– Éste es bastante delicado -previno al anciano.
Devlin también se había levantado y Wylie se acercó para verlo mejor.
– ¡Dios mío! -exclamó Devlin con voz entrecortada-. ¿Es uno de los de…?
Jean Burchill asintió con la cabeza. Patullo, sin tocar el ataúd, se inclinó a mirarlo a la altura de la superficie de la mesa.
– Quisiéramos saber -dijo Rebus- si cree usted que ése podría ser el que ha servido de modelo a los demás.
Patullo se frotó una mejilla.
– Éste es un diseño mucho más sencillo, pero bien hecho; aunque los lados son excesivamente rectos. No es la forma de féretro que se lleva hoy. Han adornado la tapa con tachones. -Volvió a restregarse la mejilla y se incorporó apoyándose en la mesa-. No están copiados de él. Es cuanto puedo decir.
– Nunca había visto ninguno fuera del museo -dijo Devlin acercándose para ocupar el lugar de Patullo y sonriendo a Jean Burchill-. ¿Sabe que yo tengo una teoría sobre su autor?
– ¿Quién sería? -preguntó Burchill enarcando una ceja.
Devlin miró de nuevo a Rebus.
– ¿Recuerda el retrato del doctor Kennet Lovell que le mostré? -Rebus asintió con la cabeza y Devlin se volvió hacia Burchill-. Fue el anatomista que realizó la autopsia de Burke y sobre quien posteriormente recayó gran parte de culpabilidad en el caso.
– ¿Compraba cadáveres a Burke? -preguntó ella con interés.
Devlin negó con un gesto.
– No existen datos históricos que lo demuestren pero, como tantos anatomistas de la época, probablemente compraría los cadáveres sin hacer muchas preguntas sobre su procedencia. Lo curioso es -añadió pasándose la lengua por los labios- que el doctor Lovell se interesaba igualmente por la ebanistería.
– El profesor Devlin tiene una mesa hecha por él -dijo Rebus a Burchill.
– Lovell era un buen hombre y un buen cristiano -añadió Devlin.
– ¿Los haría como memorial mortuorio? -inquirió Burchill.
Devlin se encogió de hombros y miró a su alrededor.
– Yo no tengo pruebas, desde luego…
Su voz se apagó como si hubiese advertido que su entusiasmo estaba fuera de lugar.
– Es una teoría interesante -opinó Jean Burchill, pero Devlin se contentó con encogerse de nuevo de hombros como percatándose de que lo decía por condescendencia.
– Como les digo, está bastante bien hecho -añadió Patullo.
– Hay otras teorías -dijo Jean Burchill- según las cuales tal vez fuesen brujas o marinos los autores de los ataúdes de Arthur's Seat.
– Los marineros solían ser buenos carpinteros -afirmó Patullo-. Por necesidad en algunos casos y en otros para entretenerse durante las travesías.
– Bien -dijo Rebus-, gracias por haber venido, señor Patullo. ¿Quiere que le pida un coche?
– No es necesario.
Se despidieron y Rebus fue con el grupo al Café Metropole, donde pidieron cafés y se sentaron en un reservado.
– Un paso adelante y dos atrás -se quejó Wylie.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Rebus.
– Si no hay relación entre los otros ataúdes y el de Los Saltos, es como dar palos de ciego.
– Yo no lo creo -terció Jean Burchill-. Bueno, no sé si tengo vela en este entierro, pero a mí me parece que quien dejó el de Los Saltos debió de inspirarse en algún precedente.
– De acuerdo -dijo Wylie-, pero es más verosímil que lo hiciera por una visita al museo, ¿no cree?
Rebus miró a Wylie.
– ¿Quieres decir que deberíamos investigar los cuatro casos previos?
– Quiero decir que su única relevancia es ver si están relacionados con el de Los Saltos, suponiendo siempre que ello tenga realmente algo que ver con la desaparición de Balfour. Cosa de la que no estamos seguros. -Rebus fue a decir algo, pero ella prosiguió-: Si se lo planteamos a Templer, como es nuestra obligación, dirá lo mismo que acabo de decir. Cada vez nos alejamos más del caso Balfour -añadió llevándose la taza a los labios y dando un sorbo.
