– Me refiero -dijo Rebus fingiendo que leía sus notas- a que la señora Balfour abrigaba de algún modo la idea de que habías envenenado la voluntad de Flip.
– Habrá usted entendido mal a la señora -dijo Thomas Costello cerrando de nuevo los puños.
– Creo que no, señor.
– Teniendo en cuenta las circunstancias…, no sabría lo que decía.
– Creo que sí que lo sabía -respondió Rebus, que seguía mirando al joven.
– Pues sí -dijo David, perdiendo interés por la manzana que aún sostenía en la mano ante la mirada inquisitiva del padre-. A Jacqueline le dio por pensar que yo infundía ciertas ideas a Flip.
– ¿Qué clase de ideas?
– Que no había tenido una infancia feliz y que confundía sus recuerdos.
– ¿Y crees que era cierto? -preguntó Rebus.
– Era cosa de Flip, no mía -replicó el joven-. Ella tenía aquel sueño. Soñaba que estaba en Londres, en la casa donde había vivido, y subía y bajaba escaleras huyendo de algo. Fue un sueño que se repitió casi todas las noches durante dos semanas.
– ¿Tú qué hiciste?
– Consulté un par de libros de texto y le dije que seguramente tendría algo que ver con recuerdos reprimidos.
– No sé de qué habla este chico -terció Thomas Costello.
Su hijo se volvió hacia él.
– De algo malo en lo que uno no quiere pensar. En realidad, me dio envidia.
Se miraron los dos fijamente y Rebus pensó que sí sabía de qué hablaba el muchacho: no debía haber sido fácil criarse junto a aquel padre, lo que quizá fuera la clave de su comportamiento adolescente…
– ¿Nunca explicó ella qué podía ser? -preguntó.
David negó con un gesto.
– Probablemente no significaba nada; los sueños se pueden interpretar de muchas maneras.
– Pero ¿Flip se lo creyó?
– Durante cierto tiempo, sí.
– ¿Y se lo dijo a su madre?
David asintió con la cabeza.
– Y ella me echó a mí la culpa.
– Maldita mujer -dijo el padre entre dientes, pasándose la mano por la frente-. Claro que ha sufrido tanto, ha sufrido tanto…
– Lo que digo fue antes de que desapareciese Flip -puntualizó su hijo.
– No me refiero a eso, sino a la Banca Balfour -replicó Thomas Costello airado.
– ¿Qué pasa con la banca? -inquirió Rebus.
– En Dublín hay muchos financieros y siempre se oyen rumores.
– ¿Sobre la Banca Balfour?
– Yo mismo no los entiendo bien: falta de recursos…, coeficiente de caja… Son palabras que no me dicen nada.
– ¿Quiere decir que la Banca Balfour está en situación apurada?
Costello negó con la cabeza.
– Son sólo comentarios en el sentido de que, si no cambia la situación, la banca puede tener problemas. En los bancos todo se basa en la confianza, ¿no es cierto? Y los datos falsos pueden hacer mucho daño.
A Rebus le pareció que Costello se lo habría callado de no haber sido por los reproches de Jacqueline Balfour a su hijo. Hizo la primera anotación del interrogatorio, «comprobar Balfour», y pensó en sacar a colación la conducta de padre e hijo en Dublín, pero David parecía ahora más calmado y, en cuanto al padre, ya había visto atisbos de su mal genio y no quería repetir.
Volvió a hacerse un silencio.
– ¿Le basta con esto, inspector? -preguntó Thomas Costello sacando despacio un reloj de bolsillo que abrió y luego cerró.
– Más o menos -contestó Rebus-. ¿Saben cuándo es el entierro?
– El miércoles -dijo Thomas Costello.
En ocasiones, en los casos de homicidio se posponía el entierro de la víctima en lo posible por si surgía alguna nueva prueba, por lo que Rebus comprendió que John Balfour había ejercido su influencia para imponerse a la norma policial.
– ¿Habrá cremación?
Thomas Costello asintió con la cabeza. Rebus pensó que eso complicaba las cosas en caso de una posible exhumación.
