Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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Allí se quedará esperando.

– ¿Has dejado la bebida?

– Por recomendación médica. Vamos cayendo uno a uno, John.

Rebus lo compadeció unos minutos pensando en su propia cita con el médico, a la que había faltado una vez más por hacer aquella llamada. Cuando colgó, anotó en su bloc el nombre de Marr rodeado por un círculo. Ranald Marr: Maserati y soldados de juguete. «Se diría que ha perdido a su propia hija…» Empezaba a replanteárselo, y pensó si Marr sabría que peligraba su empleo y que, ante la simple sospecha de riesgo para sus ahorros, los modestos inversores podían propiciar su sacrificio…

Cambió de tema y pensó en Thomas Costello, que no había trabajado en su vida. ¿Qué es lo que sentiría uno? No podía ni figurárselo. Sus padres habían sido pobres toda su vida, nunca habían tenido su propia casa; a la muerte de su padre, él y su hermano heredaron cuatrocientas libras y el entierro lo pagó el seguro. Recordó la escena en el banco, guardándose los billetes. Incluso en aquella época, cuatrocientas libras era la mitad de los ahorros de toda una vida, cuando ahora era lo que él ganaba en una semana.

Él también tenía ahora dinero en el banco porque no gastaba mucho. El piso ya estaba pagado y ni Rhona ni Samantha le pedían nada. Sus únicos gastos eran comida, bebida y la plaza del garaje para el Saab; nunca había vacaciones y, como mucho, se compraba un par de discos compactos a la semana. Meses atrás, cuando pensó comprarse un equipo de alta fidelidad Linn, en la tienda le dijeron que no tenían existencias y que ya le llamarían, pero no le habían llamado. En el concierto de Lou Reed no había gastado mucho porque Jean se empeñó en pagar su entrada y además le hizo el desayuno por la mañana.

– ¡El policía que ríe! -exclamó Siobhan desde el otro extremo de la oficina, sentada en su mesa junto a la de Bain de Fettes.

Rebus comprendió que estaba sonriendo como un tonto; se levantó y se acercó a ella.

– Retiro lo dicho -repuso Siobhan alzando las manos en gesto de rendición.

– Hola, Cerebro -dijo Rebus.

– Se llama Bain -replicó ella- y prefiere que lo llamen Eric.

– Esto parece el puente de mando de la Enterprise -opinó Rebus sin hacer caso mirando la maraña de cables, los dos ordenadores portátiles y otros dos de sobremesa. Sabía que uno era de Siobhan y otro de Flip Balfour-. Dime una cosa -añadió dirigiéndose a ella-, ¿qué datos hay sobre los primeros años de Philippa en Londres?

– No muchos -respondió ella arrugando la nariz-. ¿Por qué?

– Porque el novio dice que sufría pesadillas en las que soñaba que corría por la casa de Londres perseguida por alguien.

– ¿Seguro que era en la casa de Londres?

– ¿Qué quieres decir?

Siobhan se encogió de hombros.

– Nada. Porque a mí lo que me dio miedo fue Los Enebros con las armaduras y aquel salón de billar polvoriento… Figúrate lo que será criarse en una casa como ésa.

– David Costello dijo que era en la casa de Londres.

– ¿Una transferencia? -terció Bain. Lo miraron los dos-. Es una simple idea -añadió.

– ¿O sea que sería Los Enebros la causa del miedo? -preguntó Rebus.

– Vamos a buscar el tablero de ouija y se lo preguntamos a ella. -Al darse cuenta de lo que acababa de decir, hizo una mueca-. Es un comentario de muy mal gusto. Lo siento.

– Los he oído peores -dijo Rebus.

– Eso es algo así como un sub-Hitchcock barato, ¿no? -añadió Bain-. Como en Marnie, la ladrona, o algo parecido.

Rebus recordó el libro de poemas del piso de David Costello: Sueño con Alfred Hitchcock. «No se muere por ser malo sino por estar disponible.»

– Es posible que no andes desencaminado -dijo.

A Siobhan no le pasó desapercibido el tono con que lo decía.

