– ¿Y Casto?
– He hablado con él. Viene hacia aquí.
– Esto se ha complicado, Peabody. Hay que hacer algo para aclarar las cosas. Procure que este cuarto… Eh, usted. -Vio a la agente que había estado de guardia al fondo del corredor. Su dedo la señaló como una flecha. Comprobó que había hecho diana cuando la agente de uniforme dio un respingo antes de palidecer y avanzar hacia su superior.
La agente no tenía por qué saber que Eve no iba a pedir acciones disciplinarias contra ella. Que sudara un poco.
Eve examinó el feo arañazo que la agente, ahora pá?lida y sudorosa, tenía en la clavícula.
– ¿Eso se lo hizo el violento?
– Señor, antes de que pudiera sujetarlo.
– Haga que se lo miren. Está usted en un centro de salud. Y quiero esta puerta bien cerrada. ¿Lo ha entendi?do bien? Que nadie entre ni salga.
– Sí, señor. -La agente se puso firmes. Para Eve tenía el patético aspecto de un cachorro apaleado. Apenas tenía edad de que le dejaran pedir cerveza en un bar, pensó meneando la cabeza.
– Siga vigilando, agente, hasta que yo no ordene que le releven.
Dio media vuelta e hizo señas a Peabody de que la siguiera.
– Si alguna vez se enfada mucho conmigo -dijo Pea?body con su mansa voz-, prefiero un puñetazo en la cara que una reprimenda como ésa.
– Tomo nota. Casto, me alegro de que esté con noso?tros.
Casto llevaba la camisa arrugada, como si se hubiera puesto lo primero que tenía a mano. Eve conocía esa ru?tina. Su propia camisa parecía haber estado metida en un bolsillo durante una semana.
– ¿Qué demonios ha pasado aquí?
– Eso es lo que vamos a averiguar. Nuestro cuartel general es el despacho de la doctora Ambrose. Interro?garemos al personal de uno en uno. En cuanto a los pa?cientes, es probable que nos pidan que lo hagamos ha?bitación por habitación. Lo quiero todo grabado, Peabody, desde ya.
Peabody sacó su grabadora y se la prendió de la so?lapa.
– Grabando, señor.
Eve hizo una señal a Ambrose y la siguió más allá de las puertas de vidrio reforzado por un pequeño pasillo hasta un despacho pequeño.
– Dallas, teniente Eve. Interrogatorio de posibles tes?tigos de la muerte de Fitzgerald, Jerry. -Consultó el reloj para anotar fecha y hora-. Presentes también: Casto, te?niente Jake T. División de Ilegales, y Peabody, agente Delia, ayudante temporal de Dallas. Interrogatorios en el despacho de la doctora Ambrose, Centro de Rehabili?tación para Drogadictos. Doctora Ambrose, haga pasar a la enfermera de sala, por favor. Y quédese, doctora.
– ¿Cómo demonios ha muerto? -inquirió Casto-. ¿El organismo dijo basta, o qué?
– En cierto modo, sí. Le informaré sobre la marcha.
Casto empezó a decir algo pero se controló.
– ¿No podríamos pedir que nos traigan café, Eve? Me falta una dosis.
– Pruebe esto. -Aporreó con el pulgar un maltrecho AutoChef y luego ocupó su sitio detrás de la mesa.
La cosa no fue demasiado bien. A mediodía, Eve había interrogado a todo el personal de servicio en el ala, casi con los mismos resultados una y otra vez. El violento de la habitación 6027 se había librado de sus correas, agre?dido a la enfermera de sala y armado un gran alboroto. Por lo que pudo deducir, la agente se había lanzado pa?sillo abajo, dejando el cuarto de Jerry sin atender duran?te doce y dieciocho minutos.
Tiempo más que suficiente, suponía Eve, para que una mujer desesperada echara a correr. Pero ¿cómo sa?bía Jerry dónde encontrar la droga que necesitaba, y cómo consiguió acceder a ella?
– Quizá alguien del personal estaba hablando de ello en su habitación. -Casto tragó un gran bocado de pasta vegetariana durante la pausa que se habían tomado para almorzar en el comedor del centro-. Una mezcla nueva siempre origina muchos rumores. No hace falta ser un lince para imaginar que la enfermera jefe o alguien estu?viera comentando la jugada. Fitzgerald no debía estar tan sedada como todos pensaban. Los oyó y, cuando vio la oportunidad, se lanzó a por ella.
