– Hace unos días hemos encontrado esto debajo de tu cama, ¿tienes algo que decir al respecto?
Nada más decir esto el padre director me alargó un fajo de fotografías manoseadas. Eran las fotografías de Fernandito con las que más de una vez Garrido y yo nos habíamos masturbado. Muerto Fernandito el único que conocía su existencia era Garrido. Estaba claro que todo era idea suya, pero preferí no delatarle. Seguramente no me creerían ya que Garrido se había convertido en un pequeño héroe aunque yo sabía que su heroicidad se basaba en la mentira, la tergiversación y el crimen. Cada vez estaba más convencido de que el padre Arizmendi no era un traidor sino una víctima de sus maquinaciones, pero no había modo de demostrarlo así que preferí callarme todo lo que sabía sobre él y desviar la atención hacia el difunto Fernandito.
– No son mías, creo que son de Fernandito. Una vez quiso enseñármelas pero yo las rechacé -dije intentando aparentar sinceridad con toda la fuerza de mi alma pero en vano.
– Desgraciado -tronó desde su asiento el director-, no sólo no confiesas tu pecado sino que intentas deshonrar a un compañero muerto. Tu vileza es superior a lo que yo pensaba y tu castigo debe ir en consonancia con tu infamia. Desde este momento quedas expulsado del colegio. Lo siento por tu padre, que también fue alumno nuestro y es un ejemplo de patriota y de caballero, amén de cristiano virtuoso, pero no tienes cabida entre nosotros. Si permitimos que una manzana podrida se quede en el cesto acabará corrompiendo a las demás. La expulsión es por lo tanto tu castigo, pero no será tu único castigo. Señor Vázquez -añadió dirigiéndose a mi padre que había asistido, hierático, a la escena-, lo dejo en sus manos. Nadie mejor que usted posee el derecho de castigar a su hijo como Dios y los hombres reclaman.
Al finalizar su perorata el director salió del despacho dejándome a solas con mi padre. Si digo que sus ojos echaban fuego no estoy abusando de una figura retórica sino expresando lo que en aquellos momentos era para mí una auténtica realidad. Mi padre nunca había sido cariñoso y siempre le he recordado como una persona hosca y malhumorada pero en aquel momento se estaba superando a sí mismo. Con auténtico odio en sus palabras y gestos me ordenó que me quitara el jersey y la camisa.
– Has deshonrado a tu padre y te mereces un castigo. Me mato a trabajar para que tengas la mejor educación religiosa posible y te burlas de lo más sagrado con esas asquerosidades repugnantes. Y además cargarás para siempre con el baldón y la ignominia de haber sido expulsado de este colegio. Y pensar que a veces soñaba con que te dedicaras a servir a Dios y llegaras a obispo. Está claro que un colegio religioso y amante de la disciplina no ha sido suficiente para domarte, tendré que encargarme yo en persona, así quizá consiga convertirte en un auténtico hombre de provecho. Y tu nueva educación va a empezar ahora.
Teniendo en cuenta lo lacónico que era habitualmente aquél había sido un extenso discurso y cuando por fin calló pasó a la acción. Sacándose el cinturón del pantalón me obligó a recostarme sobre la mesa, con la espalda desnuda hacia arriba, y con mano firme y recia empezó a azotarme con su cinto. La hebilla de hierro se me clavaba en la espalda, haciéndome sangrar y produciéndome un dolor insoportable. No conté los latigazos pero creo que no habían llegado a diez cuando me desmayé.
Desperté en la enfermería del colegio. Junto a mí se hallaban mi padre y el director pero en sus ojos no había compasión ni indulgencia.
– Tienes la gran suerte de contar con un padre que es hombre de principios y gran moral. Ojalá él consiga que vuelvas al redil. Rezaremos por ti, pero esta misma tarde te irás del colegio -me dijo el director, bajo la mirada aprobatoria de mi padre. Al pie de la cama se podían ver mis maletas ya hechas y en una silla, exquisitamente plegada, la ropa que me tenía que poner. No habían perdido el tiempo.
