– Pues que tal vez ha surgido una nueva prueba…
– ¿Qué clase de prueba?
– En este momento, no estoy autorizada…
– Claro, claro. Dígame algo más novedoso. Ustedes siempre quieren cosas a cambio de nada.
– ¿Y ustedes no?
Holly dio la espalda al escaparate a tiempo de ver un Aston verde que arrancaba en el semáforo. No iban muchas personas en él; debía de ser el padre de la difunta.
– ¿Tiene algo que ver con Philippa Balfour? -preguntó Holly.
Se hizo un silencio.
– ¿Cómo dice?
– No es una buena respuesta, sargento Wylie. La última vez que la vi estaba asignada al caso Balfour. ¿Es que de buenas a primeras le encomiendan un caso que ni siquiera es de la competencia de Lothian y Borders?
– Oiga…
– Supongo que no estará autorizada a…, ¿verdad? Yo, por el contrario, puedo decir lo que quiera.
– ¿Igual que hizo inventándose esa historia de la brujería?
– No me la inventé; fueron los padres quienes me la contaron.
– Sí, que le gustaban los juegos de rol, pero no que uno de esos juegos lo llevara a Escocia.
– Fue una especulación basada en las pruebas disponibles.
– Pero no había ninguna evidencia palpable de tal juego, ¿no es cierto?
– Estaba en una montaña de Highlands y, dado todo ese rollo de los mitos celtas…, es el lugar al que acabaría por acudir una persona como Jürgen en busca de quién sabe qué; sólo que allí lo esperaba una pistola.
– Sí, he leído su artículo.
– Ahora alguien lo vincula con el caso Balfour, ¿y usted no piensa explicarme cómo?
– Exacto -respondió Wylie.
– Debió de dolerle -añadió él en tono casi cortés.
– ¿Qué?
– Que le quitaran el puesto de enlace. No fue culpa suya, ¿verdad? A veces somos como salvajes. Tendrían que haberla preparado mejor. Dios, Gill Templer ocupó un siglo ese cargo; debió haberlo previsto más que nadie.
Volvió a hacerse otro silencio.
– Y después se lo dan al agente Grant Hood -añadió Holly con voz más suave-. Un agente ejemplar, que ahora se pasea por ahí creído como él solo. Sí, es indudable que una cosa así tiene que doler. ¿Qué le sucede, sargento Wylie? Pues que está perdida en una montaña de Escocia buscando a ciegas a un periodista, del bando enemigo para más señas, a fin de que la oriente.
Pensó que había colgado, pero en ese momento oyó una especie de suspiro.
«Bravo, Stevie», pensó Holly. «Vivirás algún día en una buena casa, con obras de arte en las paredes que dejen a la gente con la boca abierta.»
– ¿Sargento Wylie?
– ¿Qué?
– Lo siento si la he herido. Mire, quizá podríamos vernos. A lo mejor podría ayudarla, por poco que sea.
– ¿En qué sentido?
– ¿Nos vemos?
– No -replicó ella tajante-. Dígame ahora lo que sea.
– Bien, entonces… -dijo Holly ladeando la cabeza hacia el sol-. Digamos que el asunto que investiga… es confidencial, ¿no? -añadió recobrando aliento-. No, no diga nada. Lo sé perfectamente. Pero pongamos que alguien…, un periodista para ser más exacto, se entera de ello. Los otros querrán saber de dónde ha sacado la noticia y ¿sabe a quién recurrirán en primer lugar?
– ¿A quién?
– Al oficial de enlace, al agente Grant Hood, encargado del contacto con los medios de comunicación. Y si resulta que un determinado periodista, el que ha obtenido la filtración, pues… señala que su fuente de información no estaba a mil kilómetros del oficial de enlace… Lo siento, tal vez le parezca mezquino porque a usted quizá no le guste ver al agente Hood con un manchón en su flamante camisa nueva cuando le eche la bronca Gill Templer. Ya ve, a veces cuando empiezo a pensar en algo llego hasta las últimas consecuencias. ¿Comprende lo que le digo?
– Sí.
