Claro que no por eso era un bebedor más atractivo que Bill pero, hasta el momento, a Rebus no lo había visto borracho. Tenía la impresión de que él, llegado a cierto límite de copas, se dormía en cualquier sitio.
Cuando sonó el teléfono se tomó su tiempo para contestar.
– ¿Jean?
Era la voz de Rebus.
– Hola, John.
– Creí que ya te habrías marchado.
– No, me he quedado trabajando.
– Oye, había pensado que podíamos…
– Esta noche no, John. Me queda mucho por hacer -dijo pellizcándose el puente de la nariz.
– Está bien -repuso él sin poder ocultar el tono de decepción.
– ¿Tienes algo pensado para el fin de semana? -añadió ella.
– Bueno, era lo que quería proponerte…
– ¿Qué?
– Ir a ver a Lou Reed al Playhouse mañana por la noche. Tengo dos entradas.
– ¿Lou Reed?
– Puede ser sensacional o un desastre. Es cuestión de comprobarlo.
– Hace años que no lo escucho.
– No creo que entretanto haya aprendido a cantar.
– No, probablemente no. Muy bien, pues iremos.
– ¿Dónde quedamos?
– Por la mañana tengo que ir de compras… ¿Quedamos para comer?
– Estupendo.
– Si no tienes otros planes podemos pasar juntos el fin de semana.
– Me encanta.
– A mí también. Haré las compras en el centro… ¿No podríamos encontrar mesa en el Café Saint Honoré?
– ¿Uno que está cerca del Bar Oxford?
– Sí -contestó Jean sonriendo: para ella, los puntos de referencias de Edimburgo eran los restaurantes, y para él, los pubes.
– Yo me encargo de la reserva.
– Hazla para la una, y si no hay mesa me llamas.
– No te preocupes; el cocinero es cliente habitual del Oxford.
Jean le preguntó cómo iba la investigación y él no fue muy explícito al respecto, pero de pronto recordó algo.
– Oye, ese anatomista que mencionó el profesor Devlin…
– ¿El doctor Kennet Lovell?
– Sí. Tuve que interrogar a una estudiante de medicina amiga de Philippa Balfour y resulta que es descendiente de él.
– ¿En serio? ¿Con el mismo apellido? -añadió Jean sin intención de parecer curiosa.
– No, ella se llama Claire Benzie. Lovell es antepasado suyo por parte materna.
Charlaron un par de minutos más y Jean, al colgar, miró a su alrededor. Tenía un pequeño despacho con mesa, silla, un archivador y estanterías para libros. En la puerta había unas tarjetas postales pegadas, entre ellas una de la tienda del museo que representaba los ataúdes de Arthur's Seat. El personal de secretaría y los auxiliares ocupaban una oficina anexa más grande pero a aquella hora no quedaba nadie; en el museo no habría más que el personal de limpieza y los vigilantes que hacían su ronda. Ella había recorrido el edificio de noche sin ningún temor; incluso la parte antigua, con colecciones de animales disecados, era para ella relajante. Sabía que, por ser viernes, estaría concurrido el restaurante de la última planta al que se accedía por un ascensor independiente, al que un empleado en la puerta dirigía a los clientes para evitar que entraran equivocadamente en el museo.
Se acordó de la primera vez que había hablado con Siobhan y de que, al mencionarle el restaurante, ella le había dicho algo de una «mala experiencia»; desde luego no lo diría por la comida, aunque, eso sí, la cuenta podía resultar de impresión. Se planteó si subir a cenar allí; pasadas las diez, el precio era más llevadero y quizá pudieran hacerle un hueco. Se tocó el estómago. Almorzaría al día siguiente; no iba a pasarle nada por dejar de cenar y, además, no tenía claro si quedarse hasta las diez. Lo que había descubierto sobre la vida de Kennet Lovell no era mucho.