Eve meditó la teoría mientras masticaba su pollo a la parrilla.
– Podría ser. Jerry tuvo que oírlo en alguna parte. Y además de estar desesperada, era muy lista. Puedo creer que se le ocurrió la manera de llegar a la droga sin ser vista. Pero ¿cómo diablos hizo saltar las cerraduras? ¿De dónde había sacado el código?
Casto miró su comida con ceño. Un hombre necesi?taba carne, qué demonios. Buena carne roja. Y en esos centros de salud la consideraban un veneno.
– Tal vez consiguió un código maestro en alguna parte -aventuró Peabody. Había optado por una ensala?da verde, sin aderezar, con la idea de reducir unos cuan?tos gramos-. O un descodificador.
– ¿Y dónde está? -saltó Eve-. Jerry estaba muerta cuando la encontraron. En la habitación no había nin?gún código maestro.
– Puede que la maldita puerta estuviera abierta cuan?do llegó ella. -Asqueado, Casto apartó el plato,
– A mí me parece demasiada suene. De acuerdo, ella oye comentarios sobre Immortality, de que guardan la droga en el almacén para investigar. Tiene síndrome de abstinencia, a pesar de que le han dado algo para tran?quilizarla. Pero ella necesita su droga. Entonces, como caída del cielo, se produce una conmoción en el pasillo. Yo no creo en esas cosas, pero supongamos que fue así, de momento. Se levanta de la cama, el vigilante no está, y ella sale de la habitación. Baja al almacén, aunque no me imagino a dos enfermeros hablando de cómo se llega allí. Con todo, Jerry encuentra el sitio, eso ha quedado demostrado. Pero entrar…
– ¿Qué está pensando, Eve?
Ella miró a Casto.
– Que alguien la ayudó. Alguien quería que ella lle?gase a la droga.
– ¿Cree que alguien del personal la acompañó hasta allí para que pudiera tomar su dosis?
– Es una posibilidad. -Eve desechó la duda que aso?maba a la voz de Casto-. Soborno, promesas, algún admirador. Cuando hayamos revisado los expedien?tes, puede que hallemos algún indicio de conexión. Mientras tanto… -Oyó pitar su comunicador-. Aquí Dallas.
– Lobar, gabinete de identificación. Hemos encon?trado algo interesante aquí abajo, teniente, en el sistema de eliminación de basura. Un código maestro, y tiene las huellas de Fitzgerald.
– Métalo en una bolsa, Lobar. Enseguida estoy ahí.
– Eso explica muchas cosas -empezó a decir Casto. La transmisión le hizo recuperar suficiente apetito como para insistir en la pasta-. Alguien la ayudó, como usted decía. O ella lo cogió de algún puesto de enferme?ras durante el alboroto.
– Una chica muy lista -murmuró Eve-. Lo planea todo al segundo, baja al almacén, abre lo que le da la gana y luego se toma tiempo para arrojar el código. A mí me parece un prodigio de inteligencia.
Peabody tamborileó en la mesa.
– Si primero tomó una dosis de Immortality, como así parece, probablemente se recuperó de golpe. Ella de?bió darse cuenta de que podían pillarla allí, con el código maestro. Si lo tiró a alguna parte, podía decir que se ha?bía perdido, que estaba desorientada.
– Sí. -Casto le dedicó una sonrisa-. Yo apuesto por eso.
– Entonces ¿por qué se quedó? -inquirió Eve-. Ya había tomado su dosis, ¿por qué no se fue corriendo?
– Eve. -La voz de Casto era serena, igual que sus ojos-. Hay una cosa que aún no hemos tenido en cuenta. Quizá lo que quería era morir.
– ¿Una sobredosis deliberada? -Había pensado en esa posibilidad, pero no le gustó la sensación que había provocado en su estómago. La culpa descendió cual nie?bla pegajosa-. ¿Porqué?
Comprendiendo su reacción, Casto le cogió una mano.
– Estaba acorralada. Debía saber que iba a pasarse el resto de su vida encerrada en una celda, en una celda -añadió- sin acceso a la droga. Habría envejecido, perdido su belleza y todo lo que para ella era importan?te. Era una escapatoria, la manera de morir joven y guapa.
Читать дальше