– Bien -dijo-, a menos que tengan algo más que añadir…
Como ninguno de los dos dijo nada, se levantó.
– ¿De acuerdo, sargento Wylie? -añadió.
Fue como si la hubiese despertado.
Thomas Costello se empeñó en acompañarlos a la puerta y en darles la mano, mientras que David ni se levantó de la silla y, cuando Rebus dijo adiós, él se llevó la manzana a la boca.
Una vez cerrada la puerta, Rebus se detuvo un instante en el pasillo, pero no oyó voces dentro, aunque advirtió que la puerta de al lado estaba entreabierta y que Theresa Costello escudriñaba por la rendija y se asomaba.
– ¿Todo bien? -preguntó a Wylie.
– Muy bien, señora -contestó ella.
Antes de que Rebus llegara allí, había vuelto a cerrarse la puerta, y se quedó sin saber si la señora Costello estaba tan incomunicada como parecía.
En el ascensor le dijo a Wylie que podía dejarla con el coche donde quisiera.
– Gracias, voy a pie -contestó ella.
– ¿Seguro?
Ella asintió con la cabeza y Rebus consultó el reloj.
– ¿Tu paseo de las once y media? -preguntó.
– Exacto -respondió Wylie con voz desmayada.
– Bien, gracias por tu ayuda.
Ella parpadeó como si no entendiera bien y Rebus permaneció en el vestíbulo viéndola cruzar la puerta giratoria, y siguió tras ella un minuto después. Vio que atravesaba Princes Street casi a la carrera con el bolso sujeto en el pecho, y continuó hasta los almacenes Fraser's cerca de Charlotte Square, donde estaba la Banca Balfour. Se preguntó si se dirigiría a George Street, a Queen Street o a la ciudad nueva. La única manera de saberlo era seguirla, pero dudaba de que a ella le gustara.
– Bah, qué diablos -musitó camino del cruce.
Tuvo que aguardar a que pasaran los coches, al disco verde, y sólo logró verla cuando ya estaba al otro lado de Charlotte Square caminando deprisa; pero cuando él alcanzó George Street ya no la vio. Sonrió para sus adentros, diciéndose «vaya policía» mientras seguía hasta Castle Street, de donde volvió sobre sus pasos. Habría entrado en cualquier tienda o café. Al diablo. Abrió el Saab y salió del aparcamiento del hotel.
Había personas con sus propios demonios interiores. Ellen Wylie debía de ser una de ellas. En eso, él era buen psicólogo, porque la experiencia era un grado.
En Saint Leonard llamó por teléfono a un contacto de la sección financiera de un periódico.
– ¿Qué tal está Balfour de solidez? -preguntó sin preámbulos.
– Supongo que se refiere a la banca.
– Sí.
– ¿Ha oído algo al respecto?
– Rumores en Dublín.
– Ah, rumores -repitió el periodista con una risita-. El mundo no giraría sin rumores.
– Así pues, ¿no tienen ningún problema?
– No digo tal cosa. Sobre el papel, Balfour funciona tan bien como de costumbre; pero siempre hay margen para falsear las cifras.
– ¿Y?
– Y sus previsiones semestrales han sido revisadas a la baja; no es como para causar preocupación a los grandes inversores, pero la cartera de Balfour está constituida fundamentalmente por pequeños inversores y éstos tienen tendencia a la hipocondría.
– En resumen, Terry…
– Balfour saldrá de ésta, a menos que se produzca una opa hostil. Pero, en cualquier caso, si a fin de año la cuenta de resultados no está limpia, puede que haya el clásico rodar de cabezas.
– ¿A quién echarían? -preguntó Rebus.
– Yo diría que a Ranald Marr, aunque sólo fuese para demostrar que el propio Balfour conserva la falta de escrúpulos necesaria para su edad y las circunstancias.
– ¿Sin concesiones a la amistad?
– A decir verdad, nunca las hubo.
– Gracias, Terry. En el Oxford te espera una ginebra con tónica doble.
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