– ¿Los padres?
– Exacto. Su hijo había desaparecido hacía un año o más. Recibimos una llamada de Munich y nos pareció raro, pero ellos se presentaron en la comisaría con un intérprete. Les mostramos la ropa y reconocieron un par de cosas…: la chaqueta y el reloj de pulsera.
– Me da la impresión de que no está muy convencido.
– Pues mire, de verdad que no. Ellos habían buscado desesperadamente más de un año. La chaqueta, por ejemplo, era una prenda verde lisa, sin nada de particular, y el reloj también.
– ¿Cree que llegaron a autoconvencerse por el simple hecho de que querían creerlo?
– Sí, querían que fuese él, pero su hijo apenas tenía veinte años… y los especialistas dijeron que aquellos restos eran de una persona con el doble de edad. Luego, intervino la maldita prensa y publicaron la historia.
– ¿Cómo surgió el tema de la brujería?
– Un momento, por favor.
Wylie oyó que Maclay dejaba el auricular en la mesa y daba instrucciones a alguien: «Después de las langosteras está ese cobertizo que utiliza Aly cuando alquila la barca…». Se imaginó que Fort William sería un tranquilo pueblo costero con islas en lontananza, pescadores, turistas, gaviotas en el cielo y olor a algas marinas.
– Perdone la interrupción -dijo Maclay.
– ¿Tienen mucho trabajo?
– Oh, aquí no paramos -contestó él riendo, y Wylie sintió deseos de estar allí para poder después de la charla dar un paseo por el puerto y ver las langosteras…-. ¿Dónde estábamos?
– En lo de la brujería.
– Nosotros nos enteramos cuando lo publicaron los periódicos. Debió de ser que los padres hablaron con algún periodista.
Wylie alzó la fotocopia que tenía en la mesa. El titular decía: «EL REVÓLVER MISTERIOSO. ¿MUERTO EN LAS MONTAÑAS por un juego de rol?», y lo firmaba Steve Holly.
Jürgen Becker era un joven de veinte años que vivía con sus padres en las afueras de Hamburgo, donde estudiaba psicología en la universidad; le encantaban los juegos de rol y formaba parte de un equipo que participaba en un campeonato entre universidades a través de Internet. Sus compañeros dijeron que la semana anterior a la desaparición lo habían notado «inquieto y preocupado». Aquella última vez salió de casa con una mochila, dentro de la cual, según sus padres, llevaba el pasaporte, unas mudas, la cámara fotográfica y un reproductor portátil de discos compactos con unos cuantos discos.
Los padres eran profesionales: arquitecto el padre y profesora la madre, y ambos habían abandonado su trabajo para emprender la búsqueda del hijo. El artículo concluía con un párrafo en negrita: «Ahora, los afligidos padres saben que han encontrado a su hijo, pero no por ello se ha resuelto el misterio. ¿Cómo fue Jürgen a morir en una montaña solitaria de Escocia? ¿Quién lo acompañaba? ¿De quién era el arma y quién apretó el gatillo que acabó con la vida del joven estudiante?».
– ¿No apareció la mochila con las pertenencias? -preguntó Wylie.
– No. Pero si no era el estudiante, es lógico.
– Muchas gracias por la información, sargento Maclay -dijo ella sonriendo.
– Mándeme la solicitud por escrito y tendrá todos los detalles.
– Gracias, así lo haré. -Hizo una pausa-. En Investigación Criminal de Edimburgo hay un Maclay en la comisaría de Craigmillar…
– Sí, somos primos. Sólo nos hemos visto en un par de bodas y en los entierros. Craigmillar es el barrio de los ricos, ¿no?
– ¿Eso es lo que le dijo él?
– ¿Es un cuento chino?
– Si viene por aquí, usted mismo podrá comprobarlo.
