Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– ¿Y tú, qué tal estás? ¿Te gusta el nuevo trabajo? -preguntó.

– Creo que me adaptaré.

– Seguro que sí -dijo él señalando el vaso con el dedo, ofreciéndole otra ginebra con tónica, pero ella rehusó.

– Tengo que irme. Simplemente quería beber algo antes de volver a casa.

– Yo también -dijo Rebus haciendo ademán evidente de consultar el reloj.

– Tengo el coche…

Rebus negó con la cabeza.

– Prefiero andar para estar en forma.

Harry lanzó un resoplido mientras Gill se arropaba con la bufanda.

– Bueno, entonces tal vez nos vemos mañana -dijo ella.

– Ya sabes dónde tengo la mesa.

Gill miró el local, las paredes del color del filtro de un cigarrillo usado, los grabados polvorientos de Robert Burns, y asintió con la cabeza.

– Sí, lo sé -respondió, luego dijo adiós con la mano como para todos los presentes y salió.

– ¿Es su jefa? -preguntó Harry. Rebus hizo un gesto afirmativo-. Se la cambio -añadió.

Los habituales se echaron a reír mientras llegaba otro estudiante del salón de atrás con una lista de consumiciones para una nueva ronda escrita en el reverso de un sobre.

– Tres Indian Palé, dos claras, una ginebra con lima y soda, dos Becks y un vino blanco seco -recitó Harry sin mirarla.

El estudiante miró la nota y asintió admirado. Harry dirigió un guiño a su público.

– A ver si creéis que los estudiantes son los únicos inteligentes que hay aquí.

* * *

Siobhan, sentada en su cuarto de estar, leía en la pantalla del portátil la respuesta al mensaje que había enviado a Programador diciéndole que estaba trabajando en la segunda clave.

«Olvidé decirte que de ahora en adelante actúas contrarreloj. Dentro de veinticuatro horas, la clave se anula.»

Siobhan tecleó: «Creo que deberíamos vernos. Tengo algunas preguntas que hacer». Hizo clic en enviar y aguardó. La respuesta no se hizo esperar.

«El juego contestará a tus preguntas.»

Siobhan volvió a teclear: «¿Tenía Flip alguien que la ayudara? ¿Participa alguien más en el juego?».

Aguardó unos minutos, pero no contestaba. Estaba en la cocina sirviéndose otro medio vaso de vino tinto chileno cuando sonó el portátil avisándole que tenía un mensaje. Se salpicó de vino las manos por volver corriendo al cuarto de estar.

«Hola, Siobhan.»

Miró la pantalla y vio que la dirección de quien se lo enviaba era una serie de cifras. Antes de que pudiera responder, el ordenador le avisó que tenía otro mensaje.

«¿Sigues ahí? Tienes las luces encendidas.»

Sintió un escalofrío y vio que la pantalla temblaba. ¡Estaba en la calle! ¡Frente a su casa! Fue corriendo a la ventana y vio abajo un coche aparcado con los faros encendidos: el Alfa de Grant Hood.

Él la saludó con la mano y Siobhan, lanzando maldiciones, salió corriendo de su piso y del edificio.

– ¿Qué clase de broma es ésta? -preguntó entre dientes.

Hood se bajó del coche como sorprendido por su reacción.

– Tenía conexión con Programador -dijo ella- y pensé que era él. -Hizo una pausa y entornó los ojos-. ¿Cómo lo has hecho?

Hood enarboló su móvil.

– Es un WAP. Me lo he comprado hoy -contestó avergonzado-. Con esto se puede enviar mensajes electrónicos y qué sé yo.

Ella se lo arrebató y lo examinó.

– Por Dios, Grant.

– Lo siento; sólo quería…

Siobhan le devolvió el móvil. Hood simplemente había pretendido hacerle una demostración con su último juguetito.

– Bueno, ¿qué haces aquí?

– Creo que lo he descubierto -dijo él.

Ella lo miró.

– ¿Otra vez?

Hood se encogió de hombros.

– ¿Y cómo es que siempre esperas a estas horas de la noche?

– Será que es cuando mejor pienso -respondió él mirando a la casa-. Bueno, ¿me invitas a entrar o seguimos dando el espectáculo gratis a los vecinos?

Siobhan miró a su alrededor y comprobó que se veían siluetas en algunas ventanas.

– Anda, entra -dijo.

