Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– Me da la impresión de que no es la primera vez que dice eso.

Rebus sonrió.

– Tal vez no, pero no lo digo por decir. ¿Está libre después?

– ¿Por qué? -replicó ella jugueteando con la pulsera que le había comprado a Bev Dodds.

– Voy a llevar los ataúdes a un experto y un poco de historia no vendría mal. -Hizo una pausa y contempló Edimburgo-. Dios, qué ciudad tan preciosa, ¿verdad?

– ¿Lo dice por complacerme? -preguntó ella mirándolo.

– ¿Cómo dice?

– La otra tarde, cuando nos paramos en el puente North, me pareció que no le impresionaba la vista.

– La miro, pero no siempre la veo. Ahora sí que la veo.

Estaban en la cara oeste del monte y desde allí apenas se dominaba la mitad de la urbe; Rebus sabía que desde más arriba la vista era completa, pero desde aquel lugar se apreciaban bien agujas, chimeneas y hastiales escalonados con el telón de fondo de los montes Pentland al sur y el Firth of Forth al norte y, más allá, la costa de Fife.

– Puede ser cierto -reconoció ella y, sonriendo, se puso de puntillas inclinándose hacia él y dándole un beso en la mejilla-. Mejor será irse -añadió.

Rebus asintió con la cabeza sin saber qué decir hasta que ella volvió a tiritar y vio que realmente tenía frío.

– Detrás de Saint Leonard hay un café -dijo él-. Invito yo. Pero no vaya a creer que es por altruismo, sino porque tengo que pedirle un gran favor.

Ella se echó a reír, llevándose la mano a la boca y disculpándose.

– ¿Qué he dicho? -preguntó Rebus.

– Nada; es que Gill me previno al respecto diciéndome que si seguíamos viéndonos estuviese preparada para «el gran favor».

– ¿Ah, sí?

– Y tenía razón, ¿verdad?

– No del todo, porque lo que le pido no es un gran favor, sino un favor enorme.

* * *

Siobhan llevaba camiseta de cuello vuelto y un suéter de cuello de pico de lana; unos viejos pantalones de pana gruesa remetidos en dos pares de calcetines. Había limpiado sus viejas botas de excursión con betún y le habían quedado bien. El anorak no se lo había puesto hacía años, pero para aquella ocasión le venía que ni pintado. Se había provisto, además, de un gorro con borla y de una mochila con un paraguas, el móvil, una cantimplora y un termo de té con azúcar.

– ¿Seguro que no te falta nada? -preguntó Hood riendo.

Él iba con vaqueros y chándal, y llevaba un chubasquero amarillo nuevo; al mirar al sol, los rayos destellaron en sus gafas. Aparcaron en un área de estacionamiento. Había que saltar una valla tras la cual arrancaba una pendiente suave que más arriba se hacía abrupta. La empinada cuesta estaba yerma, con excepción de algunas piedras y matas de tojo.

– ¿Tú qué crees? ¿Habrá una hora hasta la cumbre? -preguntó Hood.

– Con un poco de suerte -contestó Siobhan cargándose la mochila.

Las ovejas los miraron saltar la cerca con alambre de espino en el que había prendidos mechones de lana gris. Hood ayudó a Siobhan y después él salvó el obstáculo de un salto apoyándose con una mano en uno de los postes.

– No hace mal día -dijo cuando atacaron la subida-. ¿Crees que Flip lo habría hecho sola?

– No lo sé -contestó Siobhan.

– Yo no creo que fuera de ésas. Seguro que al ver esta pendiente habría vuelto a su Golf GTi.

– Lo malo es que no tenía coche.

– Oportuna puntualización. ¿Cómo habría llegado aquí, entonces?

Lo que también era un dato importante, porque por aquellos alrededores no había ningún pueblo y sólo se veía alguna granja aquí y allá. El paraje estaba a sesenta kilómetros escasos de Edimburgo, pero la ciudad, desde allí, parecía un recuerdo lejano. Siobhan pensó que por aquel lugar no pasarían muchos autobuses. Si Flip había estado allí, habría necesitado ayuda.