Salí del colegio sin volver la vista atrás. Mis sensaciones eran ambivalentes, por una parte había vivido experiencias que me habían hecho madurar pero por otra parte muchas de esas experiencias habían sido excesivamente dolorosas o, por lo menos, lo era su recuerdo. De todos modos, mi mayor sensación era de alivio. En cierto modo había salido muy bien librado y casi agradecido por la manera que había tenido Garrido de desembarazarse de mí. Era preferible eso a lo sucedido con el padre Arizmendi, Fernandito o el tío Serafín. Decidido a olvidarme de todo lo ocurrido me fui sin derramar una lágrima ni despedirme de ningún compañero confiando ingenuamente en que de ese modo los años transcurridos se borrarían de mi memoria.
Una simple llamada telefónica te ha sobresaltado y ha hecho que los latidos de tu corazón se aceleraran enormemente. Se supone que nadie sabe tu número y has dudado en contestar, pero al final lo has hecho y te has tranquilizado. Era un amigo del anterior inquilino, un tal Isidoro, que no sabía que se había mudado de casa. Cuando has colgado has vuelto a respirar. Todavía no te conviene que se averigüe dónde te refugias, más adelante sí, más adelante ya marcarás, como procuras marcarlo ahora, el rumbo de los acontecimientos, pero todo debe hacerse bajo tu control, de acuerdo con tus previsiones.
Sin embargo, aunque equivocada, la llamada te ha causado una extraña sensación y piensas si el sobresalto que te ha producido se debe exclusivamente al miedo a ser descubierto antes de tiempo o a que vives con el alma en vilo, temeroso de haber errado el camino y aún dubitativo sobre lo adecuado de tu elección. Ahora estás solo, ya que ella ha tenido que salir a hacer unos recados, y cuando miras la cama no encuentras su cuerpo desnudo ni su sonrisa protectora, no encuentras unos brazos abiertos en los que recogerte y con los que reconfortarte. Ahora, aunque sabes que afortunadamente por muy poco tiempo, estás solo, terriblemente solo, quizá con la única compañía de ese Dios que te han enseñado que es amor pero al que tú ves como un juez que antes o después te pedirá cuentas de tus actos.
Y el teléfono te recuerda otro teléfono de hace muchos años. Un teléfono de los que había entonces en las casas, negro, adosado a la pared, que muchas veces no funcionaba y que avisaba de las llamadas con un pitido estridente. Y ves a tu madre descolgarlo al oír una llamada, son las doce y media de la noche y el solo hecho de que a esa hora suene el teléfono la ha sobrecogido. Te acercas a ella, que tiene el auricular pegado a su oreja tan fuertemente que casi tiene que dolerle, e intentas escuchar, pero apenas adivinas una voz nerviosa y chillona al otro lado del hilo. Y ves cómo tu madre vuelve a llorar sin lágrimas porque hace tiempo que no le quedan aunque observas en ese rostro completamente seco pero en el que se vislumbra un enorme pesar, una inmensa congoja que te asusta y eres tú quien, a pesar de que ya te consideras casi un hombre, empiezas a llorar. Sin embargo, esta vez tu madre, al contrario que en otras ocasiones, no te consuela, está muy ocupada llamando a tu tío Txomin para pedirle que por favor vaya a recogerla, que tiene que ir al depósito.
Entonces no sabías lo que significaba la palabra depósito pero desde aquel día has estado en él muchas más veces de las que hubieras imaginado y deseado. Cuando tu tío Txomin se ha acercado a la entrada del caserío tú también has querido subir al coche, pero tu madre te ha rechazado. Lo siento, Ander, pero es preferible que te quedes, por si se despierta alguno de tus hermanos y necesita algo, te ha dicho. Y te ha recomendado que vuelvas a la cama, que es hora de dormir, pero tú no quieres dormirte, no puedes dormirte, y la noche se te hace interminable mientras esperas sentado en la cocina, que está fría y un tanto fantasmagórica iluminada apenas por una bombilla de escasa potencia. Cuando tu tío y tu madre vuelvan te encontrarán dormido sobre el taburete del que no te has levantado en ningún momento, con la cabeza apoyada en el hule que recubre la mesa, y sin necesidad de que se produzca ningún ruido, un sexto sentido te hará despertar y preguntar sin palabras a tu madre qué es lo que ha sucedido pero será tu tío quien confirme tus temores.
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