Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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La lluvia arreciaba a pesar de que a lo lejos se veía ya el cielo azul. No duraría mucho. De todos modos, Siobhan tenía las piernas mojadas y los pantalones pegados a la piel. Oyó el ruido de chapoteo de las deportivas de Hood, pero él había puesto el piloto automático y miraba al vacío con la mente fija en llegar a la cima a toda costa.

Superaron un último repecho, la pendiente disminuyó notablemente y pronto alcanzaron la cumbre. La lluvia amainaba. A unos siete metros vieron un mojón de piedras. Siobhan sabía que los montañeros añadían a veces una piedra al llegar a la cima; ése sería seguramente su origen.

– Vaya, no hay bar -dijo Hood poniéndose en cuclillas a recobrar el aliento.

Había dejado de llover y un rayo de sol atravesó las nubes y bañó las colinas circundantes con un amarillo misterioso. Estaba temblando pero, como el agua había escurrido por el chubasquero empapándole la sudadera, no era cuestión de ponérsela. Sus vaqueros habían adquirido un color azul oscuro.

– Hay té caliente, si quieres -dijo Siobhan.

Él hizo un gesto afirmativo y ella le sirvió una taza. Hood lo tomó mirando el mojón.

– ¿Encontraremos algo terrorífico? -preguntó.

– Tal vez no encontremos nada.

Él asintió con la cabeza.

– Mira a ver -añadió.

Siobhan cerró el termo y se acercó al mojón. Dio la vuelta a su alrededor y comprobó que era un simple montón de piedras.

– Aquí no hay nada -dijo poniéndose en cuclillas para examinarlo mejor.

– Tiene que haber algo -repuso Hood levantándose y acercándose-. Tiene que haberlo.

– Pues si lo hay está bien escondido.

Hood tocó el mojón con el pie, lo derribó de una patada y se puso de rodillas a escarbar entre las piedras con cara de rabia y apretando los dientes. Enseguida, la pila de piedras había desaparecido. Siobhan, que había dejado de interesarse, miró a su alrededor por si había alguna otra posibilidad, pero no vio nada. Hood metió la mano en el bolsillo del chubasquero y sacó las dos bolsitas de plástico para pruebas que había llevado. Siobhan lo vio meterlas debajo de las piedras más grandes y ponerse a rehacer el monolito, que a media altura volvió a desmoronarse.

– Déjalo, Grant.

– ¡Qué mierda! -exclamó él.

– Grant -dijo ella con voz queda-, vuelve a nublarse. Vámonos.

Él no parecía muy dispuesto; se sentó con las piernas estiradas apoyado en los brazos hacia atrás.

– Ha sido un error -reconoció casi llorando.

Siobhan lo miró y comprendió que tendría que engatusarlo para iniciar el descenso. Estaba mojado, tiritando y como enajenado. Se agachó frente a él.

– Grant, tienes que sobreponerte -dijo apoyando las manos en sus rodillas-. Si me fallas, estamos perdidos. Formamos equipo, ¿recuerdas?

– Equipo -repitió él, mientras ella asentía con la cabeza.

– Así que vamos a actuar como un equipo marchándonos de aquí ahora mismo.

Hood le miró las manos y alargó las suyas cogiéndoselas, pero ella se puso en pie haciéndolo levantarse.

– Vamos, Grant.

Estaban de pie y él la miraba fijamente.

– ¿Recuerdas lo que dijiste cuando buscábamos aparcamiento cerca de Victoria Street? -preguntó.

– ¿Qué?

– Me preguntaste si siempre me atenía a las normas…

– Grant… -replicó ella tratando de mirarlo con simpatía en vez de con compasión-. No lo estropees -añadió en voz baja intentando soltarse de sus manos.

– ¿Estropear, qué? -inquirió él con voz de falsete.

– Formamos equipo -repitió Siobhan.

– ¿Ah, sí?

Él no dejaba de mirarla mientras ella asentía con la cabeza. Siguió haciendo aquel gesto y él le soltó poco a poco las manos. Siobhan echó a andar para iniciar el descenso y no había dado cinco pasos cuando él la adelantó a la carrera ladera abajo como un poseso, perdiendo pie un par de veces, pero recuperándose de un salto.

– No es granizo, ¿verdad? -lo oyó gritar finalmente.