Rebus se volvió hacia Devlin, que estaba sentado a su lado.
– ¿Qué piensa usted, profesor?
– No tengo más remedio que estar de acuerdo, por mucho que me duela volver al anonimato de viejo jubilado.
– ¿No había nada en los informes de las autopsias?
– De momento no. Me da la impresión de que las dos mujeres cayeron al agua vivas porque sus cadáveres presentaban heridas, aunque es algo habitual por las piedras del río con que la víctima se golpea la cabeza al caer. En cuanto a la de Nairn, cabe señalar que las mareas y la fauna marina afectan terriblemente a un cadáver, y más si permanece mucho tiempo en el agua. Lamento no poder ayudarlos en nada más.
– Todo es útil -dijo Jean Burchill- porque aunque un dato no aporte nada puede servir para descartar otros.
Miró a Rebus, pensando que sonreiría al oír citadas sus propias palabras, pero él pensaba en otra cosa. Le preocupaba que Wylie tuviera razón. Cuatro ataúdes dejados por la misma persona y otro por alguien distinto inducía a descartar toda relación. El problema era que a él le parecía que esa relación existía, aunque fuera incapaz de hacérselo comprender a una persona como Wylie. En ocasiones había que guiarse más por el instinto, al margen del reglamento, y él pensaba que ésta era una de ellas, pero dudaba que Wylie quisiera secundarle.
Y no se lo reprochaba.
– Tal vez podría usted hacer un último repaso de los informes -dijo a Devlin.
– Encantado -respondió el anciano con una inclinación de cabeza.
– Y hable con los forenses de los casos. A veces recuerdan algo…
– Por supuesto.
Rebus centró su atención en Ellen Wylie.
– Podrías hacer el informe para Templer señalando lo que hemos averiguado. Seguro que tendrás trabajo en la investigación principal.
– ¿O sea que no abandona? -preguntó Wylie, enderezando la espalda.
Rebus le dirigió una sonrisa desmayada.
– Estoy casi a punto. Un par de días más y veremos.
– ¿Para qué, exactamente?
– Hasta convencerme de que no vamos a ninguna parte.
Por el modo en que Jean Burchill lo miró desde el otro lado de la mesa, comprendió que ella deseaba ofrecerle algo, algún tipo de consuelo: un apretón de manos o quizás alguna palabra de ánimo, pero le alegró que hubiera gente delante que se lo impidiera porque, si no, él habría farfullado alguna cosa, algo parecido a: «Consuelo es lo último que necesito».
A no ser que consuelo y olvido fueran lo mismo.
Beber durante la jornada de trabajo no era frecuente. En un bar, el tiempo deja de existir y con ello el mundo exterior. Mientras uno está en un pub se siente inmortal y joven, y cuando sales tambaleante a la hiriente luz del día, rodeado de gente que va a sus cosas, el mundo brilla de otra manera. En definitiva, es lo que hace la gente desde hace siglos: anestesiar su conciencia con alcohol. Pero aquel día…, aquel día Rebus fue sólo a tomarse dos copas. Sabía que podía salir perfectamente del bar con dos copas. Tres o cuatro habrían supuesto quedarse hasta la hora de cierre o hasta no poder tenerse en pie. Mientras que dos era una cifra razonable. Sonrió pensándolo.
Vodka con zumo de naranja; no era su bebida preferida, pero no dejaba olor. Podía volver a Saint Leonard y nadie lo notaría. Se la tomaba simplemente para que el mundo le pareciera algo más llevadero. Sonó el móvil y pensó en no hacer caso, pero el pitido molestaba a los clientes y lo cogió.
– Diga.
– A que acierto dónde estás -dijo la voz; era Siobhan.
– No pensarás que estoy en un pub.
Fue como si hubiera propiciado que el joven de la máquina tragaperras ganase en aquel preciso momento un especial con la consiguiente cascada de monedas.
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