– Podíamos vernos. Tengo la mañana libre. Ya le he dicho todo lo que necesita saber sobre ese estudiante pero, de todos modos, podríamos hablar.
* * *
Rebus había estado de pie ante la mesa de Wylie medio minuto sin que ella se percatara porque no apartaba la vista de los papeles que tenía delante, aunque él pensaba que no los veía. En ese momento pasó Shug Davidson, que dio una palmada a Rebus en la espalda diciéndole: «Buenos días, John», y Wylie alzó la vista.
– ¿Tan malo ha sido el fin de semana? -preguntó Rebus.
– ¿Qué hace aquí?
– He venido a buscarte, aunque empiezo a dudar de que valga la pena.
Ella comenzó a tranquilizarse, se pasó una mano por el pelo y musitó algo a modo de disculpa.
– ¿Qué, he acertado en que ha sido un mal fin de semana?
– Estaba bien hasta hace diez minutos -dijo Davidson, que volvía a pasar con unos papeles-. ¿Ha sido ese gilipollas de Holly? -añadió deteniéndose.
– No -respondió ella.
– Seguro que sí -añadió Davidson continuando su camino.
– ¿Steve Holly? -preguntó Rebus.
– Tuve que hablar con él -respondió Wylie dando unos golpecitos en el artículo.
Rebus asintió con la cabeza.
– Ve con cuidado, Ellen -dijo.
– Sé cómo tratarlo, no se preocupe.
– Sí, claro -repuso él-. Oye, ¿te apetece hacerme un favor?
– Depende de qué favor.
– Tengo la impresión de que ese estudiante alemán te va a volver loca… ¿Has vuelto a West End por eso?
– He pensado que aquí trabajaría mejor -respondió ella tirando el bolígrafo en la mesa-, pero por lo visto me he equivocado.
– Mira, yo simplemente he venido a darte una tregua. Tengo que hacer un par de interrogatorios y necesito a alguien que me acompañe.
– ¿A quién va a interrogar?
– A David Costello y a su padre.
– ¿Y por qué ha pensado en mí?
– Creo que ya te lo he dicho.
– ¿Por compasión?
Rebus lanzó un profundo suspiro.
– Por Dios, Ellen, a veces eres dura de pelar.
– Tengo una cita a las once y media -dijo ella mirando el reloj.
– Yo también; con el médico. Pero será rápido. -Hizo una pausa-. Oye, si no quieres…
– De acuerdo -aceptó ella alicaída-. Quizá tenga razón.
Aunque ya no podía echarse atrás, Rebus empezaba a dudar. La veía como derrotada y creía saber la razón, pero sabía también que él no podía arreglarlo.
– Estupendo -dijo.
Reynolds y Davidson los miraban desde otra mesa.
– Fíjate, Shug: ¡el Dúo Dinámico! -exclamó Reynolds.
Ellen Wylie se levantó con auténtico esfuerzo de la silla.
* * *
La puso al corriente en el coche sin apenas preguntas por parte de ella, que parecía más interesada en mirar el desfile de peatones. Rebus dejó el Saab en el aparcamiento del Hotel Caledonian y se dirigió a recepción con Wylie a remolque.
El «Caley», una institución en Edimburgo, era un monolito de piedra roja al final de Princes Street. Rebus ignoraba qué podía costar allí una habitación; él había cenado una vez en el restaurante con su mujer y una pareja amiga que pasaba la luna de miel en la ciudad, pero la pareja se empeñó en que cargasen la cena a la cuenta de su habitación y nunca supo lo que había costado. Recordaba que fue una noche en que él no dejó de estar preocupado por un caso, deseoso de reanudar la investigación, y que Rhona, al percatarse, lo marginó de la conversación orientándola exclusivamente a recuerdos comunes de sus amigos y ella. Los recién casados se agarraban las manos entre plato y plato, y a veces aun comiendo. Él y Rhona ya eran casi dos extraños porque su matrimonio hacía agua.
– Cómo viven los ricos -dijo a Wylie mientras aguardaban a que la recepcionista llamase a la habitación de Costello.
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