Pero sí que lo era. Siobhan notaba las punzadas en la cara mientras seguía cuesta abajo tratando de alcanzarlo. Al saltar la cerca, a Hood se le enganchó el chubasquero en el alambre de espino y se le abrió una costura. La ayudó a saltar ruborizado y balbuciendo maldiciones.

Dentro del coche se quedaron sentados un minuto para recobrar el aliento, y comenzó a condensarse vaho en el cristal del parabrisas, así que Siobhan bajó su ventanilla. Había dejado de granizar y volvía a salir el sol.

– Maldito tiempo escocés -espetó Hood-. No es de extrañar que seamos unos resentidos.

– No me digas. Ni lo había notado.

Él lanzó un resoplido, pero sonrió. Siobhan lo miró esperando que todo hubiera pasado. Así lo parecía por su modo de actuar. Se quitó el anorak y lo echó en el asiento de atrás mientras él se quitaba el chubasquero. Su camiseta desprendía vapor. Siobhan sacó el portátil de debajo del asiento y conectó el móvil; la señal era débil, pero bastaría.

– Dile que es un cabrón -dijo Hood.

– Seguro que le encantaría -replicó ella comenzando a teclear un mensaje mientras él se inclinaba para leerlo.

«Acabo de subir al cerro del Cervato y no hay rastro de la siguiente clave. ¿Me he equivocado?»

Hizo clic en enviar y, mientras aguardaba, se sirvió un té. Hood trataba de despegar los vaqueros de las piernas.

– En cuanto arranquemos pondré la calefacción -dijo. Siobhan asintió con la cabeza y le ofreció otro té-. ¿A qué hora es la entrevista con el banquero?

Ella consultó el reloj.

– Tenemos dos horas por delante; nos da tiempo de ir a casa a cambiarnos.

– No debe de estar -dijo él mirando la pantalla.

Siobhan se encogió de hombros y él le dio a la llave de contacto. Rodaron en silencio a medida que el cielo iba despejándose, y enseguida vieron que había sido un aguacero local. Al llegar a Innerleithen, la carretera estaba seca.

– No sé si no habría sido mejor haber ido por la A 701 hasta la vertiente oeste. Habría sido más fácil subir.

– Ahora ya da igual -dijo Siobhan, consciente de que él seguía pensando en la montaña. El portátil anunció de pronto la recepción de un mensaje. Hizo clic en entrada, pero resultó ser un anuncio para un sitio porno-. No es el primero que recibo -explicó-. Qué harás tú con el ordenador…

– Los envían al azar -dijo él ruborizándose-. Deben de disponer de un programa que les señala cuándo estás en la red.

– Sí, claro.

– ¡Es verdad! -exclamó Hood.

– De acuerdo, de acuerdo. Te creo.

– Yo no haría eso nunca, Siobhan.

Ella asintió con la cabeza sin decir nada más. Estaban en las afueras de Edimburgo cuando llegó el anuncio de otro mensaje. Éste sí era de Programador. Hood detuvo el coche en el arcén.

– ¿Qué dice?

– Lee -dijo Siobhan volviendo hacia él la pantalla. Después de todo, eran un equipo…

«Del cerro del Cervato sólo quería el nombre. No había que escalarlo.»

– ¡Cabrón! -musitó Hood.

Siobhan tecleó la respuesta. «¿Lo sabía Flip?» La contestación tardó dos minutos. «Faltan dos pasos para Hellbank. Siguen claves en aproximadamente diez minutos. Tienes veinticuatro horas para resolverlas. ¿Quieres continuar?»

Ella miró a Hood.

– Dile que sí.

– Todavía no -replicó ella sosteniéndole la mirada-. Creo que ahora él depende tanto de nosotros como nosotros de él.

– ¿Podemos correr ese riesgo?

Pero Siobhan ya estaba tecleando: «Necesito saber si a Flip la ayudaba alguien. ¿Quién más jugaba?».

La respuesta fue inmediata: «Por última vez, ¿quieres seguir jugando?».

– No lo perdamos -dijo Hood.

– Sabía que iba a subir a esa montaña, seguramente del mismo modo que sabía que Flip no lo haría -explicó ella mordiéndose el labio inferior-. Creo que podemos apretarle un poco.

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