Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– Bastantes.

– Pues seguramente vendrán otros dos. ¿Quién queda dentro de la casa?

– La jefa y el inspector Hood.

– Preparando el próximo comunicado de prensa -aventuró Siobhan.

– ¿Y aparte de ellos? -preguntó Rebus a la agente.

– Los padres, los sirvientes, alguien de la funeraria y un amigo de la familia -contestó ella.

Rebus asintió con la cabeza y se volvió hacia Siobhan.

– No sé si habrán interrogado a los sirvientes; a veces oyen y ven cosas…

Campbell les abrió la verja.

– Los interrogó el sargento Dickie -dijo Siobhan.

– ¿Dickie? -preguntó Rebus metiendo la marcha y cruzando la entrada-. ¿Ese gandul que siempre está mirando el reloj?

– Todo quieres hacerlo tú, ¿no es eso? -replicó Siobhan mirándolo.

– Porque no confío en que nadie lo haga bien.

– Ah, muchas gracias.

– Hay excepciones -añadió él apartando los ojos del parabrisas.

Había cuatro coches frente a la casa en el camino de entrada, por donde Jacqueline Balfour había echado a correr precipitadamente hacia Rebus confundiéndolo con el secuestrador de su hija.

– Ése es el Alfa de Grant -indicó Siobhan.

– Que hace de chófer de la jefa -añadió Rebus, considerando que el Volvo negro S40 sería de la funeraria; los otros coches eran un Maserati color bronce y un Aston Martin DB7, pero no sabía cuál era el de Marr y cuál el de Balfour, y así lo dijo.

– El Aston es de John Balfour -explicó Siobhan, y él la miró.

– ¿Conjeturas? -preguntó.

Ella negó con la cabeza.

– Está indicado en las notas -contestó.

– Seguro que sabes el número de zapatos que gasta.

Les abrió una doncella; le mostraron la identificación, los hizo pasar al vestíbulo y los dejó allí sin decir palabra. Era la primera vez que Rebus veía andar de puntillas a alguien. No se oía ni un murmullo.

– Esta casa parece salida del Cluedo -musitó Siobhan mirando los paneles de madera y los cuadros de los antepasados de la familia Balfour.

Al pie de la escalera había hasta una armadura y junto a ella, en una mesita, un montón de cartas cerradas. Oyeron abrirse la puerta por la que había desaparecido la doncella y vieron llegar a su encuentro a una mujer alta de mediana edad con gesto sereno, pero serio.

– Soy la ayudante personal del señor Balfour -dijo casi en un susurro.

– Es con el señor Marr con quien desearíamos hablar.

Ella asintió con un gesto.

– Háganse cargo de que en las actuales circunstancias…

– ¿No quiere hablar con nosotros?

– No se trata de querer -replicó ella un tanto irritada.

Rebus movió despacio la cabeza.

– Bien, permita que informe, entonces, a la comisaria Templer que el señor Marr obstaculiza la investigación sobre el asesinato de la señorita Balfour. Si es tan amable de indicarme el camino…

La mujer lo fulminó con la mirada, pero Rebus permaneció inmutable.

– Esperen un momento -dijo ella al fin, enseñando por primera vez los dientes a Rebus, quien le dio un escueto «gracias» cuando ella se dirigió a la puerta.

– Impresionante -elogió Siobhan.

– ¿Ella o yo?

– La escaramuza.

Rebus asintió con la cabeza.

– Dos minutos más y echo mano de la armadura.

Siobhan fue a la mesita y ojeó el correo. Rebus se le acercó.

– Pensé que se abrían las cartas para ver si pedían rescate -dijo.

– Seguramente se ha estado haciendo -repuso Siobhan mirando los matasellos-, pero éstas son de ayer y de hoy.

– Trabajo extra para el cartero -añadió Rebus, viendo que muchos sobres eran de tamaño tarjetón con filete de luto-. Espero que las abra la ayudante personal.

Siobhan asintió con la cabeza. Aunque fueran de pésame, habría también misivas de gente morbosa para quien la muerte de alguien famoso es como una obsesión. A saber.

– Deberíamos examinarlas nosotros -dijo ella.