Pensó al principio que el nombre de Kennet estaba mal escrito pero, efectivamente, era tal cual y no Kenneth. Nacido en 1807 en Coylton, Ayrshire, Lovell tenía veintiún años cuando ajusticiaron a Burke. Era hijo de campesinos y su padre había dado trabajo durante un tiempo al padre de Robert Burns; el joven Kennet recibió instrucción en su pueblo gracias a un sacerdote, el reverendo Kirkpatrick…
Afuera, en la oficina a oscuras, había una tetera. Se levantó y salió dejando la puerta abierta sin encender la luz, por lo que su sombra se proyectó alargada en la oficina desierta; enchufó el hervidor, enjuagó un vaso, cogió una bolsita de té y la leche en polvo, y aguardó en la penumbra, recostada en la encimera con los brazos cruzados. A través de la puerta veía su escritorio y las fotocopias de los datos que recopilaba sobre Kennet Lovell: ayudante en la autopsia del asesino, había también intervenido para desollar el cadáver, separando la piel de los huesos. El primer examen post mórtem lo había practicado el doctor Monro en presencia de un selecto auditorio del que formaban parte un frenólogo y un escultor, además del filósofo sir William Hamilton y el médico Robert Listón, tras lo cual se llevó a cabo la disección pública en el aula de anatomía de la universidad, a rebosar de alumnos bullangueros, apiñados como buitres y ávidos de conocimientos, mientras afuera los que no habían podido entrar se encaraban con la policía.
Recopilaba estos datos de su vida consultando libros de historia sobre el caso de Burke y Hare y volúmenes de la historia de la medicina en Escocia. Le había resultado muy útil la sala Edimburgo de la Biblioteca Central, naturalmente, y no menos útil un contacto en la Biblioteca Nacional. Tenía fotocopias de sus consultas en los dos centros y, además, había ido a la biblioteca del Colegio de Médicos, donde consultó la base de datos. Todo esto no se lo había dicho a Rebus, porque, a su entender, temía que el caso de los ataúdes de Arthur's Seat fuese un callejón sin salida para John, obsesionado por averiguar la verdad. Tenía razón el profesor Devlin: la obsesión puede resultar una trampa. Aquello era historia, historia pasada comparada con el caso Balfour, y no parecía relevante el hecho de que el asesino conociera o no la historia de los ataúdes de Arthur's Seat. Era inverificable. Ella hacía aquella investigación por su propio gusto y no quería que John sacara otras conclusiones. Bastante tenía él con lo suyo.
Oyó ruido en el pasillo, pero al sonar el pitido del hervidor no volvió a pensar en ello. Echó el agua en el vaso, hundió unas cuantas veces la bolsita de té y después la tiró al cubo de la basura y se llevó el té a su despacho, dejando la puerta abierta.
Kennet Lovell llegó a Edimburgo en diciembre de 1822 con apenas quince años. Ignoraba si el viaje lo había hecho en diligencia o andando. En aquella época no era infrecuente cubrir a pie tales distancias, sobre todo si no había dinero. En un libro sobre el caso de Burke y Hare, un historiador planteaba la hipótesis de que el reverendo Kirkpatrick hubiese pagado el viaje a Lovell, dándole una carta de recomendación para un amigo, el doctor Knox, que acababa de regresar de Europa, después de haber servido como cirujano en la batalla de Waterloo y tras realizar estudios en África y en París. Knox acogió durante un año aproximadamente en su casa de Edimburgo al joven Lovell, pero cuando éste comenzó a estudiar en la universidad, al parecer, se enemistaron y Lovell se fue a vivir a West Port.
Jean comenzó a tomarse el té revisando todas aquellas fotocopias sin pies de página ni anotaciones sobre la fuente de los supuestos «hechos». Acostumbrada a tratar con creencias y supersticiones, se daba cuenta de la dificultad de discernir la verdad objetiva de la paja histórica; los rumores y los testimonios de oídas podían acabar en letra impresa, avalando con ello errores, sólo algunas veces perniciosos. Le fastidiaba no poder verificar sus datos y verse obligada a basarse provisionalmente en simples comentarios. Un caso como el de Burke y Hare había producido una plétora de «expertos» de la época que daban versión propia a los hechos, convencidos de que su testimonio era incontrovertible.
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