– Pero tendrás novio, ¿no, Ellen?
– Cuando empiece a sentirme desesperada, te aviso.
– Siempre que no sea viernes o sábado por la noche, que es cuando bebo.
– Lo tendré en cuenta, George.
– Bueno, ni los domingos por la tarde, claro.
– Claro -repitió Wylie, sin poder evitar la idea de que probablemente a la señora Silvers le encantaría el plan.
– A no ser que tengamos que hacer horas extra -añadió Silvers cambiando de pensamiento-. ¿Tú qué crees?
– No lo sé; depende.
Dependía, efectivamente, de la presión de los medios de comunicación sobre los jefazos para que resolvieran rápido el caso. O tal vez de que John Balfour moviera sus influencias. En otros tiempos, el departamento de Investigación Criminal, en los casos importantes, trabajaba doce horas los siete días a la semana y les pagaban horas extra, pero ahora habían reducido presupuesto y personal. Wylie no recordaba haber visto tantos polis contentos desde que se celebró el congreso de la Jefatura Nacional en Edimburgo, con la consiguiente bicoca de horas extra. Pero de eso hacía ya años; aunque, a pesar de ello, algunos, Silvers entre ellos, musitaban la palabra «congreso» como si fuera un talismán. Silvers acabó por encogerse de hombros y apartarse de su mesa, seguramente sin dejar de pensar en las horas extra, y ella centró su atención en la historia del estudiante alemán Jürgen Becker, y se le ocurrió pensar en Boris Becker, su jugador de tenis preferido, preguntándose si existiría alguna relación entre ellos. Lo dudaba; la muerte de alguien famoso habría dejado huella, como la de Philippa Balfour.
¿Qué había averiguado Ellen Wylie en definitiva? Poca cosa desde la apertura de la investigación por desaparición. Rebus tenía muchas teorías, pero ninguna cuajaba; era como si estirara el brazo para arrancar alguna posibilidad de una mata o de un arbusto y esperara que los demás lo aceptaran. En aquel caso en que habían trabajado juntos, el del cadáver hallado en Queensberry House durante la demolición para construir el nuevo Parlamento, no habían obtenido ningún resultado. Después de aquello, él la había marginado prácticamente, negándose a hablar del caso, un caso que no había llegado a los tribunales.
Pese a todo… prefería formar parte del equipo de Rebus más que de ningún otro. Con Gill Templer creía que estaban quemados los puentes, por más que dijera Rebus, y sabía que la culpa era suya. Había insistido excesivamente, dándole la lata como medio más sencillo de conseguir un ascenso haciéndose notar. Sabía que Templer la había rechazado precisamente al darse cuenta de ello. Gill Templer no había llegado así donde estaba, sino a fuerza de trabajo y tesón para vencer el prejuicio latente e inconfeso que existía en el cuerpo contra las mujeres. Un prejuicio que perduraba.
Sí, Wylie sabía que habría debido trabajar con modestia y calladita, como hacía Siobhan Clarke, sin prepotencia pese a que era una arribista nata. Y rival suya; no podía evitar verla de ese modo. Clarke había sido desde un principio la preferida de Templer, y era lo que había impulsado a Ellen a hacer campaña abierta y, ahora comprendía que, en vano. Allí estaba, marginada, con el «marrón» de Jürgen Becker, un viernes por la tarde en que, con toda probabilidad, no encontraría a nadie que contestara a sus llamadas ni a sus preguntas. Era tiempo perdido.
* * *
Grant Hood tuvo que preparar otra conferencia de prensa. Conocía ya a los periodistas por su nombre y había acordado encuentros informales con los principales, los cronistas criminales más famosos y veteranos.
– Grant, tenga en cuenta que hay periodistas que podemos considerar favorables por su flexibilidad -lo aleccionó Templer-. Porque siguen nuestras orientaciones y publican una noticia con arreglo a nuestras necesidades si se lo pedimos y retienen datos que no queremos que se divulguen. En ellos tenemos ya una base de confianza, pero es un arma de doble filo porque nos vemos obligados a darles datos verídicos que ellos tratan de publicar con un margen de tiempo mínimo antes de la opo.
