– Ella tiene un amplio vocabulario, ¿no es cierto? -comentó Bain, y Siobhan lo miró intrigada-. Usted me habla de «un tal» Programador, pero no hay que descartar la otra posibilidad.
– Muy bien, lo que diga -aceptó Siobhan.
– ¿Va a contestar?
Ella comenzó a negar con la cabeza, pero al final se encogió de hombros.
– Es que no sé qué voy a decir.
– Sería más fácil localizarla si no interrumpe la comunicación.
Siobhan lo miró, tecleó una respuesta: «Lo estoy pensando», y pulsó ENVIAR.
– ¿Cree que eso servirá? -preguntó.
– Bueno, no cabe duda de que es una «comunicación» -dijo Bain sonriendo-. A ver, déjeme los otros mensajes.
Siobhan conectó el portátil a una impresora, pero vio que no había papel.
– Mierda -exclamó entre dientes.
Estaba cerrado el armario de artículos de escritorio y no tenía ni idea de quién guardaba la llave. De pronto se acordó de la carpeta que Rebus había llenado con papel en blanco para el interrogatorio de Winfield, el estudiante de medicina. Fue a la mesa y abrió un cajón tras otro hasta dar con ella; dos minutos después tenía impresa toda la correspondencia de Programador. Bain la ordenó por fechas hasta cubrir casi totalmente el escritorio.
– ¿Ve estos signos? -preguntó señalando la parte inferior de algunas hojas-. Seguramente nunca les prestó atención, ¿verdad?
Siobhan no tuvo más remedio que confesar que no. Debajo de la palabra «encabezamientos» había doce líneas más de signos y palabras que a ella no le decían gran cosa.
– Esto -añadió Bain relamiéndose- es lo más jugoso.
– ¿A partir de esto podemos localizar a Programador?
– No de inmediato, pero algo es algo.
– ¿Cómo es que algunos mensajes no llevan encabezamiento? -preguntó Siobhan.
– Eso es lo malo -respondió Bain-. Si un mensaje no lo tiene, quiere decir que el que lo envía utiliza el mismo servidor que usted.
– Entonces…
– Programador tiene más de una cuenta.
– Cambia de servidor, entonces.
– No es infrecuente. Yo tengo un amigo que para ahorrarse el pago de acceso a Internet cambia cada mes de cuenta aprovechando las ofertas mensuales gratuitas de los servidores y, cuando se agota el plazo, se da de alta en otra cuenta. Durante un año no ha pagado un céntimo. Programador hace algo parecido -dijo Bain pasando el dedo por la cuarta línea de los encabezamientos-. Aquí está el indicativo del servidor, ¿ve? Tenemos tres distintos.
– ¿Y es más difícil localizarlo?
– Sí, es más difícil, pero él ha debido… ¿Qué sucede? -preguntó al advertir la mirada de Siobhan.
– Ha dicho «él».
– ¿Ah, sí?
– ¿No cree que es más sencillo que supongamos eso? Aunque comprendo perfectamente su sugerencia de no descartar la otra posibilidad.
Bain reflexionó un instante.
– Muy bien -dijo-. Decía que él, o ella, ha debido de abrir una cuenta en los tres servidores o, al menos, eso creo yo. Porque aun abriendo una cuenta gratuita de un mes hay que dar ciertos datos, entre ellos el de la tarjeta de crédito o la cuenta bancaria.
– ¿Para que carguen en ella el gasto cuando se agota el plazo?
Bain asintió con la cabeza.
– Todos dejan alguna pista sin darse cuenta -dijo despacio mirando las hojas.
– Eso es como el trabajo de la Científica, ¿no? Un cabello, una brizna de piel…
– Exacto -respondió Bain sonriente otra vez.
– Entonces, ¿tendremos que hablar con los servidores para conseguir datos?
– Hay canales, Siobhan -respondió él mirándola.
– ¿Canales?
– Tenemos una brigada especial dedicada sólo a delincuencia informática, aunque se ocupe principalmente de localizar usuarios de pornografía infantil. Hay casos increíbles de discos duros ocultos en otros discos duros y filtros de pantalla que ocultan imágenes pornográficas.
– ¿Y necesitamos su autorización?