– Buena idea. Al fin y al cabo, el asesino podría ser un morboso.

Volvió a abrirse la puerta, esta vez para dar paso a Ranald Marr, de luto, que fue hacia ellos, irritado por la interrupción.

– ¿Ahora de qué se trata? -interpeló a Siobhan.

– ¿El señor Marr? -preguntó Rebus tendiéndole la mano-. Soy el inspector Rebus. Permita que le manifieste cuánto lamentamos la interrupción.

Marr, aceptada la disculpa, dio la mano a Rebus, a quien, pese a no haber ingresado en la Obra, su padre, una noche de borrachera, le había enseñado el modo de dar la mano de los masones.

– No me entretendrán mucho… -dijo Marr, aprovechando la situación.

– ¿Podemos hablar a solas?

– Vengan por aquí -contestó Marr llevándolos hacia un pasillo.

Rebus cruzó una mirada con Siobhan y asintió con la cabeza. Sí, Marr era masón. Ella frunció los labios preocupada.

Marr abrió una puerta y entraron en un salón con una librería que ocupaba toda la pared y con mesa de billar. Cuando encendió la luz advirtieron que el salón, como el resto de la casa, tenía las cortinas echadas en señal de duelo, pero allí resaltaba el color verde del tapete. Había dos sillas arrimadas a la pared y entre ellas una mesita con una bandeja de plata con una licorera de whisky y vasos de cristal fino. Marr se sentó y se sirvió un whisky, haciendo un gesto de invitación a Rebus, quien la declinó con la cabeza; Siobhan también rehusó. Marr alzó su vaso.

– Por Philippa, que su alma descanse en paz -dijo echando un largo trago.

Como Rebus le había notado olor a whisky en el aliento, dedujo que no era la primera copa ni probablemente el primer brindis de la jornada. De haber estado solos, habría sido el momento inevitable de hablar sobre sus respectivas logias, y él se habría visto en apuros; pero la presencia de Siobhan solventaba el problema. Hizo rodar sobre el tapete una bola roja que rebotó en la banda.

– Bien -dijo Marr-, ¿de qué se trata ahora?

– Se trata de Hugo Benzie -contestó Rebus.

El nombre cogió por sorpresa a Marr, quien enarcó las cejas y dio otro trago.

– ¿Lo conocía? -insistió Rebus.

– No mucho. La hija de Benzie era compañera de colegio de Philippa.

– ¿Tenía su dinero en la Banca Balfour?

– Ya saben que no puedo hablar de los asuntos de la banca. No sería ético.

– No es usted un médico -replicó Rebus-. Simplemente guarda el dinero de otros.

– Hacemos algo más que eso -respondió Marr entornando los ojos.

– ¿Qué? ¿Hacerles también perder dinero?

– ¿Qué demonios tiene que ver todo esto con el asesinato de Philippa? -exclamó Marr poniéndose en pie de un salto.

– Limítese a contestar a la pregunta: ¿tenía Hugo Benzie invertido su dinero en ustedes?

– En nosotros no; a través de nosotros.

– ¿Lo asesoraban?

Marr se sirvió otro whisky y Rebus miró a Siobhan, que hacía su papel secundario de pie tras la mesa de billar.

– ¿Ustedes lo aconsejaban? -preguntó Rebus de nuevo.

– Le aconsejábamos que no corriera riesgos.

– ¿Y él no hizo caso?

– ¿Qué es la vida sin un poco de riesgo? Ésa era la filosofía de Hugo. Jugó y perdió.

– ¿Y echó la culpa a Balfour?

Marr negó con un gesto.

– No creo. El pobre desgraciado se suicidó.

– ¿Y su mujer y su hija?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Les guardaron rencor?

Marr volvió a negar con la cabeza.

– Ellas sabían cómo era -dijo dejando el vaso en la mesa de billar-. Pero ¿qué tiene esto que…? -A media frase pareció comprenderlo-. Ah, siguen buscando móviles y piensan que un muerto ha salido de su tumba para vengarse de la Banca Balfour.

– Cosas más raras se han visto -replicó Rebus echando a rodar otra bola en el billar.

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