– ¿Qué es la opo, señora?
– La oposición, la competencia. Mire, vistos todos juntos en la sala de conferencias, parecen una masa homogénea, pero no lo son. A veces colaboran unos con otros, como cuando se trata de que quede alguien de guardia en espera de alguna noticia, caso en que el designado comparte con el resto lo que averigua y se van turnando.
Grant asintió con la cabeza.
– Pero en otros aspectos son una carnada de cocodrilos. Los que van por libre son los más inflexibles y menos escrupulosos; tiran de talonario cuando hace falta y tratan de ganársenos, no con dinero, quizá, pero sí con copas o una cena. Te tratan como si fueras uno de ellos y empiezas a pensar que realmente no son tan malos. Y ahí está el peligro, porque no paran de sacarte constantemente datos sin que te des cuenta. Si, por ejemplo, dejas caer alguna pista para demostrarles que no te chupas el dedo, sea la que sea, puedes tener la seguridad de que la publican tal cual, citando «fuentes policiales» o «una fuente confidencial próxima a la investigación», cuando quieren ser amables. Y si les cuentas algo, te acosan más y más para que les des pelos y señales o te dejan en mal lugar. Es un aviso para navegantes -añadió dándole una palmadita en el hombro.
– Sí, señora. Muchas gracias.
– Conviene estar a buenas con todos y debe presentarse a los importantes, pero siempre sin olvidar aquello a lo que se debe ni en qué bando está. ¿De acuerdo?
Grant asintió con la cabeza y ella le entregó una lista de los «principales».
En las reuniones que tuvo posteriormente con los periodistas sólo tomó café y zumo de naranja y se le quitó un peso de encima al ver que casi todos los periodistas hacían lo mismo.
– Como comprobará, los «mayores» beben whisky y ginebra, pero nosotros no -le dijo un periodista joven.
En la reunión que celebró después con uno de los «mayores» de más prestigio, sólo tomó un vaso de agua.
– Los jóvenes beben como cosacos, pero yo ya no estoy para eso. ¿Usted qué bebida prefiere, agente Hood?
– Estamos en una reunión informal, señor Gillies. Llámeme Grant, por favor.
– En ese caso, llámeme usted Allan.
Pese a todo, a Grant no se le iban de la cabeza las palabras de Templer y, como consecuencia, le quedó la impresión de que en todas aquellas entrevistas había mantenido una actitud forzada; lo único positivo era que Templer le había conseguido despacho propio en la Central de Fettes, al menos durante el curso de la investigación; había dicho que era lo «prudente», pues tendría que tratar a diario con la prensa y era preferible mantener a los periodistas alejados de la sede principal de la investigación, porque si se entrometían en Gayfield Square o Saint Leonard solicitando entrevistas o datos, existía el riesgo de que oyeran o vieran algo.
– Tiene razón -dijo él asintiendo con un gesto.
– Y lo mismo en cuanto a llamadas telefónicas -añadió Templer-. Si quiere llamar a un periodista, hágalo desde su despacho a puerta cerrada. Así no podrán oír algo que no deberían entre bastidores. Si alguno le llama al departamento o a otro sitio, le dice que luego le llama.
Grant volvió a asentir con la cabeza.
Después al recordarlo, pensó que quizás a ella le había parecido uno de esos perros que cuelgan en la ventanilla trasera de los coches horteras y que no paran de balancear la cabeza. Trató de desechar la idea y se concentró en la pantalla. Estaba redactando un comunicado de prensa, con copias para Bill Pryde, Gill Templer y Carswell a fin de que dieran su visto bueno.
Carswell, el ayudante del jefe de policía, que estaba en otro piso en el mismo edificio, había acudido ya a su despacho para desearle buena suerte y, al presentarse él como agente de policía Hood, lo había escudriñado atentamente haciendo un gesto probatorio como si lo sometiera a un examen.
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