– Bueno, entonces ¿quieres datos sobre los años en que Flip vivió en Londres? -preguntó.

Rebus iba a decir que sí, pero cambió de idea y negó con la cabeza.

– No -respondió-. Tienes razón, es muy rebuscado.

Cuando se alejó, Siobhan dijo en voz baja a Bain:

– Su especialidad, generalmente. Cuanto más rebuscado, más le gusta.

Bain sonrió. Tenía el maletín, pero aún no lo había abierto. Ellos dos se habían separado el viernes después de cenar, y el sábado por la mañana Siobhan cogió el coche para ir a ver un partido de fútbol al norte; se llevó una simple bolsa con el walkman, unas cintas y un par de novelas, durmió en una pensión y, tras la victoria del Hibs, hizo un poco de turismo y buscó un sitio para comer. Dejó el portátil en casa porque quería pasar un fin de semana sin Programador: era lo mejor para su salud. Pero no pudo dejar de pensar en él y en si le habría enviado algún mensaje; aunque, venciendo la tentación, regresó tarde el domingo y luego se puso a lavar ropa.

Tenía el portátil en la mesa y casi le daba miedo tocarlo por no cogerle gusto.

– ¿Has tenido un buen fin de semana? -preguntó Bain.

– No ha estado mal. ¿Y tú?

– Nada del otro mundo. La cena del viernes fue lo único relevante.

Siobhan sonrió por el cumplido.

– Bien, ¿ahora qué hacemos? ¿Hablar por teléfono con la Brigada Especial?

– Hay que hablar con la Brigada Criminal para que tramiten la petición.

– ¿No podemos saltarnos intermediarios?

– A los intermediarios no les gustaría.

Siobhan pensó en Claverhouse. Sí, probablemente Bain tenía razón.

– Pues adelante -dijo.

Bain cogió el teléfono y habló un buen rato con el inspector jefe Claverhouse de la Central. Siobhan pasó los dedos por la tapa del portátil que tenía conectado el móvil. El viernes por la noche tenía un mensaje en el contestador del teléfono de casa: si sabía que la cuenta del móvil había aumentado tanto. Sí, claro que lo sabía. Mientras Bain proseguía con sus explicaciones a Claverhouse, decidió conectarse a la red por hacer algo.

Había tres mensajes de Programador. El primero, del viernes por la noche, aproximadamente a la hora en que ella llegó a casa.

«Buscadora. Mi paciencia se acaba. Te queda poco tiempo. Responde inmediatamente.»

El segundo era del sábado por la tarde:

«¿Siobhan? Estoy decepcionado contigo. Hasta ahora habías jugado muy bien. Pero el juego se ha terminado.»

Terminado o no, el sábado a medianoche en punto le había enviado otro:

«¿Tratas de localizarme? ¿Es eso? ¿Sigues queriendo que nos veamos?»

Bain terminó de hablar, colgó y miró la pantalla.

– Le has cabreado -dijo.

– ¿Es un nuevo servidor? -preguntó ella.

Bain miró los datos y asintió con la cabeza.

– Nuevo nombre y todo lo demás. Pero de todas formas comienza a sospechar que no es ilocalizable.

– Entonces, ¿por qué no corta?

– No lo sé.

– ¿Crees de verdad que el juego ha terminado?

– Sólo hay un modo de saberlo.

Siobhan comenzó a teclear.

«He estado fuera el fin de semana. Simplemente. Sí, me gustaría que nos viéramos.»

Envió el mensaje y fueron los dos a por un café, pero cuando regresaron no había respuesta.

– ¿Estará enfurruñado? -dijo Siobhan.

– O no está frente al ordenador.

– ¿Tú tienes tu habitación llena de aparatos de informática? -preguntó ella mirándolo.

– ¿Insinúas que te invite a mi habitación?

– No -replicó ella sonriendo-, es que estaba pensando que hay gente que se pasa día y noche pegada a la pantalla, ¿no es cierto?

– Ya lo creo. Pero yo no soy de ésos. Hay tres grupos de charla a los que me conecto regularmente, y a veces navego un par de horas si estoy aburrido.

– ¿Qué son los grupos de charla?

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