

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