En cuanto salió, lo primero que hizo fue mirar el portátil, pero Programador no había contestado.

– Creo que lo has espantado -aventuró Hood leyendo el diálogo en la pantalla.

Siobhan se dejó caer en el sofá y cogió lentamente el vaso.

– Bueno, ¿y qué es lo que traes esta noche, Einstein?

– Ah, la tan celebrada hospitalidad escocesa -replicó él mirando el vino.

– Tú tienes que conducir.

– Por un vaso no pasa nada.

Siobhan se levantó, con un leve gruñido de protesta, y fue a la cocina. Hood sacó mapas y guías turísticas de una bolsa que traía.

– ¿Qué es eso? -preguntó Siobhan, tendiéndole un vaso y sirviéndole vino. Se sentó, apuró su vaso, volvió a llenarlo y dejó la botella en el suelo.

– ¿Seguro que no te molesto? -dijo él tratando de tomarle el pelo, pero ella no estaba de humor.

– Vamos, dime qué has descubierto.

– Bueno…, si estás de verdad segura de que no te… -Siobhan lo fulminó con la mirada y él fijó la vista en los mapas-. Estuve pensando en lo que dijo la abogada.

– ¿Harriet? -inquirió ella frunciendo el entrecejo-. Explicó que en escocés «monte» es law.

Hood asintió con la cabeza.

Law escocés -dijo-. Lo que tal vez signifique que hay que buscar lo que quiere decir law en escocés.

– Es decir…

Hood desplegó una hoja y comenzó a leer: «Monte, colina, cerro, loma, ladera, montaña, altozano, otero…».

– Figuran todos en el diccionario -añadió tendiéndole la hoja.

Siobhan cogió el papel y repasó la lista.

– Pero ya miramos en los mapas -dijo.

– Sin saber lo que buscábamos. Algunas de estas guías tienen un índice de colinas y montañas y en las otras miraremos la cuadrícula B4 de todas las páginas.

– ¿Buscando qué, exactamente?

– El monte del Ciervo, el cerro del Venado, la loma del Corzo…

Siobhan asintió con la cabeza.

– ¿Supones que dear quiere decir «ciervo» por similitud de sonido?

– Supongo muchas cosas -replicó Hood dando un sorbo al vino-, pero mejor eso que nada.

– ¿Y no podríamos dejarlo para mañana?

– No, puesto que Programador de pronto decide que el tiempo se acaba.

Cogió el primer mapa y pasó el dedo por el índice.

Siobhan lo observó por encima del vaso. Sí, tenía razón, pero realmente él acababa de enterarse de que se acababa el tiempo. No se le había pasado el tembleque por el mensaje que le había enviado con el WAP y esto la hizo pensar en qué capacidad de desplazamiento tendría Programador; porque conocía su nombre y la ciudad en que vivía; en la actualidad no era tan difícil averiguar la dirección de un particular y seguramente podía hacerse con ella con una búsqueda de cinco minutos en la red.

Hood no parecía darse cuenta de que ella seguía mirándolo.

«A lo mejor está más cerca de lo que crees», pensó Siobhan.

Al cabo de media hora puso música, un maxi-single de Mogwai de los más tranquilos del grupo, y preguntó a Hood si quería café; estaba sentado en el suelo, recostado en el sofá con las piernas estiradas. Tenía desplegado un mapa oficial sobre los muslos y escudriñaba una cuadrícula. Levantó la vista y parpadeó como si lo deslumbrara la luz del cuarto.

– Sí -dijo.

Cuando volvió con las tazas le explicó lo de Ranald Marr, y la expresión de Hood cambió. Frunció el entrecejo.

– ¿Es que te lo guardabas para ti sola?

– Pensaba decírtelo mañana.

La respuesta no pareció satisfacerlo y cogió el café farfullando un «gracias» a duras penas. Siobhan volvió a sentir irritación. Aquello era su casa. ¿A cuento de qué había tenido él que presentarse allí? El trabajo se hacía en la comisaría, no en su cuarto de estar. ¿Por qué no le había telefoneado pidiéndole que fuera a su casa? Cuanto más lo pensaba, más se percataba de que realmente no conocía a Grant Hood. Había trabajado antes con él, habían ido a fiestas juntos, a tomar copas y habían cenado una vez. No creía que hubiese tenido novia. En Saint Leonard, algunos lo llamaban «el de los aparatitos». Por buen agente que fuese, no dejaba de ser objeto de burla.

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