Bain negó con la cabeza.
– Necesitamos su ayuda -respondió consultando el reloj-. Pero es demasiado tarde.
– ¿Por qué?
– Porque también en Londres es viernes fuera de horas de trabajo. ¿Quiere tomar una copa? -añadió mirándola.
Siobhan no pensaba aceptar y tenía excusas de sobra, pero en cierto modo no podía rehusar. Cruzaron la calle hasta The Maltings y, una vez en la barra, él dejó de nuevo la cartera en el suelo.
– ¿Qué lleva ahí dentro? -preguntó ella.
– ¿Usted qué cree?
Siobhan se encogió de hombros.
– Un portátil, un móvil…, periféricos, discos… No lo sé.
– Eso es lo que pretendo que piensen -dijo él cogiendo la cartera dispuesto a abrirla sobre la barra, pero algo lo retuvo-. No -añadió moviendo la cabeza de un lado a otro-, quizá cuando nos conozcamos mejor. -Volvió a dejarla en el suelo.
– ¿Me oculta secretos? -preguntó Siobhan-. Bonita manera de iniciar una amistad.
Sonrieron los dos y en ese momento les sirvieron sus consumiciones: una botella de cerveza para ella y una jarra para él. No había mesas libres.
– Bueno, ¿cómo es Saint Leonard? -preguntó Bain.
– Como todas las comisarías, me imagino.
– Pero no todas tienen un John Rebus.
– ¿Qué quiere decir? -inquirió ella mirándolo.
El se encogió de hombros.
– Claverhouse dice que usted es la aprendiza de Rebus.
– ¿Aprendiza? ¡Caradura de mierda! -exclamó y, a pesar de que la música era atronadora, algunas cabezas se volvieron hacia ellos.
– Tranquila, cálmese -añadió Bain-. No es más que una opinión de Claverhouse.
– Pues dígale a Claverhouse que se meta la lengua en el culo.
Bain se echó a reír.
– Tal como se lo digo -insistió Siobhan pero, acto seguido, se echó a reír.
Tras otras dos consumiciones, Bain dijo que tenía ganas de comer algo y si le parecía bien podían mirar si había mesa en Howie's. Ella no pensaba aceptar, realmente no tenía hambre después de la cerveza, pero curiosamente no supo negarse.
Jean Burchill estaba trabajando tarde en el museo, fuera de horas, porque le tenía intrigada lo que había dicho el profesor Devlin sobre el doctor Lovell y decidió comprobar por su cuenta si la teoría de Devlin tenía alguna base. Era consciente de que habría ganado tiempo consultando directamente con el anciano, pero algo la retenía. Era como si el profesor conservara un olor a formol y siempre que estrechaba su mano le transmitía esa frialdad de la carne de cadáver. En su profesión, Jean únicamente entraba en contacto con muertos como referente de épocas históricas y en relación con objetos hallados en excavaciones. La lectura del simple informe de la autopsia, a la muerte de su esposo, había sido una congoja para ella porque el forense se había recreado en la redacción de las anomalías hepáticas con prolijos detalles sobre la naturaleza congestionada y atrófica del órgano, lo que, sin duda, facilitó enormemente el diagnóstico de alcoholismo.
Pensó en el tipo de bebedor que era John Rebus; a ella le parecía distinto. Su difunto Bill, apenas desayunaba, iba al garaje, donde escondía una botella, y echaba dos tragos antes de subir al coche. Ella encontraba pruebas constantemente: botellas de bourbon en el sótano o en un rincón de la estantería superior del armario; pero no decía nada. Bill siguió siendo centro de atención en las reuniones, equilibrado y formal, simpático, hasta que la enfermedad le impidió trabajar y tuvo que ser hospitalizado.
No creía que Rebus fuese un bebedor de tapadillo como Bill; simplemente le gustaba beber y si lo hacía a solas era porque no tenía muchos amigos. En una ocasión, ella le había preguntado a Bill por qué bebía sin que él supiera darle una razón. Pensó que probablemente John Rebus tendría sus razones, aunque fuese reacio a explicarlas. Lo más probable es que fueran razones relacionadas con olvidar la realidad y ahuyentar problemas y dilemas inquietantes.
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