Wylie se echó a reír al colgar y tuvo que explicarle por qué a Shug Davidson, quien se acercó a su mesa. La sala de Investigación Criminal no era muy grande; había cuatro mesas y unas puertas que daban paso a trasteros en donde guardaban los archivos de los casos cerrados. Davidson cogió el artículo fotocopiado y lo leyó.
– Para mí, que es una historia inventada por Holly -opinó Davidson.
– ¿Tú lo conoces?
– He tenido un par de enfrentamientos con él. Es único exagerando historias.
Wylie cogió el artículo. Era evidente; todo aquello de juegos raros y de rol resultaba un tanto ambiguo y era un texto lleno de condicionales: «podría», «habría ido», «si, tal como se cree…».
– Tengo que hablar con él -dijo cogiendo de nuevo el teléfono-. ¿Sabes su número?
– No, pero puedes encontrarlo en la delegación que tiene en Edimburgo su periódico -contestó Davidson volviendo a su mesa-. Está en las páginas amarillas, en «Leproserías».
* * *
Steve Holly iba camino del trabajo cuando sonó su móvil. Vivía en la ciudad nueva, apenas tres calles más allá de lo que en un reciente artículo él había calificado de «el trágico piso de la muerte». Cierto que su vivienda no tenía comparación con la de Flip Balfour, pues era el último piso de una casa vieja de las pocas sin rehabilitar que quedaban en la ciudad nueva; y su calle no era tan distinguida, pero su piso se había revalorizado mucho en los cuatro años que llevaba en el barrio. Era una zona que en principio no estaba a su alcance, pero él comenzó a hojear necrológicas en los periódicos y vio una dirección de la ciudad nueva; dirigió una breve carta al propietario con el membrete de «urgente», presentándose como una persona nacida y criada en la citada calle cuyos padres se habían trasladado a otro sitio donde no habían tenido suerte. Ahora que ellos habían muerto, él anhelaba regresar a aquella calle de la que tan gratos recuerdos conservaba, por lo que rogaba al dueño que tuviera en cuenta para la venta del piso…
La artimaña le dio resultado porque el piso había quedado libre al morir su anciana ocupante, confinada en él por una parálisis desde hacía diez años, y el pariente más allegado, una sobrina, al leer la carta llamó a Holly aquella misma tarde. Era un piso de tres dormitorios, oscuro y que no olía muy bien, pero Holly vio que podía arreglarlo. Estuvo a punto de tragársele la tierra cuando la sobrina le preguntó en qué número había vivido, pero supo enredarla y, más aún, convencerla para acordar directamente un buen precio prescindiendo de agentes de la propiedad y de abogados.
La sobrina, que vivía en Borders, ignoraba al parecer lo que valía un piso en Edimburgo y hasta le cedió una buena parte de los muebles de la anciana, detalle que Holly le agradeció de corazón, aunque los tiró inmediatamente la primera semana en que ocupó el piso.
Si lo vendía en esos momentos se embolsaría cien mil libras. No estaba nada mal. De hecho, aquella misma mañana había estado pensando en hacer una jugada parecida con los Balfour… Lo malo era que ellos sabían perfectamente lo que valía la vivienda de su hija. Paró el coche en la cuesta de Dundas Street y contestó a la llamada.
– Steve Holly al habla.
– Señor Holly, soy la sargento de policía Wylie, del departamento de Investigación Criminal de Lothian y Borders.
– ¿Wylie? -repitió él pensando-. ¡Ah, sí! ¡La de la magnífica conferencia de prensa! Dígame, sargento Wylie, ¿qué desea?
– Se trata de un caso que cubrió usted hará unos tres años… sobre un estudiante alemán.
– ¿El estudiante con un brazo de siete metros? -inquirió él burlón. Estaba ante una pequeña galería de arte y miró con curiosidad el escaparate; primero los precios y luego los cuadros.
– Sí, eso es.
– No me diga que han capturado al asesino…
– No.
– ¿Qué, entonces?
Wylie dudaba y frunció el entrecejo pensativa.
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