– A lo mejor vino en taxi -dijo.

– No es un servicio fácil de olvidar.

– No. -Cierto que, a pesar del llamamiento público y de las fotos en la prensa, ningún taxista había informado de una carrera semejante-. Tal vez la acompañó una amiga, o alguien que aún no hemos localizado.

– Puede ser -dijo Hood no muy convencido.

Siobhan advirtió que iba ya sin aliento y que un minuto después se quitaba el chubasquero y se lo ponía debajo del brazo.

– No sé cómo tú puedes llevar tanta ropa -repuso, y ella entonces se quitó el gorro y abrió la cremallera del anorak.

– ¿Satisfecho?

Hood se encogió de hombros.

Llegados al tramo más abrupto, se vieron obligados a trepar con pies y manos con cuidado pues aquel terreno pedregoso cedía bajo su peso. Siobhan se detuvo a descansar sentada con las rodillas hacia arriba y bien apoyada en los talones; dio un sorbo de agua.

– ¿Ya te desfondas? -preguntó Hood, que la precedía unos tres metros.

Ella le ofreció la cantimplora, pero él negó con la cabeza y continuó ascendiendo. Siobhan advirtió que tenía el pelo bañado en sudor.

– Grant, no se trata de una carrera -gritó, pero él no respondió.

Reemprendió el ascenso medio minuto después y vio que Hood se había adelantado bastante. «Esto es trabajo en equipo», pensó. Grant era como tantos otros que había conocido: obcecado y seguramente incapaz de razonar las cosas. Se guiaba más bien por una especie de instinto, un impulso básico irracional.

En un tramo en que la pendiente era más suave, Hood hizo un alto para descansar, estirándose con las manos en la cadera y contemplando la vista. Siobhan vio que agachaba la cabeza para escupir, pero la saliva era excesivamente viscosa y le quedó colgando de la boca como un hilo; sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió. Ella, al llegar a su altura, le tendió la cantimplora.

– Toma -dijo, y él, algo remiso, aceptó dar un trago-. Empieza a nublarse -añadió Siobhan, que prestaba más interés al cielo que a la panorámica. Habían aparecido unas nubes espesas y negras. Era curioso cómo cambiaba el tiempo de un momento a otro en Escocia y, además, la temperatura había descendido tres o cuatro grados, tal vez más-. A ver si nos cae un chaparrón -dijo, mientras Hood asentía con la cabeza y le devolvía la cantimplora.

Siobhan consultó el reloj y vio que llevaban veinte minutos de subida, lo que significaba que seguramente estaban a quince minutos del coche, teniendo en cuenta que el descenso sería más rápido. Miró hacia arriba y calculó que les faltarían otros quince o veinte minutos para la cumbre. Hood jadeaba ruidosamente.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Siobhan.

– Es un buen ejercicio -respondió él con voz ronca reanudando la escalada.

Vio que el sudor bañaba su sudadera azul oscuro. Seguro que no tardaría un minuto en quitársela para quedarse en camiseta justo cuando empezara a empeorar el tiempo. Efectivamente, ella vio que se detenía a quitársela.

– Comienza a hacer frío -dijo Siobhan.

– Pero yo tengo calor -repuso él atándose las mangas de la sudadera a la cintura.

– Ponte el chubasquero, por lo menos.

– Me asaría.

– Qué va.

Le pareció que iba a replicar, pero no lo hizo. Ella había vuelto a subirse la cremallera del anorak. Las nubes bajas y la niebla comenzaban a impedir la visibilidad del paisaje. O tal vez ya estaba lloviendo.

Cinco minutos más tarde empezó la lluvia. Al principio era fina, pero poco después comenzaron a caer gotas gruesas. Siobhan se puso el gorro y vio que Hood se enfundaba el chubasquero. Empezaron a soplar rachas de viento; Hood perdió pie y cayó sobre una rodilla, lanzando una maldición, pero siguió adelante cojeando y agarrándose la pierna.

– ¿Hacemos un alto? -preguntó ella, a sabiendas de que no respondería.

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